José Martín Díaz Díaz – El Caiman Barbudo.- Alguien viene a aconsejarme: “Se ha visto que lo que vende es Hollywood, se ha visto que lo que vende es Disney ¿Por qué insistir en mantener diferencias?”

 


 

Sucede que la cuestión patriótica estaba entre los temas favorecidos por nuestro criticado didactismo; y ahora parece que insistir en lo cubano es haberse quedado con la manía. Lo que está de moda es lo comercial, porque la economía está dura y el artista debe venderse, porque la TV se estrena en el asunto de tener competencia o etc.

Sucede que hemos aprendido poco sobre mercado, y llevamos décadas repitiendo que lo comercial es una frivolidad que se vende, precisamente, por su tontería. Así que, según esta idea, la sandez es la clave del éxito. Y hacer esto es muy sencillo, si no lo habíamos logrado antes es porque los que tomaban las decisiones no nos dejaban.

No digo que los productos de las grandes compañías del entretenimiento sean sandeces, sino que tal es lo que siempre hemos dicho y, peor, todo parece indicar que es en eso en lo que pretendemos parecernos a ellos. Es tan fácil copiar lo aparente que cuesta trabajo sustraerse a la tentación y los pobres… ¡Somos tan imitativos!

Radios de piedra

Hace años unos antropólogos visitaron cierta tribu semisalvaje y encontraron en sus chozas unas muy curiosas esculturas: no representaban desconocidas deidades sino aparatos electrodomésticos. Los nativos habían visto estos objetos en casas de “ricos” y querían parecerse a ellos. Destacaban los receptores de radio, que en aquel tiempo se usaban en el salón de recibir y, por tanto era lo que más habían logrado ver. En cada choza, un radio de piedra esculpido con más o menos detalle según las posibilidades de cada quien.

Así es el verdadero kitsch, no el del carmín o la lentejuela sino el de esta lastimosa imitación, que envidia un estatus y pretende alcanzarlo copiando sus características evidentes. Sin percatarse siquiera de que la superficialidad de la copia, ya es prueba de que no se ha entendido bien el asunto.

Está claro que aislarse del mundo no es una buena estrategia; que para usar la electricidad, por ejemplo, no hay que esperar a inventarla en casa. Sin embargo, eso es muy diferente de esta ingenua pantomima, tan pesimista en el fondo, que opta por el consuelo de lo ilusorio.

Seguro que en la tribu de marras acusaban de retrógrado a quien se negara a usar radio de piedra. Porque la inocencia kitsch siempre se cree vía para el desarrollo; no se entiende como imitación sino como transmutación al estatus deseado. Y se ofenden si alguien viene a romperles su fantasía.

El kitsch del subdesarrollo trata de imitar a la transnacional y busca su argumento en la universalidad. “Si todos somos una misma cultura y ellos son los abanderados de la misma… ¿Qué importa entonces a dónde pertenezca cada quién? Sólo estaríamos imitando lo mejor de nuestra patria planetaria”.

Hasta suena hermosa esta visión de hermandad; pero parte del prejuicio de que para llevarse bien hay que parecerse y que las diferencias culturales sólo son fuente de conflicto, malos entendidos o dificultades para la comunicación.

La Torre de Babel

Según cuenta la Biblia, los humanos intentaban una torre con la cual llegar al cielo, y Dios, muy molesto con tal arrogancia, los castigó a desperdigarse por el mundo y a hablar lenguas diferentes para que no pudieran entenderse entre sí. Viéndolo de esta manera, la globalización vendría siendo una gran victoria humana ante aquel designio divino. Mediante ella los humanos podremos, al fin, ser como un solo pueblo, todos de acuerdo y sin diferencias, quizás un día hasta hablemos el mismo idioma.

Sin embargo, creo que debe haber su error en la interpretación de esta historia. Se nos olvida algo que desconocían los constructores de Babel pero que hoy todo el mundo sabe: Con una torre no se puede llegar al cielo. De hecho, al cielo no se puede llegar en el sentido en que ellos se lo planteaban, menos se puede alcanzar a Dios usando escaleras. Y todo esto Él lo sabía; como ha de suponerse, no tenía que hacer nada para que el plan fracasara.

Creo entonces más lógico pensar que Dios no nos estaba castigando sino, en todo caso, ayudando: Diversificó la opinión para ver si lográbamos iniciativas más completas. Como hemos visto, dio resultado; al final conseguimos alcanzar los cielos, y más allá, infinitamente más de lo que podía la ingenua torre. Y lo conseguimos gracias a que hubo mucha gente intentándolo desde perspectivas diferentes.

Entropía

Si vertemos una porción de tinta en un pote de agua, se anticipa que a partir de ese momento se disolverá cada vez más; si en un filme viésemos que la tinta ya diluida se separa del agua, entonces la película está al revés porque es contrario a las leyes del universo. El universo tiende a uniformar; es decir, a maximizar la “entropía”, que es como le llama a esto la Física Cuántica.

Es un símil perfecto para el caso que nos ocupa: la diversidad cultural del planeta se debe a la existencia de sistemas desarrollados por separado; una vez juntos tenderán ineludiblemente a la entropía. Proceso, por demás, irreversible. Al menos en física. La expresión máxima de la entropía es que los elementos del sistema se hayan mezclado al punto de total equilibrio y, por ende, ya no sea posible un nuevo evento. Representa la muerte del sistema, cuya única salvación sería entrar en contacto con otro que le aporte diferencias.

Cuando la entropía cultural del planeta haya alcanzado su punto máximo; o sea, cuando todos los terrícolas conformemos un único sistema cultural estandarizado, habrá que rogar por los extraterrestres para salirnos de nuestros enfoques y conceptos, para no repetirnos desde los Polos al Ecuador.

Si vemos, actualmente existen a nivel mundial muchas reconsideraciones éticas y filosóficas que parten de redescubrimientos de culturas antes marginadas. Por fortuna tales sistemas diferentes fueron protegidos y no todos andaban ocupados en construirse radios de piedra.

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