Lela Moore y Andrés Carrión González, en La Habana. Foto: Lela Moore / The New York Times 

Lela Moore - The New York Times - Tomado de Cubadebate.- El golpecito en mi hombro se produjo cuando apenas llevaba unos 20 minutos de mi primera carrera a lo largo del Malecón habanero.


¿Maratón? ¿Está entrenando para un maratón?, escuché a mis espaldas. La pregunta la hacía un joven de unos 20 años, quien trotaba cerca de mí vistiendo pantalones cortos y una camiseta.

El nombre de mi nuevo amigo cubano era Andrés Carrión González, me comentó que se encontraba entrenando para la Media Maratón que se celebra en La Habana cada noviembre, y añadió que su mejor tiempo en esa competencia era de 1 hora y 10 minutos.

¿Tú crees que lo harás mejor esta vez?, le pregunté en mi vacilante español y añadí que yo creía que así sería.

Andrés aminoró su paso para que pudiéramos correr mientras hablamos sobre maratones y las maneras de entrenar. Juntos avanzamos cerca de un kilometro hasta que tuve que regresar al hotel donde estaba hospedada para unirme en una excursión al grupo de norteamericanos con el que viajé a Cuba. Andrés estaba todavía a medio camino de los 10 kilómetros que correría esa mañana en dirección al oeste de La Habana.

Cuando estoy de vacaciones y viajo, suelo trotar por los lugares que visito. Esta ha sido una manera agradable de explorar sitios que de otro modo no tendría oportunidad. En este caso, fue esta una gira “relámpago” a Cuba, auspiciada por la Universidad de Vanderbilt, en la que me acompañó mi familia y otros 28 estadounidenses.

Nos transportamos de un sitio a otro en autobuses y tuvimos muchas actividades.

Grandes acontecimientos están a punto de ocurrir en Cuba, un país con una historia compleja. A decir verdad yo me sentí un poco alejada de todo ese trajín hasta que sentí la necesidad de utilizar mis zapatos de trotar.

El Malecón habanero es muchas cosas a la vez: una muralla física para enfrentar la fuerza erosiva del agua, paraíso para pescadores locales, punto de encuentro de parejas y es también un lugar popular para los que trotan y corren.

Durante 8 kilómetros ininterrumpidos (cinco millas) se puede correr por un tramo de acera delimitada a un lado por la Bahía de La Habana, que se extiende hasta el punto donde el Golfo de México y el Océano Atlántico se encuentran.

La superficie del Malecón esta hecha de concreto, duro para los pies, y en algunos lugares está en mal estado, pero no hay basura en ningún lugar, las calles de La Habana están impecables.

Al otro lado de la calle que sigue al Malecón, se agrupan bellos edificios color pastel en distintas etapas de afectaciones constructivas. No hay mucho tráfico, con una mezcla de famosas marcas de autos de fabricación norteamericana de los años 50, carros de la era soviética y de inmensos autobuses para el turismo.

Yo suelo trotar a menudo y en muchos tipos de lugares, urbanos, suburbanos y rurales, pero nunca me sentí más segura como mujer corriendo como cuando lo hice en La Habana, sin silbidos acosadores ni miradas insultantes.

El extremo este del Malecón, su primera sección, terminó de ser construida a principios del siglo XX, y al final es un puerto de cruceros donde, según anunció recientemente la Corporación Carnival (una de las mayores compañías de cruceros del mundo) atracaran buques provenientes de Miami por vez primera en mas de 50 años a partir del mes de mayo.

Hacia el oeste se encuentra el Castillo del Morro, una fortificación construida en 1589 para proteger al puerto contra invasiones extranjeras. Más allá de la fortaleza el agua se abre y los pescadores apuran sus avíos a lo largo de todo el Malecón.

Casi todas las mañanas durante mi estancia en La Habana, troté a lo largo del Malecón.

Una de ellas fui testigo de una tormenta que se estaba acercando y las olas de cuando en cuando se elevaban contra la pared de concreto proporcionando una especie de “spray” refrescante.

Durante mis carreras siempre vi muchos corredores, la mayoría obviamente turistas como yo, que se distinguían fácilmente de los locales por la ropa y los auriculares que colgaban de sus oídos.

Fui testigo también de muchos habaneros que regresaban a sus casas luego de interminables salidas nocturnas, con los zapatos de tacón en sus manos y los cordones de sus zapatos desabrochados.

Durante dos días viajé junto al grupo de turistas del que formaba parte hacia las franjas central y oriental de Cuba y tuvimos la oportunidad de conocer las zonas más rurales del país.

Pasamos dos noches en la provincia de Santi Spiritus, uno de los lugares de mayor asentamiento de europeos de mayor antigüedad de Cuba, en donde predominan los edificios de baja altura rodeados de tierras para cultivos.

En estos lugares era difícil ver personas trotando o haciendo ejercicios. Mi única sesión de carrera en estos dos días se inició alrededor de una plaza cercana a nuestro hotel, pero me aburrí rápidamente de dar vueltas en círculos y decidí  trotar por las estrechas calles empedradas que serpentean la ciudad.

Una de ellas me llevó hacia una fábrica de tabacos donde pude escuchar a través de las ventanas la charla entre sus trabajadores. Otro sendero me condujo hacia una panadería cuyos olores casi me desvían del camino y finalmente llegué a un monumento que recuerda el sitio donde en 1902 llegó el ferrocarril por primera vez a la ciudad.

Gallos, perros y gatos se mezclaban con estudiantes uniformados en las aceras; coches, motos, bicicletas y hasta coches con caballos pasaban por nuestro lado constantemente.

De vuelta a La Habana restaban dos días hasta el final de nuestra estancia en Cuba. Ambas mañanas troté por el Malecón, esta vez un poco más lejos del Morro y hacia la localidad de Centro Habana.

En mi último día, cuando regresaba hacia el Parque Central me encontré de nuevo con Andrés que esperaba a un amigo para iniciar su trote diario. Mientras tanto charlamos un poco.

Andrés expresó admiración por mis flamantes zapatillas Nike, las que había comprado para el viaje a Cuba, porque eran más ligeros que el par que usualmente utilizo. Me dijo que en Cuba no es posible comprar zapatos para correr, porque simplemente no están disponibles.

Miré hacia los pies de Andrés y ciertamente las suelas de sus tenis estaban desgastadas, las costuras deshilachadas y raídas. El color se había desvanecido hacia un gris opaco.

Me dijo que su esperanza era que con el mejoramiento de las relaciones entre los dos países los zapatos para trotar pudieran obtenerse con mayor facilidad. Le contesté que yo también esperaba que eso ocurriera.

Cuba
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