teleSUR.- En Santiago de Cuba, los residentes esperan la llegada del cortejo fúnebre con las cenizas del comandante Fidel Castro Ruz, pues fue en ese lugar donde anunció el triunfo de la Revolución y dio un recorrido junto con el pueblo para celebrar el derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista.


Santiago con el brazalete del Movimiento 26 de Julio

Cubadebate.- Los santiageros llevan con orgullo el brazalete rojo y negro del Movimiento 26 de Julio, con el que rinden homenaje al líder de la Revolución cubana Fidel Castro, quien murió en La Habana el 25 de noviembre pasado. El símbolo revolucionario no se comercializa en ningún lugar. Los habitantes de esta ciudad lo elaboran con sus propios recursos, santo y seña de un homenaje íntimo y singular al Comandante.

Hoy, acto político en Santiago de Cuba en homenaje póstumo al líder histórico de la Revolución Cubana

Después del conmovedor e inolvidable traslado de las cenizas del Co­man­dante en Jefe Fidel Castro Ruz, por el itinerario que rememoró el re­corrido de La Caravana de la Libertad en enero de 1959, el aguerrido pueblo santiaguero, junto a una representación de las provincias orientales le rendirán tributo

Granma

Después del conmovedor e inolvidable traslado de las cenizas del Co­man­dante en Jefe Fidel Castro Ruz, por el itinerario que rememoró el re­corrido de La Caravana de la Libertad en enero de 1959, este sábado a las siete de la noche, se realizará un acto de masas en la Plaza Antonio Maceo de Santiago de Cuba, en el que el aguerrido pueblo santiaguero, junto a una representación de las provincias orientales rendirán homenaje póstumo al líder histórico de la Revolución.

En el memorable acto estarán presentes mandatarios y personalidades de diferentes partes del mundo. Harán uso de la palabra, dirigentes de las organizaciones de masas, sociales y de la Unión de Jóvenes Comunistas, en representación de nuestro pueblo.

Las palabras centrales serán pronunciadas por el General de Ejército Raúl Castro Ruz, Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros.

La televisión y la radio cubanas transmitirán en vivo este acto.

En la Plaza de la Revolución que soñó para Santiago de Cuba

Alberto Lescay, uno de los autores fundamentales del recinto, revela la especial prioridad que el líder de la Revolución le concediera al emblemático proyecto santiaguero

Eduardo Palomares Calderón - Granma

SANTIAGO DE CUBA.—De visita en los Estados Unidos para acompañar a su hijo y joven pintor, Alejandro, en la apertura de su exposición personal de denuncia al bloqueo titulada Vuelo directo, en el Centro de Estudios de Cuba, en Nueva York; así como para participar en la muestra colectiva de una galería de Miami dedicada a exponer el arte de la Isla, un mensaje paralizó a Alberto Lezcay Merencio.

Había fallecido el Comandante en Jefe, y de inmediato vinieron los cambios de planes para el destacado pintor y escultor. Mientras se gestionaba el regreso a Cuba lo antes posible, sacó tiempo para hacer mediante un periodista amigo una firme declaración sobre ese símbolo para nuestro país llamado Fidel, así como para pintar un cuadro que tituló: Se va, pero no se va.

«Realmente —señala—, quería estar en la Patria, y en especial en mi Santiago de Cuba en estos duros días para todos los cubanos, porque estuve junto a él en muchos momentos que me llenan de amor y de orgullo, porque también siento como muchos una profunda deuda con su especial sensibilidad, y el apoyo que supo brindarle al arte y la cultura en general».

Por ello, ahora en que se ha conocido que las cenizas del Comandante en Jefe Fidel Cas­tro Ruz tendrán su última vigilia en la Plaza de la Revolución Mayor General An­tonio Maceo, Lezcay ha accedido, como uno de los autores fundamentales del recinto, a revelar la especial prioridad que el líder de la Revolución le concediera al emblemático proyecto santiaguero.

«Fueron muchas las ocasiones—refiere—, en que durante los nueve años de ejecución Fidel visitó esta obra colectiva, para conocer cada detalle y su marcha constructiva, porque sin dudas era un objetivo supremo para la dirección del país, ya que igualmente especial atención le concedieron el General de Ejército Raúl Castro, el Comandante de la Revolución Juan Almeida, y otros compañeros.

«Pero hay un momento —añade—, que por aleccionador quisiera compartir, pues fue en circunstancias muy tensas y muy difíciles para mí. Resulta que un día se nos señaló que la fecha de un evento tan significativo como el 4to. Congreso del Partido ya estaba decidida, y la plaza de acuerdo con el cronograma de ejecución estaba un poquito atrasada por múltiples razones.

«Seguimos trabajando, pero en esos días aprovecho que viene por acá y le digo “Co­man­dante tengo una queja”, y me pregunta “cuál es la queja”. Yo le respondo que me están apurando por la fecha y que estoy muy preocupado, pues ha habido muchos problemas que pueden conspirar contra el proyecto, sobre todo en la calidad de la plaza.

«Recuerdo que lo acompañaban varios dirigentes de aquí y nacionales de La Habana, y rápidamente se viró y les dijo, “señores, el Congreso se hará cuando esté la plaza An­to­nio Maceo”. Imagínese, qué lección para todos nosotros, porque tomó esa decisión automáticamente, pero con una precisa valoración de que sin la calidad máxima no podía inaugurarse la plaza.

«Yo creo que esas palabras dieron un mayor realce al trabajo que estábamos haciendo, no era una obra solo para el Congreso, era un monumento para la historia, que es en lo que se ha convertido, y lo será mucho más de ahora en adelante. Pero además, expresaba el respeto por los artistas, proyectistas y ejecutores, pues de nada valdría forzar una obra cuyos autores no estuviesen satisfechos con ella.

«Pongo este ejemplo —precisa Lezcay Me­rencio—, porque en nuestro proceso de hacer cosas, y de tantas cosas que tenemos que hacer, muchas veces el apuro nos hace cometer chapucerías, y creo que es bueno que todos conozcan esa lección, porque la mejor forma de ser fieles al legado de Fidel es socializándolo y llevándolo a la práctica.

«Así —enfatiza—, como hemos asumido todos estos días luctuosos pero de reflexión, se impone un proceso de interiorización de la muerte física de Fidel, porque siento que su muerte nos está uniendo más, siento eso que una vez él dijo, “que en Cuba no se trata de una entrega de antorcha de una generación a otra”, sino de estar todos unidos en función de seguir adelante con nuestra Revolución».

Camino a Santiago

Rosa Miriam Elizalde - Cubadebate.- Hay una imagen recreada por Margarita Yourcenar en uno de sus libros que me gusta mucho. Habla de ciertas tribus nómadas del Amazonas en la que los indios, al marcharse de los lugares donde han sido felices, cargan consigo unos manojos de juncos que utilizan en cestería y cuya virtud principal consiste en exhalar, si el tiempo es de lluvia, el olor que fue suyo meses y años atrás, cuando todavía eran verdes y frescos a la orilla de los arroyuelos.

Voy camino a Santiago de Cuba y la hierba mojada del amanecer, la humedad que atraviesa las casas y los perros, el camino y el ganado, el árbol y la carreta del campesino, tienen la virtud de esos juncos que describía Yourcenar. Pasan por mi mente, como en una película hecha con retazos de memoria, momentos de mi vida anudados a la de Fidel y descubro, como todos los cubanos a los que conozco, que no podría llevar el hilo de mi biografía sin su presencia.

Para empezar, oí hablar de él cuando ni siquiera sabía el sentido de las palabras. En Sancti Spíritus, donde nací, la Revolución cambió “todo lo que debió ser cambiado”, como dice Fidel en su famosa definición. Mis padres se conocieron en un trabajo voluntario. Mi hermanos mayores salieron por primera vez de la Villa para estudiar en La Habana, mi abuela y mis tías se matricularon en las Escuelas “Ana Betancourt” y yo aterricé en el Círculo Infantil “Verdes primaveras”, que estaba frente a mi casa y tenía los juguetes y los columpios más primorosos que un niño podría soñar. Participamos, más que en un cambio dramático del destino familiar, en un movimiento de palpitación que se prolongaría muchísimo más allá del instante en que la Caravana del Ejército Rebelde se detuvo en el Parque Serafín Sánchez y franqueó el puente sobre el río Yayabo.

Iba en brazos de mis padres a las movilizaciones en la agricultura, a las marchas y concentraciones, pero tuve conciencia de lo que era participar políticamente en algo a los cuatro años. Un terremoto había devastado a Perú y en todas las plazas del país se escuchó el discurso del Comandante pronunciado en la Plaza de la Revolución, donde llamaba a donar sangre voluntariamente y preguntaba a cada ciudadano su disposición de compartir con los damnificados una libra de azúcar, de aquellas que adquiríamos por la “libreta” –los alimentos subsidiados que recibían todas las familias en Cuba y que nos salvó de la hambruna que dictaban los documentos oficiales del gobierno de Estados Unidos-. Esa canasta básica incluía cosas que un economista pragmático podría considerar prescindibles, como tres juguetes al año para cada niño y el chocolate “Pionero”, que tanto me gustaba. En el Parque Serafín Sánchez, por donde ayer pasó la Caravana que lleva las cenizas de Fidel, me veo niña levantando la mano ante la petición del líder que suena por los altavoces y, a partir de ahí, ya tuve cierta conciencia de que yo formaba parte de algo más grande que los límites conocidos de mi propia familia.

Mientras desfilan los árboles y los postes del tendido eléctrico en los bordes de la Carretera Central, por donde vamos ahora, hay una procesión de recuerdos en paralelo que me llevan de la adolescencia a este punto en el camino a Santiago. Reconozco que no hay un solo hecho trascendente en mi vida personal que no esté anclado a un proyecto, un discurso, una marcha, una comparecencia por la televisión o una llamada teléfonica de, o a nombre de, Fidel. El ejercicio del periodismo, que nos convierte en testigo de muchas cosas –algunas no deseadas como este funeral-, ha significado para mi generación profesional la posibilidad de verlo, de tocar su mano, de reconocer sus diferentes tonos de voz, desde el exaltado hasta el susurro, pero la cercanía física con los periodistas no era otra cosa que una vía para acortar la distancia con el pueblo, una categoría sin fronteras geográficas y una vocación a la que él le dedicó cada minuto de su existencia. Por el pueblo -sea este el de una Villa como la mía o un continente- había que intentarlo y construirlo todo de nuevo si era preciso, nos dijo una vez. Con gente así cualquiera siente que la fraternidad es posible, que los hombres pueden volver a ser los niños que han sido y que no solo nuestro jardín, sino este planeta, puede tornarse en una casa habitable para todos los que respiramos en él.

Solo eso explica las multitudes adoloridas que estamos viendo, las lágrimas y las reacciones al paso de la caravana con la urna que guardan sus restos. Ahora mismo, mientras escribo, pasamos por Jatibonico y desde la ventana del ómnibus veo las imágenes repetidas de Fidel, las banderas colgadas en los portales, crespones negros en los árboles, transeúntes silenciosos. Hace unas horas que pasó el cortejo fúnebre y lo que nos dice este paisaje todavía en duelo es que ese pueblo ancho del que les hablo, esa patria martiana que es sinónimo de humanidad, percibió perfectamente que él amaba al prójimo más que a sí mismo, con lo cual superó el más difícil de los mandamientos cristianos. Y la gente diversa y humildísima de Cuba y del mundo ha reaccionado en consecuencia.

Como pasa con el olor de los juncos que guarda la memoria de aquellas tribus del Amazonas, este entorno activa en mi recuerdo el 25 de diciembre de 2010, durante una visita que hice a su casa en compañía de un invitado suyo, José Pertierra. En la salita minúscula que ha fotografiado tantas veces Alex Castro, el tema principal era la epidemia de cólera que hacía estragos en Haití. Fidel se comunicaba de tanto en tanto con la brigada médica cubana, en particular con un grupo de graduados de la Escuela Latinoamericana de Medicina, que recorría zonas a donde no había llegado ninguna expedición sanitaria y que llevaba a cuestas un hospital de campaña.

El Comandante hacía todo tipo de preguntas sobre los habitantes del lugar: quiénes vivían allí, qué enfermedades padecían, si tenían alguna instrucción, que comían, cuántos niños, ancianos, mujeres embarazadas; si el río tal o más cual era caudaloso, qué vegetación, qué temperatura, cómo afectó el terremoto del año anterior… La brigada llevaba poco tiempo, pero era evidente que se había preparado para el duelo con un curioso insaciable. El teléfono tenía el altavoz activado y seguíamos el hilo de la conversación, en presencia de Dalia, la esposa de Fidel. En lo que parecía ser el cierre del diálogo, él quiso saludar, uno por uno, a los integrantes de la brigada y comenzó otra ronda de preguntas. Escuchamos varios acentos latinoamericanos que hablaban de su familia, el pueblo donde nacieron, los sueños de regresar a trabajar a su país. Entonces aparece una nueva voz, notablemente emocionada: “¿De dónde eres, mijo?” De Bolivia, responde el muchacho tras una pausa larga: “De Valle Grande, Comandante. De La Higuera… donde mataron al Che…” A partir de ese momento no pudo pronunciar más palabras.

Nunca olvidaré la expresión en la cara de Fidel, un gesto entre la incredulidad y la gratitud, como si un milagro de ese calibre –un médico de La Higuera formado en Cuba y salvando vidas en Haití, exactamente como habría querido el Che– se lo debiéramos a otra persona que no fuera a él mismo.

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