Liudmila Peña Herrera – Juventud Rebelde.- Si en este preciso instante a usted le fuera obsequiada la oportunidad de volver a ser un niño o una niña, y —para mayor suerte suya— encontrara en los periódicos la información de que hoy se celebra su día, ¿qué regalo, qué deseo pediría? Piénselo detenidamente.


Seguro no exigiría que le soltaran la mano para irse a saltar y corretear por todo el parque, por aquello de «para que duren más los zapatos». Tampoco querría sentarse en la yerba, porque pican las hormigas y se llena la ropa de mugre; o hacer paradas de mano por la posibilidad de romperse un hueso o buscarse un buen chichón.

Con esa estatura suya y la experiencia adquirida durante cada uno de los días de los niños en que ha intentado que sus hijos lo disfruten —junto a la práctica de sentarse permanentemente frente a una calculadora (ya sea mental o digital) para solucionar las necesarias cuentas que esa jornada demanda— probablemente no pediría que le regalaran el cachorrito prometido el año pasado, ni que le dejaran estar un poco más frente a la jaula de los leones.

Creo que la lista de los deseos que usted anotaría, quedaría, según sus propias experiencias, más o menos de esta forma:

1. Que alcance la malta y los termos no vengan «bautizados».

2. Que no vendan las mismas galletas dulces de bajo costo de siempre y que no estén revendiendo lo que se debe ofertar con suficiencia (sorbetos, chupa-chupa, caramelos de buena calidad, galleticas de soda o con crema). O sea, todo lo que a veces se pierde hasta de las tiendas recaudadoras de divisas.

3. Que haya sombra en los parques infantiles y no sea necesario pasarse el día haciendo colas para montar en los aparatos eléctricos o para comprar helado (teniendo que estar al lado de los padres, como si uno fuera un cupón para que les vendan).

4. Que los vendedores por cuenta propia —y a veces ilegales— de pelotas inflables (con las que uno solo sueña, porque cuestan de 3.00 CUC para arriba) y los carritos de 1.00 CUC que «vuelan» de las tiendas, pidan prestada la vergüenza y no les restrieguen los juguetes en la cara a los niños para que empiecen a gritar, sobre todo si los padres no tienen presupuesto contra el desparpajo.

Y por último, aunque no menos importante:

5. Que a mis padres no se les ocurra ponerme otra vez aquella ropa de última moda, pero tan calurosa e incómoda que no pude jugar a mis anchas ni recostarme a un tronco ni tirarme en el suelo, como los otros muchachos.

En fin, si le dieran la posibilidad de ser «chiquito», o «chiquita», y le prometieran que todo lo que pida hoy se le va a cumplir, como si en el Día de los niños llegara el hada madrina, usted también hablaría de magos y payasos —vamos, ¡que no todo puede tratarse de la economía!— de tesoros escondidos, de concursos de disfraces, de competencias deportivas, acampadas familiares o viajes a la playa. A lo mejor hasta preferiría la piscina.

Puede ser que me equivoque, y usted haya tenido en mente otras pretensiones. Quizá sus experiencias hayan sido mejores que las de muchos adultos que sirvieron de ejemplo e inspiración para toda esta plática. Si es así, ¡mejor!, maravilloso. Eso indica que se puede, y que el Día de los niños es de ellos, para que brinquen, se diviertan, socialicen y vuelvan a casa con nuevas aventuras.

Si estuve en lo cierto, entonces ojalá que el próximo año los «niños grandes» que leen este periódico puedan contar historias diferentes que sirvan de sustento para otra crónica de domingo.

 

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