Marta O. Carreras Rivery - Cubadebate.- El arte es tan antiguo como el hombre. Nace de la necesidad de provocar emociones fuertes que queden grabadas en la mente.


Los humanos nos movemos alrededor de los temas que nos aquejan; los artistas tienen el don de convertirlos en pretextos para la creación. Su misión es convocatoria hacia lo nuevo.

Así las cosas, el hambre podría haber sido la inspiración de las pinturas de fabulosas cacerías que han llegado hasta nuestros días encontradas en cavernas cuando el hombre era apenas una débil criatura erguida, cuya única posibilidad de supervivencia estaba en la capacidad de conectar sus experiencias con emociones para unir a sus semejantes en la alegría, sus miedos y la acción. Y lo sigue estando.

El arte es pensamiento, por eso no será jamás ingenuo; es intrínseco a la capacidad mental del hombre y aunque no todos tengamos la aptitud para crearlo, sí tenemos la posibilidad de descodificar sus mensajes. No por casualidad, los ejércitos han marchado siempre a sus guerras con banderas, símbolos y cantos.

Pero el arte no es la realidad. La realidad está más allá de la conciencia humana y en el marco estrecho de esta última, el arte es apenas una visión, acaso una pincelada sobre algún aspecto que invoca, de ahí su diversidad, sus contradicciones, su incompleto parecer, y también su valor. Sin emoción, no hay arte verdadero.

La historia nos demuestra que los momentos de cambio son los más prolíferos para el arte por el caudal de contradicciones que genera. El arte nos señala luces y sombras de cada momento; de ahí que política y arte son ineludibles complementos para el parto de lo necesario y lo nuevo mejor.

No todos los humanos podemos ser artistas, pero todos tenemos la capacidad de traducir lo que vemos o escuchamos en una propuesta artística, más rica o no según nuestra vivencia y cultura, nuestra concepción del mundo, nuestros sueños, lugar y las metas que nos proponemos alcanzar.

Los seres humanos somos perecederos; el tiempo reconfigura los paisajes físicos y humanos; pero el arte que se genera en cada época es lo que nos conecta en el tiempo.

Según Guillaume Apollianaire, uno de los precursores de la vanguardia artística de finales del siglo XIX e inicios del XX, “la humanidad del mañana se imaginará a la humanidad de hoy según las representaciones que los artistas le habrán dejado”. De ahí el valor de la investigación histórica y biográfica que acompaña cada obra, más valiosa si su mensaje es capaz de llegar al público presente.

Era primavera en Moscú cuando hace 21 años pisé por primera vez tierra rusa y apenas llegar, visité con mi esposo y mi hijo pequeño de tres años, la galería Tretiakov.

Emocionada ante la posibilidad de ver con mis propios ojos la obra del pintor ruso Vasili Vereschaguin, deseaba experimentar por mí misma el misterio que inspiró a José Martí a describir con tanta precisión y visión de futuro, el carácter nacional del ruso sin haber visitado Rusia, teniendo como referencia lecturas y contactos con emigrados de esa nación con quienes coincidió en Estados Unidos, ideas que catalizaron en una muestra expositiva del pintor ruso en Nueva York en 1888, cuya crítica fue la última que José Martí publicó en la página cultural del diario argentino La Nación.

Crecida en una familia que tenía por referente ético a José Martí y por sentido de la vida, la causa de la independencia y soberanía de Cuba, con mucha frecuencia mi madre nos introducía en lecturas de la obra martiana y nos convidaba a interpretarlas.

Aún sin entenderlas completamente, me despertaban la necesidad de ser justa, como camino para llegar a ser una buena persona, de modo que el día de nuestra primera visita a la Tretiakov, di gracias a la vida por semejante oportunidad.

Habíamos recorrido el museo hasta llegar a la última planta y encontrarnos con la inmensa sala que fue la delicia de nuestro hijo, quien corrió hasta el fondo para observar de cerca el gran lienzo de Víktor Vasnetsov con la imagen de los tres Bogatyrs –se dice que la forma de los tres semi arcos de la entrada de la galería Tretiakov semeja la composición del cuadro de los tres héroes míticos con sus cascos y armaduras-, así como otras de sus pinturas a los lados del pasillo:

Alenushka, la niña arrodillada a la orilla del lago; La dama de las nieves; Iván Zarevich con su amada cabalgando sobre el lomo de un lobo gris; la famosa pintura de los tres ositos jugando en el claro de un bosque de pinos del afamado paisajista Iván Shishkin y su amigo Konstantín Savitskiy, imagen que cubrían los exquisitos bombones rusos que saboreé por primera vez en Cuba siendo niña y que gentilmente nos regalaba Nina, la mamá de Kolia y Sasha, esposa un asesor militar soviético que vivía al lado de nuestra casa en el reparto Kohly.

Con gran satisfacción por ver que mi pequeño hijo era capaz de disfrutar en el museo, al llegar a esa sala nos detuvimos frente a cada cuadro. Me complacía recordarle pasajes de los cuentos y las leyendas que le había leído en aquel libro que conservaba de mi niñez titulado Cuentos y leyendas de los pueblos de la URSS, con sus magníficas ilustraciones en colores y que ahora tenía la posibilidad de verlas en original.

Juany asentía interesado y risueño hasta que, al llegar al final del salón y doblar a la derecha, llegamos, al fin, a la sala Vereschaguin, propósito central de nuestra visita.

Mi niño, quien hasta un momento antes había estado feliz, se detuvo en seco y segundos después nos dijo con voz suplicante: “Mami, papi, por favor: vámonos de aquí. Tengo miedo”. Colocó sus bracitos sobre el estómago y se dobló hacia adelante, como si la imagen le hubiera provocado repentinas náuseas.

Confieso que mi incultura y mi falta de conocimiento del idioma ruso, no me permitió prever a lo que enfrentaría sin querer a mi hijo: sus ojos habían chocado con el famoso lienzo La apoteosis de la guerra, pirámide de cráneos humanos donde revolotean cuervos sirviéndose de sus despojos, cuadro que en visita posterior, pude ver con la asistencia de una guía, lo que el propio autor escribió en el lado izquierdo de marco: “Dedicado a todos los grandes conquistadores: pasados, presentes y futuros”.

La apoteosis de la guerra, es una obra de Vasily Vereshchagin, es considerado uno de los alegatos anti-belicistas más potentes de la historia del arte.

Aquel día entendí con claridad, como ser humano común sin formación artística, el valor trascendente del arte e imaginé el impacto que pudo ocasionarle al Héroe Nacional de Cuba, la creación más horrible del hombre: la guerra, justo en el momento en que él aunaba voluntades y recursos para organizar la Guerra Necesaria que sacudiría a Cuba del oprobioso yugo colonial español, al tiempo que debía evitar con la independencia de Cuba, el peligro mayor que se le cernía con las apetencias del poderoso vecino del Norte que la codiciaba.

Cuando en 1994 se estrenó en Cuba el filme Fresa y Chocolate de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, obra que generó un debate a nivel nacional que llegó al seno de la familia cubana sobre el respeto a la diferencia, tomando como pretexto el homosexualismo del protagonista y tocando además otros temas que pesaban sobre la vida de los cubanos que los más jóvenes desconocíamos pero de los que nuestros paradigmáticos padres fueron cómplices conscientes o inconscientes por prejuicios arraigados, desconocimiento y también negación a reconocer las imperfecciones de la propia obra revolucionaria a la que habían dedicado corazón y vida, la sociedad que sobrevino después y en la que crecieron mis hijos, a pesar de las enormes carencias del momento, fue mejor y más inclusiva.

Doy gracias a la memoria de ambos cineastas y a todos los que la hicieron posible, por su aporte a Cuba y a los cubanos, con su auténtica y válida manera de hacer revolución desde el arte.

Por eso y por muchas experiencias personales que no alcanzaría jamás a escribir, yo creo en la necesaria libertad de creación que ha de asistir al artista para hacer arte verdadero, que nos enfrente a nuestras limitaciones humanas y nos sacuda en nuestras miserias para impulsar la reflexión que nos obligue a ser mejores.

Las masas podremos aceptar o no sus propuestas, consumirlas o no; pero tendrán el valor de señalar caminos o abismos. Sólo trascenderá en el tiempo lo verdaderamente valedero y mejor para los pueblos, aunque nos resulte incómodo en el presente.

Para alguien como el Che, paradigma de revolucionario, hombre cabal que puso en juego su vida para probar sus ideas y predicó siempre con el ejemplo personal, el pecado capital de un artista verdadero es el de no ser un auténtico revolucionario.

En su ensayo El socialismo y el hombre en Cuba, escribió: “Las probabilidades de que surjan artistas excepcionales serán tanto mayores cuando más se haya ensanchado el campo de la cultura y la posibilidad de expresión.

“Nuestra tarea consiste en impedir que la generación actual, dislocada por sus conflictos, se pervierta y pervierta a las nuevas. No debemos crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni becarios que vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas. Ya vendrán los revolucionarios que entonen el canto del hombre nuevo con la auténtica voz del pueblo”.

 

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