Resulta, pienso, de permanente utilidad el mensaje claro, directo y bien estructurado del guion de Jaime Fort. Imagen: Luis Silva Pánfilo/ Facebook.


Delia Proenza - Cubadebate

“Pánfilo se fue del aire, no lo vas a ver más”, me dijeron dos días antes de que el humorístico televisivo de mayor teleaudiencia en Cuba apareciera en nuestras pantallas con una entrega inusual.

Como para remachar, el programa se presentaba con uno de los temas más álgidos en cualquier sociedad: la crítica (en el arte), por lo que, tratándose de un país cercado política y económicamente, y sumergido en su peor momento de enfrentamiento a la COVID-19, dudo que muchos lo esperaran.

Resulta, pienso, de permanente utilidad el mensaje claro, directo y bien estructurado del guion de Jaime Fort, que apoyan exitosamente los artistas, incluido Rubén Darío Salazar, actor, titiritero y director de Teatro de Las Estaciones, de Matanzas, quien ha merecido el Premio Nacional de Teatro y se las ingenia para resultar tan creíble como gracioso.

Lo que arranca con una crítica al reunionismo, ese mal al que tanta condena se le ha proclamado, pero que perdura con fuerza en Cuba, pronto se convierte en un show, a partir de la encomienda de Leopoldino, representante del barrio, para que los vecinos conciban una obra de teatro.

El propósito es presentar la pieza en el simposio Ventajas de la solidaridad y la buena convivencia dentro de la comunidad. Por sugerencia de Isidoro, el más joven de los reunidos en casa de Pánfilo, se acuerda darle un corte humorístico, y desde entonces solo se verán los intentos de Leopoldino y de su superior, Leoncio, por conseguir que la obra no refleje los problemas de los vecinos en su vida diaria, so pena de ser malinterpretados por una representante de Cultura que asistirá al ensayo. “¿Para qué meternos en candela?”, argumenta Leoncio.

“Ese es el problema; sí, porque cuando se mezcla el humor con la actualidad el resultado, algunas veces, es el ‘choteíto’, la burla, ¿usted me entiende? Empiezan a entronizarse estereotipos, se ridiculizan determinados patrones y se abusa de lo peor de todo: la crítica”, dice este último directivo ante la mirada recelosa de Pánfilo, quien defiende la crítica dentro del humor alegando que ayuda a desenmascarar problemas serios de la sociedad y emite un mensaje que hace reflexionar a las personas.

“A ver, no es criticar por criticar, es criticar a las personas que trabajan mal y que están cuidando su puesto”, remata el anciano, en clara alusión a ellos dos, en primerísima instancia. “Anota eso”, le dice el superior a Leopoldino, medio anonadado. Ambos aparecen como incapaces de pensar por sí mismos y desconocedores de vocablos que emplean al hablar. No menos mal parada quedará la funcionaria visitante.

Con esa esencia permeando todo transcurre lo que sigue: la visita anunciada que los de “arriba” se empeñan en presentar como improvisada, los intentos de ambos para que el asunto no se les “vaya de las manos”, los esfuerzos de los vecinos por “divertirse”, “darle rienda suelta a esa creatividad”, pero, sin olvidar “ciertos detallitos”, encargo del que solo Pánfilo tiene conocimiento, debido a que con la algarabía los demás no lo escucharon.

En un espectáculo divertido cuando cada quien representaba con un títere a su personaje, y medio confuso cuando unos asumían los roles de otros, la obra termina en discordia y desunión. Tal y como sugirió el maestro de teatro, ante el olvido de los parlamentos echaron mano a la improvisación, que los llevó a ver en el otro no precisamente sus virtudes, sino sus defectos, y a exponer sin recato cada singularidad del barrio.

A juzgar por el guion parecería que se habla solo de arte, pero nadie es tan ingenuo como para suponer que no se alude a la sociedad toda. Para empezar, lo que debe romperse en casa de Pánfilo, a modo de situación desencadenante de la obra, no es ni la cocina cubana, ni la lavadora rusa ni el ventilador chino, sino el radio americano.

Tampoco pueden aparecer sus precariedades de señor de la tercera edad, porque entonces en lugar de hacer reír podría hacer llorar. Ni mencionarse un apagón, sino otros sustantivos menos problemáticos, como “una avería o una reparación programada”. Ni cantar El manisero, que al final nadie entiende “para dónde se va”.

El tema del ejercicio de la crítica en Cuba no es nuevo en absoluto. Tal derecho, tanto en el arte como en la prensa o en la vida cotidiana, lo han defendido, con mayor o menor vehemencia, los tres mandatarios de la nación luego del triunfo revolucionario. Más que la crítica en sí misma, se trata de la necesidad, en el plano macro, de procurar por medio de ella una mejoría para la sociedad en su conjunto y para cada uno de sus ciudadanos.

En su discurso de clausura del VIII Congreso del Partido, el presidente cubano y Primer Secretario de la organización, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, apuntaba: “La Revolución no solo no le teme al pensamiento creador, sino que lo aúpa, lo cultiva, abre campos para su crecimiento y desarrollo, lo reconoce y se nutre de sus aportes”.

De más está decir que su acción misma calza esa visión, sobre todo ahora, que todo interés individual deberá estar en función de un fin mayor: el interés del país, pero sin dejar de ver en el bosque, como diría él, también los árboles.

Si queremos ir más allá, tengamos presente la respuesta de Fidel a Ignacio Ramonet en aquella entrevista memorable a inicios de la década del 2000: “Todo es mejor que la ausencia de crítica”, una máxima que en modo alguno se circunscribe a la prensa y la creación artística, sino que debería aplicarse a cada fenómeno de la realidad.

(Tomado de Escambray)

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