La pupila asombrada - Foto: Estudios Revolución


La gloria de Martí y de Fidel

Luis Toledo Sande

La Jiribilla

Puede ser estimulante buscar y encontrar huellas textuales de José Martí en Fidel Castro, ya sea con citas al pie de la letra, paráfrasis, reminiscencias apenas perceptibles, asimilaciones decantadas o apropiaciones como la del título del presente artículo. Sin embargo, la mayor y más determinante continuidad entre ambos líderes revolucionarios se afianzó más allá de la palabra, aunque ella, como vehículo para expresar y plasmar ideas, desempeñe un papel relevante.

Ni siquiera habrá que forzar comparaciones de temperamentos que, por encima de afinidades, presentan las diferencias naturales de dos personalidades fuertes, con luz y grandeza propias. Si hay vertientes que testimonian la identificación del Comandante con el Maestro —identificación que él mismo reconoció—, fueron las tareas que ambos acometieron como objetivos de sus vidas, la entrega a su pueblo y la ética como guía vertebral de sus actos y de su conducta.

Lectores voraces los dos, Fidel pudo haber escrito de sí palabras con que Martí se autocaracterizó en uno de sus numerosos apuntes: “Napoleón nació sobre una alfombra donde estaba la guerra de Europa./ Yo debí nacer sobre una pila de libros”. Pero Martí mismo plasmó en otro apunte una confesión que complementa la citada y es igualmente válida para ambos revolucionarios: “El libro que más me interesa es el de la vida, que es también el más difícil de leer, y el que más se ha de consultar en todo lo que se refiere a la política, que al fin y al cabo es el arte de asegurar al hombre el goce de sus facultades naturales en el bienestar de la existencia”.

“Yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”.

Cuando a raíz de los acontecimientos del 26 de julio de 1953 Fidel Castro declaró que habían tenido como autor intelectual a José Martí, se basaba en lo que este seguía significando para la dignificación de Cuba. Su plan emancipador incluía erradicar las lacras heredadas de la colonia y forjar una república moral que representara los derechos del pueblo y la garantía de los más elevados ideales humanos: “Yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”, afirmó Martí en su discurso del 26 de noviembre de 1891, conocido como “Con todos, y para el bien de todos”.

Martí, en otra de sus joyas oratorias, la del 24 de enero de 1880, expresó: “Ignoran los déspotas que el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones”. Por su parte, en “La historia me absolverá” —alegato con que Fidel ejerció su autodefensa en el juicio que se le impuso como jefe de la acción armada de aquella fecha en Santiago de Cuba y en Bayamo— este definió claramente qué entendía como pueblo “si de lucha se trataba”. Evidenció un pensamiento que tenía en Martí una fuente decisiva, afincada en la voluntad —práctica, no simple teoría— de echar la suerte con los pobres de la tierra.

Tales aspiraciones ni siquiera podían entenderse, mucho menos ser planteada su realización, sin partir del plan mayor que Martí había abrazado cuando las fuerzas mambisas debían derrotar al ejército español para que Cuba alcanzara su independencia política. El creador del Partido Revolucionario Cubano y organizador de la Guerra de 1895 tenía claro cuál era su deber mayor, y así lo resumió en su carta inconclusa a Manuel Mercado el día antes de caer en combate: “Impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso”.

La frustración temporal de esa meta —ya muerto Martí, y con la intervención estadounidense que él se había propuesto impedir— significaría el desequilibrio mundial que los Estados Unidos buscaban provocar y finalmente capitalizaron. Esa tragedia haría aún más complicado alcanzar la república moral por la que luchó el héroe de Dos Ríos, y que fue suplantada por la república neocolonial, corrupta, que se constituyó en 1902 bajo injerencia yanqui.

Después del golpe de Estado que Fulgencio Batista perpetró el 10 de marzo de 1952, y sobre todo por la realidad que la dominación imperialista impuso —con empleo de esbirros vernáculos—, esa república mediatizada había desembocado en el régimen sangriento contra el cual se alzó en 1953 la vanguardia de la Generación del Centenario martiano. Su conmemoración, ese mismo año, activó resortes emocionales que propiciaban subrayar la presencia del legado de Martí en aquella acción y en el pensamiento que la definía. Pero esa presencia era un hecho esencial, con raíces en la consecuencia revolucionaria signada por la ética.

Sobre esa base, no a la inversa, se explican las expresiones textuales del abrazo de Fidel Castro al ideario martiano. El propio título del alegato citado remite al discurso que Martí pronunció el 17 de febrero de 1892, conocido como “Oración de Tampa y Cayo Hueso”, que termina con esta exclamación: “¡La historia no nos ha de declarar culpables!”.

La irrupción de textos de Martí en los de su continuador no fue, ni podía ser, la de una indagación acometida con mero sosiego académico. No pocas veces, más que la cita literal, asoma una asunción orgánica, fruto de la apropiación a base de memoria, o de corazón, como se dice en otras lenguas. Tal es el caso de una idea de Martí resumida por Fidel con sesgo aforístico, tan caro a la oratoria persuasiva y particularmente a Martí, que campeó en ella.

Al tomar como norma de vida —más que mera cita— un fragmento de la carta de Martí al general Antonio Maceo del 15 de diciembre de 1893 —“Yo no trabajo por mi fama, puesto que toda la del mundo cabe en un grano de maíz”—, Fidel replanteó la sintaxis para concentrar la idea, y dejó la frase en sus términos esenciales: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”. Se está, pues, ante una idea que viene de Martí, pero la cita es propiamente de Fidel, quien, al tiempo que escogió un concepto de la gloria identificable con la fama a la que se había referido Martí, parecía estar creando anticuerpos contra la posible vanidad, asociable a la gloria que asedia a héroes y, en general, a seres humanos extraordinarios.

“Un pueblo como este merece un lugar en la historia, un lugar en la gloria”.

Pero también el Comandante sabía que la gloria era, es, un concepto mucho más abarcador y elevado que la fama. Por eso sostuvo acerca de su pueblo, en circunstancias difíciles, un juicio como el siguiente en su discurso del 1ro. de mayo de 1980 en la Plaza de la Revolución José Martí: “Sin demagogia, sin propósito de halagar, sino como expresión del más profundo, sincero y emocionado espíritu de justicia, me atrevo a decir que un pueblo como este merece un lugar en la historia, un lugar en la gloria. ¡Que un pueblo como este merece la victoria!”.

Martí y Fidel encarnaron una gloria que solo puede explicarse por la entrega de ambos a la lucha patriótica y revolucionaria, antimperialista y, por tanto, al servicio del pueblo. Con esa dimensión gloriosa siguen ambos iluminando el camino para mantener la independencia y la libertad que la victoria del 1ro. de enero de 1959 aseguró como logro ascendente, y para conservar la brega en la construcción de la república moral, un reclamo de primer orden que perdura desde los cimientos cotidianos hasta lo grandioso decisivo.

 

El profeta y las lecciones de la historia

Fidel viene del futuro porque allí habita, ese lugar donde convergen los mejores sueños y esperanzas de la humanidad

Raúl Antonio Capote

Granma

Tal parece que está aún en su mesa de trabajo, siguiendo con vista de águila los acontecimientos recientes en Europa, la escalada de la guerra en Ucrania, el resurgir del fascismo y los peligros que acechan a la especie. Foto: Estudios Revolución

Viajar al futuro y regresar para alertarnos de la trampa, de la posible emboscada, del cambio de curso de la política de tal y más cual estratega o país, para advertirnos de los daños irreparables a la naturaleza, para regalarnos optimismo y fe a raudales, no era suficiente para quien cabalga un sueño tan grande y puro.

Llevaba en la frente el beso del Apóstol y en la mano la alquimia para sanar cualquier injusticia. Veía más porque miraba más lejos. Los horizontes convergían en su voluntad de hacer y vencer cualquier contratiempo.

No ser perfecto le hizo perfecto para su pueblo, que ante cualquier duda buscaba la palabra precisa y afirmaba, con absoluta convicción: «lo dijo Fidel».

No hacía predicciones, no era hechicero o brujo, aunque a veces lo creyéramos por su poder anticipatorio; era un revolucionario y un genial estadista, un observador y estudioso consagrado de las realidades de este mundo.

Pero, cómo no creer en sus dotes de adivino, cuando vislumbró la futura victoria de la Revolución en aquel encuentro en Cinco Palmas, o advirtió del reto que significaba esa victoria, y la dura lucha que vendría después del triunfo.

También advirtió del cambio climático y de la amenaza de una guerra nuclear o del fin de la Unión Soviética. Muchos no le creyeron, su pueblo sí.

El actual escenario mundial nos lleva otra vez a sus palabras, alertándonos sobre el papel de la otan, cuando dijo, en una de sus reflexiones, que «esa brutal alianza militar se ha convertido en el más pérfido instrumento de represión que ha conocido la historia de la humanidad».

Sobre la organización guerrerista también señaló: «Muchas personas se asombran al escuchar las declaraciones de algunos voceros europeos de la otan, cuando se expresan con el estilo y el rostro de las ss nazis».

Predijo, digámoslo así, la decadencia económica y política de occidente frente al protagonismo de Rusia y China.

«El imperio de Adolfo Hitler, inspirado en la codicia, pasó a la historia sin más gloria que el aliento aportado a los gobiernos burgueses y agresivos de la otan, que los convierte en el hazmerreír de Europa y el mundo, con su euro, que al igual que el dólar no tardará en convertirse en papel mojado, llamado a depender del yuan y también de los rublos, ante la pujante economía china estrechamente unida al enorme potencial económico y técnico de Rusia».

Cuando se cumplía el aniversario 67 de la victoria sobre el nazifascismo, escribió, en una de sus reflexiones: «Los yankis y los ejércitos sanguinarios de la otan seguramente no podían imaginarse que los crímenes cometidos en Afganistán, Iraq y Libia; los ataques a Pakistán y Siria; las amenazas contra Irán y otros países del Medio Oriente; las bases militares en América Latina, África y Asia; podrían llevarse a cabo con absoluta impunidad, sin que el mundo tomara conciencia de la insólita y descabellada amenaza».

Creía firmemente en la capacidad de la Federación de Rusia para ofrecer respuesta adecuada y variable a los más sofisticados medios convencionales y nucleares del imperialismo, y vencer, certidumbre que debió servir de consejo a los que baten hoy los tambores de la guerra contra ese país.

Alertó sobre el peligro de una guerra en la península de Corea, la que consideró uno de los más graves riesgos de guerra nuclear después de la Crisis de Octubre en 1962, un riesgo que sigue vigente.

«Si allí estalla una guerra, los pueblos de ambas partes de la Península serán terriblemente sacrificados, sin beneficio para ninguno de ellos», previno.

El 21 de marzo de 2012 escribió una de sus más proféticas reflexiones: Los caminos que conducen al desastre. En ella expresó su preocupación sobre el agravamiento de la crisis de supervivencia de la especie humana.

«Cuando expresé, hace 20 años, en la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo en Río de Janeiro, que una especie estaba en peligro de extinción, tenía menos razones que hoy para advertir sobre un peligro que veía tal vez a la distancia de 100 años».

Entonces recordó ese día en Río, cuando los líderes mundiales presentes aplaudieron, quizá solo por cortesía, sus palabras, y «continuaron plácidamente cavando la sepultura de nuestra especie».

Su pregunta, centro de la reflexión, nos interroga aún: «¿Alguien piensa acaso que Estados Unidos será capaz de actuar con la independencia que lo preserve del desastre inevitable que le espera?».

Convencido, respondió: «Por mi parte, no albergo la menor duda de que Estados Unidos está a punto de cometer y conducir al mayor error de su historia». Y selló ese escrito con una lección: «Si no aprendemos a comprender, no aprenderemos jamás a sobrevivir».

Tal parece que está aún en su mesa de trabajo, siguiendo con vista de águila los acontecimientos recientes en Europa, la escalada de la guerra en Ucrania, el resurgir del fascismo y los peligros que acechan a la especie.

Fidel viene del futuro porque allí habita, ese lugar donde convergen los mejores sueños y esperanzas de la humanidad.

 

Lo que tiene Fidel

Lo que tenía Fidel, lo que tiene, es su fidelidad al pueblo: el respeto a los pactos y las promesas, la consulta de las grandes decisiones, el sacrificio de una vida entera en favor del reino de los humildes de la Tierra

Yeilén Delgado Calvo

Granma

 

Bastan pocas líneas para trazar su perfil reconocible sobre el lienzo. Con solo unas palabras –verdeolivo, uniforme, botas, barba– el pensamiento remite a su estatura. Apenas un grado, Comandante en Jefe, es suficiente para llegar a la sencillez de un nombre que se tejió, límpido, en la complejidad de un país.

Fidel se dice, y es como si se estuviera diciendo además Revolución y Cuba, y como si se hablara de sucesivas rebeldías, y de la invitación a no dejar de cometerlas, para seguir fundando la herejía de una Patria socialista que cree que con todos es posible el bien de todos.

Fidel es Fidel para el yo y para el nosotros, para sus contemporáneos, para los que crecieron bajo su discurso estremecedor y pedagógico, y para aquellos que conocieron su barba ya blanca y aún así fueron testigos de la apostura de la Sierra.

Es él, sin parangones, también para los nacidos después del 25 de noviembre de 2016, cuando murió para seguir renaciendo en los ojos inteligentes de una niña que mira a la pantalla del televisor y dice «Fidel» con la ternura de quien reconoce a un ser querido.

Se hizo parte Fidel de ese patrimonio simbólico que nos asaeta y consuela. Y en presente nos seguimos preguntando ¿qué tiene que los imperialistas no pueden con él? Esos que militan en el bando del odio, los enemigos indignos, los adoradores del yugo, asisten atónitos y descreídos a la sobrevida de un hombre que entró por los portones agrandados de la historia.

Lo que tenía Fidel, lo que tiene, es su fidelidad al pueblo: el respeto a los pactos y las promesas, la consulta de las grandes decisiones, el sacrificio de una vida entera en favor del reino de los humildes de la Tierra.

Y, asimismo, la fe en esa misma gente, en su agudeza, en su capacidad de sostener grandes proyectos, de entender la justicia de una lucha atroz y sostenida contra el torcido «orden natural» del mundo.

Decía: «Los cubanos no han querido otra cosa sino que sean suyas las determinaciones que solo su conducta; ¡que sea suya, y solo suya la bandera de la estrella solitaria que ondea en nuestra Patria! Que sean suyas sus leyes, sus riquezas naturales; que sean suyas sus instituciones democráticas y revolucionarias; que sea suyo su destino»; y una nación entera entiende la grandeza, la necesidad, de seguir diciendo: ¡Patria o Muerte!

Lo que tiene Fidel es la sensibilidad del líder triunfante que honró a los caídos desde las horas iniciales del proyecto revolucionario, que cruzaba puentes en medio de ciclones tremebundos, que no dejaba de idear cómo sortear, desde la ciencia y desde la habilidad, todos los asedios.

Y tiene la monumentalidad de una obra aún inabarcada en su profundidad, de la que se extraen continuas lecciones de hidalguía: «Nuestra Patria ha vencido las pruebas más duras, hemos llegado hasta aquí, y seguiremos adelante, labrando nuestro futuro, sin que ninguna fuerza pueda doblegarnos, intimidarnos ni obligarnos a renunciar a uno solo de nuestros principios».

Lo que tiene Fidel es que desde ese pensamiento hondísimo nos habla y lo seguirá haciendo. Lo que tiene Fidel es el amor a la Isla, ese que ella le devuelve.

Cuba
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