Guillermo Carmona Rodríguez - Girón


A cada rato por las puertas abiertas de El Brown se asoma alguien. Visten chores de andar y chancletas y pulóveres viejos, como los que se ponen para dormir y que el aire del ventilador no te parta un pulmón. Parece como si al regresar de buscar el pan o de comprar cigarros se hubieran percatado de que necesitan un corte y ya esa barbería, aunque con menos de un año abierta, se ha transformado en una parte orgánica del barrio de La Marina, como si no pudiera estar en otro sitio que ahí.

Fotos: Raúl Navarro

Ellos observan si en la fila de sillas a un costado de la habitación esperan clientes; aunque todas estén ocupadas, igual le preguntan a Leodan “si tiene mucha gente delante”. Siempre queda la posibilidad de que sean socios suyos que están ahí para matar la mañana de un sábado.

Este levanta la mirada hasta ahora fija en cómo con la máquina define la patilla de un muchacho con trenzas. “Todos esos que están ahí y par de turnos más que vienen para acá ahorita”. Hoy es sábado y las personas descansan de sus trabajos y tienen un chance para arreglarse; además, la noche del sábado es de trampa y cacería en las praderas de bares y cuartos de alquiler. Hay que lucir y lucirse. Quizá por ello Leodan no da abasto para tantos clientes, y a algunos de los que echan un vistazo por las puertas abiertas del garaje les ha dicho que se den una vuelta por allí el lunes.

Una barbería no es solo una barbería. Sencillamente, no vas a rebajarte la barba o a raparte la cabeza, porque esos dos mechones a los lados con el vacío en el medio, como si fuera una pista de aterrizaje, ni pelo se le puede llamar; sino, que se convierte en tendedera para airear los trapos sucios —porque los hombres también disfrutan de los chismes como el que más— en foro de debate (desde el knock out de Matanzas a las Tunas hasta la última sesión de la Asamblea del Poder Popular) y en refugio cuando en la casa te espera el fregadero a reventar o la pelea por llegar tarde y con par de tragos de más, como nubarrones que se estancan en el techo de a poco desde la madrugada y pronto romperán en relámpagos y bronca.

Algunos de los que esperan su turno conversan acerca de las medidas que anunciaron antes de Año Nuevo con respecto a la economía cada vez más enredada del país: la dolarización del combustible, el alza de los precios. Debaten con ese fervor de los que no les interesa la política, pero no pueden evitarlo, porque les rodea por todas partes. Otros están absortos en el celular, y un padre intenta estar lo más quieto posible para que no despierte el niño que carga sobre su pecho. Suena en una bocinita un poco de moña.

El Brown se ubica en la barriada de La Marina. En un garaje en desuso montaron unos sillones criollos, armados con par de cabillas, unas tablas y cojines. Al frente de ellos, en un aparador se amontonan los utensilios en esa muestra de historia y modernidad en que se han transformado las barberías. Encima del mueble se encuentran las máquinas eléctricas de aluminio brillante, y al lado la navaja del mismo modelo que utilizan los barberos desde hace siglos atrás, cuando también sacaban muelas y realizaban sangrías con sanguijuelas.

Hasta ahí, El Brown pudiera pasar como otro cualquier establecimiento de su tipo que hallas por ahí: en un portal, en la sala de una casa. No obstante, a este negocio lo diferencia su decoración. Las paredes se encuentran cargadas de grafitis con ese peculiar estilo urbano que diferencia al hiphop.

Leodan me explica que el negocio lo idearon entre él y un primo. Este último siempre le descargó a esa onda e incluso lo llamaban Chris por el parecido que tenía con Chris Brown, un cantante. Entonces, cuando pensaron en abrir su negocio, buscaron en Internet diferentes diseños y hablaron con un artista plástico de la zona, Giorge Michel Milian —que dibujos suyos ya adornaban las fachadas de varias casas en la calle donde el Brown se ubica— para que los ayudara en la decoración.

Tanto el Chris como Giorge emigraron, y ahora Leodan y otro muchacho se encargan de sostener el lugar. Él me lo dice y observo un billete de a dólar con Washington y sus rizos que pegó con precinta a un espejo grande, colocado a su costado como un resguardo para que el dinero nunca deje de fluir.  

Si realizas un barrido con la mirada por los muros, encuentras raperos que han sido símbolos y signos del hiphop, desde Tupac, Snoop Dog o Ice Cube, o iconografía relacionada con esta cultura que, cuando no se comercializa, como sucede con todas, constituyen paradigma de la denuncia social y la lucha por los derechos humanos.

Hay una pintura grande en uno de los bordes del mural de una mujer con el cabello rizado y esponjoso que recuerda a la Estatua de la Libertad —la del parque de las aves sin compasión, no la de Nueva York— que encima tiene escrito Black Power. Reflexiono que, no obstante las lejanías geográficas y políticas, los afrodescendientes, tanto de aquí como de Estados Unidos, han atravesado un camino similar, repleto de discriminación e intolerancia.

Incluso, creo que la ubicación del Brown en La Marina, una barriada que en la historia de Matanzas siempre ha constituido un sitio desfavorecido, a pesar de su trascendencia artística, posee cierto paralelismo con los orígenes del hiphop que está en las zonas más pobres de las ciudades norteamericanas.

Las barberías no son solo barberías, sino también un sitio para tomarle el pulso a la sociedad, porque muchas veces en el corre-corre del sustento y el invento no hay tiempo para detenerse y hablar, solo hablar, aunque sea del próximo frente frío o la anterior noche de trampa y cacería.

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