Foto: Rafael Solís.


Arleen Rodríguez Derivet

Cubadebate

Fue bajo el sol del mediodía, en el panteón familiar, en el cementerio de Colón en La Habana. Sin ceremonias ni palabras. Solo flores, lágrimas, un largo aplauso y una voz que “A golpe de canción” elevó al viento su autor, Augusto Blanca, el trovador inseparable de Corina Mestre, la gran actriz que rompió los moldes de la escena, imponiéndose con su talento y su talante apasionado y sincero, porque la Gorda -como se dice cuando alguien desde la escena, te roba el alma- tenía bomba.

La muerte de Corina sorprendió a todos, incluso a los médicos que le habían practicado una reciente cirugía para extirpar un cáncer que, a pesar de su extensión, nunca pudo detener la infatigable y multifacética labor en los escenarios, las aulas y en la Uneac, de una actriz y educadora que predicaba con el ejemplo.

Las cenizas, dentro de una urna de madera con la bandera cubana tallada en el frente, las cargaba amorosamente su único hijo, Ernesto, junto a su padre, Jesús Lozada, escritor y médico.

De la familia más pequeña y cercana sólo faltó María Vilaboy, la madre de Corina, demasiado frágil a sus casi 90 años y devastada por el terrible hecho que no acepta.

La vi la noche anterior, sin fuerzas para levantarse de la silla del comedor de la casa, donde no había rastros siquiera de café. Con el alma del hogar ausente, era como si no importara nada más ni nadie más.

María es una linda mujer que recuerdo alta y que seguramente lo fue, aunque en ese instante me pareció pequeña, disminuida, encogida como solo el dolor de la mayor pérdida puede encoger a una persona.

En tono bajo se acercó para decirme que tiene mucha pena que no haya exequias ni homenajes. “Fue voluntad de Corina”, afirma. Detestaba los velorios y las solemnidades.

Pero María piensa en el pueblo que la quiere y querría un espacio más público para la despedida.

Me lo dijo una y otra vez, como si yo no la hubiera oído un ratico antes. Después solo repetía: no me pidan que haga conciencia. No puedo entender la muerte de mi hija.

La Televisión Cubana, donde queda tanta memoria suya, le rindió tributo en los noticieros y anunció retransmisiones de inolvidables programas suyos. Pero, por respeto a su decisión, no se dijo nada de esta despedida, a la que tantos más habrían ido.

Fuera del boca a boca entre los más íntimos, ni hubo aviso. Fue así como a las puertas del cementerio, esperaron sus cenizas varias decenas de familiares, compañeros y amigos. Silvio Rodríguez, Raquel González, Lesbia Vent Dumois, Roxana Pineda, Isabel Santos, Choco, Denys Ramos (su amado alumno), Waldo Leyva, o Nieves Laferté, entre otros artistas de la talla de los mencionados, junto a sus compañeros de la presidencia de la Uneac, el Ministro de Cultura y Lis Cuesta, en su nombre y en el del Presidente, ambos amigos personales de la actriz.

Tras un laberíntico recorrido hasta el sencillo panteón familiar, Ernesto y Jesús entregaron la urna mojada de lágrimas al sepulturero, se colocaron una a una las coronas, los ramos y rosas solitarias. Entonces se desató un largo aplauso. Nada más.

Cuando todos hacían el arduo camino de regreso, llorosos aún, se acercó al panteón su inseparable Augusto Blanca y entonó los versos que muchas veces Corina recitó o cantó con él:

*A Golpe de Canción*
_Augusto Blanca_

Guardaré lo mejor, lo más querido
debajo de mi almohada, por si acaso;
guardaré aquel frescor del primer beso
para cuando mañana caiga herido.

Guardaré lo mejor, la maravilla,
en un cofre de nácar y de estrellas;
guardaré en su interior las cosas bellas
para el tiempo de sembrar otra semilla.

Mas si alguien se atreve a arrebatarme*
tanto tesoro ahorrado en estos años,
tanta niñez feliz, tanto cariño,
tanto descubrimiento, tantos sueños,

Juro desenfundar mi fantasía
y a golpe de canción dar la batalla;
juro que haré volar mi maravilla
en nombre de este tiempo y su poesía.

Cuba
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