Martha D. Heredia , estudiante periodismo (Foto Rafael Calvo) - Granma.- «Lo que hace falta tener es camino, duro o blando, para poder ir cantando hacia el nuevo amanecer».  


La luna de Manuel Navarro empezó en enero de 1959, cuando el poeta, escritor y periodista había cumplido 60 años.

No lo dijo literalmente; lo dicen su verso y su prosa, que, como aseguró el crítico, ensayista e historiador José Antonio Portuondo, «eran armas eficaces en la lucha revolucionaria, y sus libros testimonian la entrega total del hombre y del poeta a la empresa redentora».

Navarro Luna entendió temprano la necesidad de un cambio social radical en Cuba; en esa comprensión debe haber jugado su papel la infancia severa enfrentada por él, primero en Matanzas natal, y algo más tarde en el poblado de Manzanillo, donde transcurrió la mayor parte de su vida.

Siendo niño tuvo que buscarse la vida, ayudar a su madre, y contribuir con sustento familiar, limpiando pisos, zapatos, y como vigía nocturno, entre otros oficios entonces considerados menores. Esa circunstancia contribuyó a formar en él una conciencia de justicia social, y permeó su poesía y su arte desde sus primeros aportes en ese campo.

Aprendió a leer y a escribir con Martina, la madre, aprendizaje que profundizó en centros públicos de enseñanza primaria. Después cursó estudios de música, y estuvo entre los fundadores de la Banda Infantil manzanillera.

Era un autodidacta estudioso; esa condición catalizó su crecimiento cultural y le dio herramientas para avanzar en las que fueron sus dos grandes vocaciones: la poesía y el periodismo. Tenía solo 21 años en 1915, cuando sus primeros poemas fueron publicados en revistas como Penachos, Orto y Céfiro, y en los periódicos La Montaña, El Debate y La Tribuna. En esa misma época integró el Grupo Literario de Manzanillo, catalizador de su pensamiento revolucionario.

Por ese «camino duro» fue «cantando hacia el nuevo amanecer» el poeta.

Corazón Abierto (1922), Refugio (1927), Surco (1928), Siluetas Aldeanas (1929), Cartas de la Ciénaga (1932), Pulso y Onda (1936), se cuentan entre los numerosos títulos que hablan de su labor poética, ardua, profunda, denunciante, transformadora y al lado de los humildes.

Vivió una época cruda, y de tal crudeza hay reflejo en su obra, en volúmenes como La Tierra Herida (1943), reeditado 20 años después, con la adición de varios poemas titulados Odas Mambisas y Odas Milicianas, en las que también reafirma la épica, la ética y la estética de su creación artística y literaria.

En el arte estaba su Patria, al igual que la virtud de la humildad en el mundo literario, en sus actos cotidianos, en su propia existencia, en la sustancia de su poética.

Fue fundador de la Biblioteca Pública José Martí y director de medios los de prensa, La Defensa y Montaña. Dueño de una plural modestia, este cubano se supo útil; Cuba debe agradecerle siempre su magisterio, y la limpieza de su alma, vertida en la belleza de su obra.

Por sus ideas y antimperialismo fue objeto de persecución y hubo de sufrir encarcelamiento; aun así, en 1930 militó en el Partido Comunista y en el Comité de Auxilio al Pueblo Español; 10 años más tarde, ocupó un cargo de funcionario en el Departamento Cultural de Manzanillo.

Nunca sintió temor por las represalias recibidas, ni siquiera por las del dictador Fulgencio Batista en 1956; por eso jamás negó sus convicciones ideológicas y continuó colaborando activamente con sus colegas revolucionarios.

Dispuesto a cambiar la pluma por el fusil, cuando lo reclamaron las circunstancias, se incorporó a Milicias Nacionales Revolucionarias, sin echar a un lado sus asiduas colaboraciones con el periódico Granma, ni la composición de sonetos.

Como creador de conciencias, que también era, impartió charlas y conferencias, de arte salpicado de un hondo contenido revolucionario, y ofreció recitales en los más intrincados sitios del país.

El 15 de junio de 1966, cuando dejó de latir el corazón del nacido el 29 de agosto de 1894, Cuba, la Revolución, la cultura y el arte cubanos, perdían a uno de sus defensores más auténtico y claro. Pero su obra continúa viva, y trasciende por su ética y compromiso social, y por su lírica que enardece y moviliza en los tiempos difíciles.

«¿Para qué somos hijos / de la Sierra Maestra/ y del Cauto? La montaña nos dio su corazón tremendo:/ ¡brava raíz de excelsitud y de infinito!/ No tenemos más sangre que la sangre encendida/ que es llama en las arterias, siempre en llamas, del río!».

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