Mesa Redonda - Foto: Joaquín Hernández Mena / Trabajadores.- Comandante del Ejército Re­bel­de, integrante del Consejo de Mi­nis­tros que en 1959 firmó la primera Ley de Reforma Agraria. Julio Camacho Agui­le­ra ha sido protagonista de acontecimientos fundamentales en la historia de la Revolución Cubana, desde la rebeldía frente al golpe de Estado de Batista, hasta los días actuales, dedicados al cuidado y desarrollo de una de las zonas de ma­yor potencialidad turística en el occidente del país.


Secuestrado o muerto, nunca traidor

Gabino Manguela

Trabajadores

Mi impuntualidad casi echa a perder una entrevista que ya pre­sumía excepcional. Poco faltó para que Julio Cama­cho Aguilera decidiera suspender la conversación. “Fidel me enseñó la importancia de ser puntual”, dijo, y me vi desarmado para con­vencer a un hombre casi centena­rio, ataviado con impecable traje verde olivo con las insignias de Comandante del Ejército Rebelde en los hombros. Pero el aplomo y sensatez de Gina, su esposa por más de 70 años, pudieron más. Nos sentamos a conversar.

Secuestro poco conocido

En agosto último se cumplieron 60 años de un secuestro casi des­conocido para la gran mayoría en Cuba, a pesar de que el protago­nista obligado en la historia, Julio Camacho Aguilera, era en aquel momento, y es, una persona muy notoria y con amplísimo historial revolucionario.

El 18 de agosto de 1961 el dia­rio Revolución reportaba que en un avión de la Pan American World Airways regresaba a La Haba­na el Comandante Julio Camacho Aguilera, víctima de un acto de piratería al ser secuestrado en la tarde del martes anterior en aguas del litoral de Guanabo, y agregaba que el secuestro había sido realiza­do por los contrarrevolucionarios José Perna y Antonio Díaz.

Previo a nuestro encuentro, un oficial de la Seguridad del Estado cubana me aseguraba, orgulloso, que en los años de Revolución solo un dirigente cubano había sido secuestrado: Camacho Aguilera. Era esa la única evidencia de que disponía sobre el tema.

“El día del secuestro se cum­plían tres meses que yo había de­jado de ser ministro del Transpor­te, y esperaba ubicación. Estaba muy disgustado, porque nunca he podido estar sin hacer nada.

“Un compañero y amigo, que había pescado en ocasiones con nosotros, Juan Moyano, me embu­lló para irnos a pescar. Primero le dije que no, pues mi escolta estaba de pase; pero al final decidí ir.

“En la embarcación a utilizar Camacho había salido varias veces a pescar, luego de terminar como ministro. Creía que era una tripu­lación de confianza. Y ya prisione­ro, amarrado, supe que la CIA lo tenía todo preparado con esa tri­pulación, pero como siempre fui con la escolta, no lo habían ejecu­tado. Ellos mismos lo comentaron.

“Tenían la esperanza de se­cuestrar a algún otro dirigente, incluso si iba el presidente Osval­do Dorticós, o Regino Botti, quien era ministro de Economía y le gustaba la pesca.

“Esta vez se les dio la oportu­nidad y pusieron en práctica su plan. Éramos mi papá, Moyano y yo. Salimos por Guanabo. Íba­mos a poca velocidad, y yo en la popa había tirado mi cordel, cu­rricuneando. De pronto uno de ellos me encañona con un revól­ver. Eran tres.

“Cerquita de mí había una piedra de amolar, la cojo y se la lanzo. Si le daba, yo dominaba el barco. No le di y él me dispara a la cabeza. ‘Oiga estése tranquilo. No vamos a virar. Vamos para Es­tados Unidos’, me dijeron. Papá se me paró alante y me aconsejó que me estuviera tranquilo. Entonces me amarraron”.

En Opa Locka

Llegamos a una base naval que para mí era en Cayo Hueso. An­tes dos o tres aviones militares volaron por encima del yate, y también un submarino yanqui nos pasó por al lado. A los tres nos llevaron a Opa Locka, más allá de Miami, pero el objetivo era Camacho.

Allí se encontraban 300 o 400 personas. Como yo era conoci­do, al verme empiezan a aplaudir pensando que yo había deserta­do. Entonces quienes nos habían secuestrado les manifiestan que yo era un comunista, un granuja. Querían el mérito por habernos secuestrado.

“Comenzaron a decirnos oprobios. A mi pobre madre me la mentaron. Incluso intentaron agredirme, pero la policía militar del lugar hizo un cerco y me pro­tegió. Esa gente estaba entrenán­dose para operaciones de infiltra­ción en Cuba. Años después dos agentes cubanos que estaban allí infiltrados me pidieron disculpas, porque ellos también fueron de los que me insultaron.

“Me aíslan en una casa y me brindan atención. Me interroga­ron 10 veces, siempre con un inte­rrogador diferente. Hablaban muy bien el español, con acento latino. Me decían que Estados Unidos me apoyaba, que yo tenía razón en haber desertado.

“Les expresaba que yo era un prisionero, que había sido llevado allí por la fuerza y mi deseo era que me habilitaran el barco para regresar. Otro interrogador me refirió que conocían los méritos que yo tenía acumulados en la guerra en Cuba, que el Gobierno de Estados Unidos y el Departa­mento de Estado habían decidido brindarme toda la protección que merecía y declararme como un héroe norteamericano, un vetera­no de la guerra de Corea. Que en Cuba se consideraba que yo era un desertor, no un secuestrado.

“Que su propósito era proteger­me y debía aceptar la protección que me brindaba el pueblo norteameri­cano. Dije que no necesitaba ningu­na protección. Si en Cuba se consi­deraba que yo era un traidor, ese era un problema mío, no de ellos.

“Me dijeron que no fuera tan testarudo, que habían dispuesto 40 mil dólares para que yo estu­viera tranquilo; que iban a llevar a mi familia para que estuviera conmigo. Querían tupirme.

“Finalmente parece que se convencieron y me comunicaron que el Gobierno de Estados Unidos había hecho gestiones para devol­verme, pero se exigían segurida­des para mí; que Castro no acepta­ba propuesta alguna del Gobierno de Estados Unidos. Y que iba a ser fusilado si volvía a Cuba.

“Mire, yo prefiero ser fusilado en Cuba que vivir entre ustedes. Solo seré un prisionero entre us­tedes. Fue una discusión fuerte, caliente”.

El regreso

“Al otro día por la mañana me sacan de la casa y veo que de­trás traen a papá y a Moyano, a quienes habían mantenido apar­te. Los tres tipos secuestradores estaban esperando afuera y me dicen: ‘¡Comandante!’ Ya no me llamaban Camacho, sino Coman­dante. Y como yo sabía dónde ellos vivían en La Habana me pi­dieron que no tomara represalias con sus familiares.

“Entonces me doy cuenta que nos van a mandar de vuelta. Me llevan afuera de la base de Opa Loka y en varios automóviles nos envían al aeropuerto de Miami. Postas y guardias por donde­quiera. ‘Queremos que se vaya’, dijeron.

“Nos mandaron en un avión grande a los tres y como a 14 nor­teamericanos. El avión se identi­fica llegando a Cuba. Nadie nos esperaba. Al llegar pido un te­léfono y llamo a Ramiro Valdés, ministro del Interior”.

Interviene entonces Gina. Su memoria es asombrosa. “A un se­cuestrado no lo devuelven porque haga resistencia. Lo matan o lo tiran por ahí. En 1961, año de Gi­rón, hay grandes tensiones, entre ellas el sectarismo, un gran pro­blema que vivió la Revolución y muchos de los revolucionarios de aquel momento.

“El sectarismo creó un ne­gativo estado de opinión contra dirigentes y rebeldes. Hubo sus­tituciones inesperadas de minis­tros, que no se decía qué hicieron. Cuando a Camacho lo sustituyen va para la casa sin empleo ni sueldo. Se vivía una situación di­fícil en el país, con mucho chis­me. Que si lo iban a mandar para aquí, para allá. Todo por debajo de lo que se suponía por su pres­tigio y autoridad. Era un coman­dante del Ejército Rebelde. Por todo eso, algunos esperaban que Camacho desertara en algún mo­mento. Hasta la CIA”.

“Mucha gente creía que yo iba a abandonar Cuba, porque habían pasado tres meses y no estaba trabajando”, subraya Ca­macho.

“Cuando veo que Camacho no regresa de la pesquería, comenta Gina, me fui a Guanabo y con­versé con los guardias marinas del lugar de donde había salido la embarcación. Me preguntaron si sabía si Camacho se quería ir. Yo sé que él no se quería ir, les digo y ellos me dicen: ‘Bueno, eso es lo que usted no sabe’. Fíjese el nivel de opiniones que había.

“Al día siguiente llamo a la oficina de Fidel. Me salió Con­chita Fernández, la secretaria, quien se lo dice a Fidel y este le contesta: ‘Dile a Gina que no sea boba, nosotros tenemos con­fianza en Camacho’. A partir de entonces se desarrolla una gran gestión diplomática para su re­greso. Yo había cumplido así mi misión de informar que él o esta­ba secuestrado o muerto, que él no traicionaba la Revolución”.

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