Jorge Gómez Barata.- Si bien es cierto que los cubanos que emigran a Estados Unidos disfrutan del privilegio de ser acogidos sin reparos y automáticamente se les concede la residencia y pueden optar por la ciudadanía, también lo es que no pueden reinstalarse en su país.


La desmesura de uno y otro tratamiento no obedece a afectos norteamericanos hacía los nativos de la Isla ni al deseo de las autoridades cubanas de sancionar a sus nacionales, sino a la naturaleza y la opulencia de un conflicto que impone su propia dinámica.

A pesar de ser el área más tirante en el diferendo bilateral, la más delicada y la que involucra a más personas, el conflicto migratorio es el único asunto respecto al cual, en varias ocasiones los gobiernos de Cuba y los Estados Unidos han negociado y suscrito acuerdos y, a pesar de que muchos emigrados han participado en acciones violentas, actos terroristas y sabotajes, solidarizándose con el bloqueo y la agresión, el gobierno cubano ha aprovechado cuanta oportunidad se ha presentado para avanzar en la normalización de las relaciones entre ellos y sus familiares.

El modo como el gobierno cubano, especialmente Fidel Castro, condujo durante los preparativos y el desarrollo de los Diálogos de 1978 y en el curso de la Conferencia La Nación y la Emigración en 1994, evidencian la correcta percepción de que aunque vivan en el extranjero, para Cuba, la emigración es un asunto de política interna.

Por esa correcta percepción, cuando en medio del intenso enfrentamiento entre la Revolución Cubana y el imperialismo norteamericano, en el seno de la colonia cubana radicada en Miami aparecieron apenas unas decenas de personas políticamente aisladas, hostigadas y económicamente débiles que, exponiendo su seguridad desafiaron a la contrarrevolución y a la política del gobierno de los Estados Unidos y promovieron el diálogo, Cuba no dejó pasar la oportunidad.

En 1978, bajo el auspicio de Fidel Castro, que personalmente realizó la mayor parte del trabajo, incluyendo la labor de esclarecimiento a la sociedad cubana, se efectuaron los Diálogos de 1978 donde se registraron los mayores avances logrados en materia de relaciones con la emigración, incluyendo todas las facilidades que Cuba podía ofrecer para la realización de viajes y visitas de los emigrados al país, el restablecimiento de los contactos, la reconciliación y eventualmente, la reunificación familiar.

Alcanzada aquella cota, como era de esperar, las relaciones fueron bienvenidas por las instituciones cubanas y rebasando el ámbito estrictamente familiar se extendieron horizontalmente a otros tipos de contactos e intercambios: culturales, académicos, religiosos, científicos, profesionales e incluso políticos.

Mientras aquellos magníficos encuentros ocurrían, Estados Unidos no cejaban en el empeño por manipular la emigración, usarla contra la Revolución contra la cual fraguaban los más criminales planes. No obstante con valor, fe y constancia a toda prueba, los emigrados y sus familiares, con el beneplácito de las autoridades cubanas, continuaban profundizando sus contactos en lo que perecía una consistente marcha hacía la normalización.

En los años ochenta, la llegada al poder de las administraciones conservadoras de Reagan y los Bush, que coincidieron con la crisis del socialismo y la desaparición de la Unión Soviética, plantearon escenarios completamente nuevos y más difíciles, tanto para la Nación como para la emigración. De eso les cuento.

 

La Habana, 25 de enero de 2009

 

 

III Parte

 

 

La emigración cubana en Estados Unidos es un fenómeno objetivo de naturaleza económica, social y política cuya dinámica opera, no sólo por estímulos externos sino también por una lógica propia, en ciertos aspectos con una independencia relativa respecto a las legislaciones, las políticas e incluso a la voluntad de los gobiernos.

Emigración -se afirma- genera emigración. Esa circunstancia ratifica la certeza de la actitud del gobierno cubano al trabajar, junto a los emigrados por la normalización de las relaciones y los flujos migratorios y ordenar tales procesos sin intentar suprimirlos ni manipularlos.

De los atributos mencionados, el carácter económico y social de la emigración son constantes mientras que su naturaleza política es un añadido circunstancial que puede modificarse y de hecho comenzó a atenuarse a partir de los diálogos de 1978 cuando, por medio de viajes y otros intercambios de naturaleza privada y oficial se inició la normalización de las relaciones entre la Nación y la Emigración, proceso que será irreversible cuando la administración norteamericana deje de utilizar la emigración como instrumento político contra la Revolución.

Al encuentro de la remoción de los ángulos políticos, vienen los procesos sociológicos ligados a los cambios en la de motivación de los inmigrantes, las diferencias en la composición social de las nuevas oleadas migratorias, así como la atenuación de los acentos políticos con que las nuevas generaciones perciben la realidad y ajustan sus comportamientos, fenómeno al que no son ajenas la Isla ni la emigración.

Las personas que emigran de Cuba por razones económicas y por las aspiraciones de reunificación familiar, no asumen actitudes hostiles hacía el país o la Revolución, no rompen con sus familias y en el extranjero no suelen sumarse automáticamente a la actividad anticubana. Los descendientes de cubanos nacidos en el extranjero, no necesariamente heredan los puntos de vista hostiles de sus mayores ni piensan en la Isla como un destino para sus vidas.

En la medida en que Cuba aplique legislaciones modernas y cesen las manipulaciones políticas norteamericanas y contrarrevolucionarias, la emigración asumirá una nueva dinámica, la Nación no tendrá necesidad de protegerse de algunos de sus hijos que se sumaron a fuerzas externas y comenzará un ciclo marcado por una relación normal e incluso fecunda que se anticipó en las reflexiones de los emigrados con las autoridades cubanas durante los Diálogos de 1978 y la Conferencia "La Nación y la Emigración".

El proceso que condujo a aquel magnifico evento comenzó mucho antes cuando, entre los primeros exiliados de los años 59 y sesenta hubo quienes tomaron distancia de los elementos batistianos, no se vincularon a organizaciones contrarrevolucionarias ni endosaron la política norteamericana contra la Isla. A ellos se sumaron algunos que habían emigrado antes de la Revolución y permanecieron en Estados Unidos sin intervenir en la actividad anticubana, sino haciendo todo lo contrario.

Mencionar los nombres de aquellos compatriotas, además del riesgo de la exclusión involuntaria, tratándose de Miami y de alguien que escribe desde Cuba, entraña riesgos adicionales, no sólo por interpretaciones diversas, sino incluso por motivos de seguridad. El linchamiento social y político de algunos participantes en la Conferencia la Nación y la Emigración a su regreso a Miami, aconsejan prudencia.

Por sus propios caminos, sin otra ideología que un nacionalismo inmaculado, jóvenes sacados de Cuba siendo niños se agruparon en torno a la revista Areito y la Brigada Antonio Maceo y no sólo reivindicaron su derecho a dialogar con el gobierno de su país de origen, sino que con valor y determinación se fueron a La Habana donde encontraron la comprensión, el respaldo y el afecto de Fidel Castro, que sumó su autoridad y su talento al empeño normalizador que también es parte de la obra revolucionaria.

La crisis del socialismo real que recayó implacable sobre Cuba y la borrachera triunfalista de la contrarrevolución mieamense en los noventa, no fueron suficientes para cancelar el curso normalizador porque desde una madurez ciudadana y política, otras figuras e iniciativas se sumaron a los que en medio de difíciles circunstancias mantuvieron en alto las banderas del diálogo.

Ni siquiera las odiosas medidas adoptadas por Bush, que limitó viajes y contactos, han podido desalentar cursos que en los nuevos escenarios pudieran reverdecer.


La Habana, 27 de enero de 2009

 

 

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Lic. Rosa Cristina Báez Valdes
"La Polilla Cubana"

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