Ricardo Alarcón de Quesada - La Jiribilla .-  No tenía opción cuando Graciella Pogolotti me pidió hacer lo que ahora intentaré. Hablar de un ser excepcional a quien mucho debe el pueblo cubano y su cultura, a los que entregó una vida auténticamente heroica de modestia incomparable, de una modestia que va con ella más allá de la muerte.

 

Rendir tributo a Vicentina Antuña es proponerse un imposible. Las palabras serán siempre inútiles. Cumplo, sin embargo, este deber porque a ella la necesitan los jóvenes de hoy y de mañana mucho más que quienes jamás nos acostumbraremos a su ausencia.

 

Muchas veces fui testigo del enorme cariño que  Magistra sentía por Graciella y otras alumnas suyas a quienes no dejaba de identificar como a las hijas que no pudo tener.

Ese era probablemente uno de los dolores más profundos que guardaba en su intimidad siempre protegida. Y como todos los que debió afrontar, lo asumió a su manera bondadosa e íntegra. La vida le negó el don de la maternidad, pero pocas mujeres dieron tanto y tan puro amor de madre como Vicentina. Esa capacidad de amar que el Che definió como sustancia del verdadero revolucionario y Vicentina multiplicó generosamente, es la explicación del culto que a ella no dejaremos de profesar quienes tuvimos el privilegio de conocerla.

En la primavera de 1980, hacia el filo de la medianoche, en una de las inolvidables sesiones de trabajo en la dirección del periódico Granma, asistí a una animada discusión semántica que tenía como eje al Jefe de la Revolución Cubana. Frente al generalizado criterio de los demás, Fidel insistía en atribuir cierto significado a un vocablo. Cuando parecía imposible resolver la disputa proclamó que solo aceptaría el veredicto de Vicentina y me pidió que le consultase sin decirle quiénes participábamos en la discusión ni las posiciones que sosteníamos.

La llamé sabiendo que a esas horas Magistra estaría, como siempre, leyendo en su biblioteca cerca del teléfono. Me tomó unos segundos exponerle la esencia del asunto sin entrar en detalles. Su respuesta fue instantánea: “Ricardo, como siempre, él es quien tiene la razón”.

La anécdota sintetiza la profunda relación de respeto y admiración que los unió y que seguramente ella calificaría de cordial, o sea, nacida del corazón. Así lo explicaría Marta Arjona: “Ese vínculo de ella con Fidel fue muy estrecho, y además muy amoroso, muy cariñoso. Yo pienso que Vicentina siempre supo interpretar a Fidel, toda la vida, porque ella sentía una especie de sacerdocio, ella ejercía un sacerdocio cuando hablaba de Fidel, y cuando le transmitía a la gente lo que ella creía de Fidel, porque además lo conocía desde muy joven y lo quería mucho”.

Vicentina Antuña fue, sobre todo, maestra insuperable. Alcanzar esa condición significó para ella vencer obstáculos que parecían insuperables en una sociedad que relegaba a la mujer, le negaba sus derechos civiles y políticos, y en un país hundido en el atraso y la pobreza, administrado por gobernantes corruptos, mediocres y serviles.

Nacida en hogar humilde, en Güines, conoció temprano el trabajo duro de la gente del campo. Allí asistió a la escuela pública y cosechó tomate y despalilló tabaco. De niña adquirió las virtudes de quienes se labran la vida por sí mismos y forjó la entereza de su carácter.

Tenía 14 años cuando se incorporó a las luchas estudiantiles en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana. Desde su ingreso a esta Universidad en 1926 militó en la Federación de Estudiantes Universitarios y en el combate contra la tiranía machadista. Culminó en 1930 con méritos académicos dos carreras universitarias, Filosofía y Letras y Pedagogía. Volvió a Güines con su familia agobiada por la crisis económica. Consiguió algunos empleos como maestra primaria y fundó con su hermana Estéfana una pequeña escuela de dos aulas.

En 1933 regresó a La Habana para ser Instructora Honoraria de la Escuela Anexa a la Facultad de Pedagogía. Al año siguiente ingresó por oposición al Claustro de la Facultad de Filosofía y Letras como profesora de Lengua y Literatura Latina que desempeñaría hasta el día de su muerte, siempre con la frescura y el espíritu renovador de su perenne juventud.

Fue inestimable su contribución a la Universidad de La Habana en aquellos tiempos lejanos “en que ―como dijo Carlos Rafael Rodríguez― en su profesorado era una de las pocas excepciones en la mediocridad, el verbalismo y la anacrónica repetición de cosas dichas”.

Sus dotes extraordinarias para el magisterio, esas que llegaban a sus alumnos por la vía de los sentimientos, de modo natural, casi inadvertido, pueden resumirse en que pese a su muy elevada autoridad moral y su absoluto dominio de la materia que enseñaba, la sentíamos cercana, compañera. Nunca dejó de estudiar, leyó incansablemente, estaba al día en todo lo que se publicaba y no solo sobre Roma y su cultura. Compartía generosamente su sabiduría sin ostentar superioridad. Le gustaba preguntar y escuchaba atentamente. Sentíamos confianza al acudir a ella y consultarle incluso nuestros problemas personales.

Cuando se acercaba al final de su carrera ella nos dejó las claves fundamentales que pueden ser guía para los que hoy y mañana ejerzan el magisterio: “la función del maestro es ayudar a los alumnos a pensar, incitarlos, procurar que desarrollen la facultad de pensar, enseñarlos a aprender, incitar su amor al saber, excitar el interés por la cultura… debe preparar a la persona para que por sí misma haga la búsqueda, seleccione la información, en fin, poner a los alumnos en condición de que sean ellos mismos los que se formen”. Para Vicentina el maestro debe ser a la vez exigente y muy comprensivo y sobre todo “tiene que crear una atmósfera de afecto” que ella definía con estas palabras: “si él se interesa por el alumno, si antes del interés incluso por la ciencia que enseña está el interés humano, esa atmósfera afectiva se genera, y yo no creo que pueda existir una verdadera educación, que pueda realizarse plenamente la educación sin que exista esa relación afectiva entre profesor y alumno, yo creo como Bécquer cuando decía que: 'No aprendemos más que lo que amamos, de aquel a quien amamos'”.

La muchacha de Güines, devenida profesora excepcional, no dejó de ser una combatiente revolucionaria como lo demostró su activa presencia en la huelga de marzo de 1935. La Revolución que abrazó desde niña vivió siempre en ella. Vicentina no “se fue a bolina”. Mientras en la Colina iniciaba a los jóvenes en el mundo clásico, desempeñaba entre 1937 y 1939 la dirección técnica y daba varios cursos en la Universidad Popular José Martí, en el Sindicato de la Madera, donde el espíritu de Mella se negaba a desaparecer. Estuvo entre los profesores que supieron arrostrar con valor y dignidad los desmanes y la violencia del llamado “bonche” universitario.

Promovió activamente la educación popular y la de la mujer, cuyos derechos a la plena igualdad defendió en el III Congreso Nacional Femenino en 1939 y a lo largo de toda su vida. Luchó ardorosamente contra el fascismo y en defensa de la República española. Ingresó por primera vez en un partido político, el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), integró su Consejo Director y presidió su Comisión encargada de los problemas de la mujer y el niño. Fundó y fue Secretaria del Movimiento por la Paz en Cuba y miembro del Consejo Mundial de la Paz desafiando los prejuicios y las persecuciones de la Guerra Fría y el macartismo.

En aquellos tiempos que cumplía tan importantes responsabilidades políticas, sin abandonar nunca la docencia y el magisterio, fue también tenaz promotora de la educación y la cultura. Fue ella especialmente quien impulsó la conversión de la Sociedad Lyceum en un centro animador de las artes y el pensamiento y le imprimió su visión incluyente, abierta siempre a todo mérito verdadero. En una sociedad que, según sus palabras, “no puede ser hoy día más corrosiva para el logro de fines elevados de educación”, en tiempos regidos por “el más brutal de los cinismos”, Vicentina Antuña abogó por dar a la educación “su sentido más trascendente, su fin primordial, la formación del carácter, el crecimiento interior del individuo con el desarrollo de sus capacidades espirituales” y proclamó “la urgencia de restablecer el ideal de la persona humana, la necesidad de rescatar la plena dignidad del hombre promoviendo un nuevo humanismo”. Para lograrlo “la educación que corresponde al nuevo ideal humanista ha de cultivar no solo una parte del hombre, sino todo el hombre; ha de formar el hombre integral”, pues “para el nuevo humanismo no puede haber formación humana plena, realización total de la persona, si no está asegurada la vida en sus tres dimensiones, profundidad, amplitud y altura, es decir, la propia intimidad, la vida en comunidad y la vida en trascendencia”.

Estas ideas las expresó Vicentina en junio de 1949 cuando nadie podía imaginar la bancarrota del régimen republicano y los nuevos y aun más graves desafíos que habría que afrontar.

Al producirse el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 Vicentina ocupó un lugar en la primera fila entre aquellos ortodoxos que sostenían dentro de su partido una posición firme y resuelta frente a la tiranía. Estuvo junto a su esposo, el profesor Francisco Carone, a la vanguardia de la lucha contra el infame Canal Vía Cuba con el que Batista, siguiendo las órdenes del imperio, pretendía partir la Isla en dos pedazos. La FEU y la Generación del Centenario tuvieron en ella siempre una amiga y compañera. Lo fue de José Antonio y el Directorio en su lucha por eliminar los residuos del “bonchismo” y colocar a la Universidad en la delantera del combate contra la dictadura. Lo fue en la clandestinidad apoyando activamente al Movimiento 26 de Julio como responsable de la célula S de la Resistencia Cívica, cumpliendo tareas que en aquellos tiempos se castigaban con la tortura y la muerte.

Finalmente la Revolución vino a su encuentro el primer día del año 1959 cuando ya ella estaba en plena, espléndida, madurez. Vicentina no se incorporó a la Revolución. No podía hacerlo. Nadie se agrega a sí mismo. La Revolución era ella misma. La bella dama con la que soñaba desde la infancia, por la que había luchado tanto, con la que había crecido y sufrido, la que había buscado día y noche. Al cabo del largo, duro camino llegaba a ella y se abrazaban.

“Ad astra per aspera” solía decir en aquellos días luminosos de enero para callar después y dar paso a su sonrisa leve y su mirada tierna vueltas quizá a los días lejanos de Güines, a la empinada cuesta recorrida y al infinito que se abría hacia delante.

Al triunfo de la Revolución fue designada al frente de la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación y al reanudarse las actividades universitarias fue decisiva en el proceso de reforma para crear una Universidad renovada que será siempre deudora a las ideas, los métodos y el ejemplo de Vicentina Antuña.

Como Directora de Cultura cumplió una misión de singular mérito sin la que no se puede explicar las profundas trasformaciones y lo mucho que ha avanzado Cuba en ese campo.

Precisa recordar algunas cosas. En Cuba, el estado nunca se ocupó ni preocupó por la promoción de la cultura, no hizo nada por apoyar y estimular a los intelectuales y artistas, salvo en el breve período en que, con recursos limitados y en un ambiente social muy desfavorable, trató de hacerlo el gobierno depuesto por el golpe de Estado de 1952.

La tiranía batistiana que tanto daño hizo al conjunto de la sociedad cubana se ensañó especialmente con su educación y su cultura. Clausuró centros de enseñanza, asesinó a estudiantes y profesores, persiguió a intelectuales y artistas y reprimió las actividades de algunos grupos de creadores independientes.

En aquellos años, verdaderamente sombríos, fue la Colina universitaria baluarte y refugio de nuestra cultura. Aquí bailó para el pueblo y recibió su homenaje Alicia Alonso y nuestro Ballet despojado de su magro subsidio y acosado por la camarilla gubernamental. Aquí expusieron sus obras los pintores del grupo los Once y otros jóvenes creadores que no tenían lugar allende la Escalinata y celebramos la gran exposición frente a la Bienal franquista-batistiana. Aquí se mantuvo vivo el teatro y el cine y la música sinfónica y coral y las actividades de extensión universitaria que mucho alumbraron en aquellas tinieblas. Esa es parte de la historia de la FEU de José Antonio y de Fructuoso, pero ellos no pudieron hacerla sin el aliento y la ayuda de Vicentina, de Roa, de Entralgo y otros maestros inolvidables.

El asalto de la tiranía batistiana contra la cultura fue mucho más allá. Financió instituciones pseudoculturales, incluso fraudulentas “universidades”, que pretendieron suplantar a las tres universidades cubanas de entonces, especialmente durante los dos años que permanecieron cerradas. Estableció además un llamado Instituto de Cultura, engendro goebeliano, dotado con cuantiosos recursos destinados al soborno y a fomentar la lisonja a un régimen de oprobio y muerte.

La mayoría de nuestros escritores y artistas mantuvieron en alto su decoro. Algunos se marcharon en busca de otros horizontes. Otros se dedicaban a labores ajenas a su vocación o publicaban con sus propios recursos en ediciones más bien simbólicas. La cultura cubana quedó reducida a pequeños cenáculos y tertulias de jóvenes meritorios, pero impotentes frente a la mediocridad que los circundaba. Como suele suceder de grupos cerrados y aislados surgieron tendencias a la exclusión del otro. La vida, después de todo, se reducía a la secta escogida.

El triunfo revolucionario llegó para todos como un rayo inesperado con su luz desconcertante.

Para realizar su misión en la Dirección de Cultura, Vicentina buscó el concurso de los mejores valores de la literatura, la música y las artes plásticas, sin importar la edad ni la filiación política o las tendencias culturales que manifestaran. A nadie cerró las páginas de la Nueva Revista Cubana ni las puertas de su despacho. Se afanó por sumar y abrir espacio a todos sin sombra de favoritismo. Fue la rectora sabia y consecuente de la política de un gobierno que hacía una profunda Revolución cultural que erradicaba el analfabetismo, incorporaba a las aulas a miles de jóvenes de familias pobres y publicaba millones de ejemplares de textos de autores clásicos y modernos de la mayor diversidad ideológica o filosófica.

Igual fue su línea de conducta desde la presidencia del Consejo Nacional de Cultura que reemplazaría a la antigua Dirección. En ambos realizó una labor tesonera de incesante creación, de decisiva trascendencia para la Patria y para las generaciones que vendrían después. De los grandes cargos que ocupó no obtuvo beneficio material alguno. Vivió siempre en la misma casa, con los mismos muebles, en un entorno que solo cambiaba por la aparición de nuevos libros y publicaciones, su único lujo.

Luchó callada, como heroína verdadera, sufriendo penas que pocos pueden encarar y sorteando al mismo tiempo mezquindades y zancadillas sectarias. Ante unas y otras respondía con un suspiro: “En fin”, y se arropaba en el silencio. “Ad astra per aspera”.

Liberada finalmente del fardo administrativo asumió la dirección de la Escuela de Letras y la presidencia de la Comisión cubana de la UNESCO. En ambas instituciones queda la estela de su sabiduría, su devoción al trabajo, su ejemplo de virtud y amor.

Nunca dejó de ejercer el magisterio. No abandonó el aula ni a sus alumnos. Hasta el último instante vivió para los demás.

Ya lo había advertido su amado Virgilio, dos milenios antes: quienes son capaces de ennoblecer la vida se ganan el recuerdo de los hombres. Y el amor y la gratitud.

No te olvidaremos, Magistra.

Hasta siempre maestra, madre, compañera.
 

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