Sara Más - Revista Mujeres.- Protagonistas de casi todo en la vida familiar, las mujeres también siguen siendo mayoría entre quienes tienen a su cargo a otras personas, lo mismo en su hogar que en otros.

Por si fuera poco, ellas, «las cuidadoras » por excelencia de sus hijos, esposos, padres y hermanos —según los dictados de la tradición—, se han convertido también en las responsables de los familiares de su esposo.


Si bien es cierto que no faltan hombres sin prejuicios, que asumen la atención de su descendencia y de otros familiares mayores, sobre todo sus padres, suelen ser las esposas, hijas, hermanas o nueras quienes se encargan del asunto, bajo el precepto establecido de estar «mejor preparadas », seguramente asociado también al estereotipo de supuesta abnegación, laboriosidad, entrega y disposición que el dictado patriarcal les depara. A veces la designación la decide el nivel de parentesco; otras, la cercanía física o geográfica, también la convivencia; pero de cualquier modo recae, casi siempre, en mujeres.

De tal suerte, conforman todo un ejército que se desdobla en múltiples funciones y se desplaza de un espacio a otro, para encargarse de la alimentación, higiene, medicación, cuidado y atención de la salud ajena, generalmente en detrimento de la propia, y sin desatender el resto de sus funciones, tareas y propósitos.

Según las estadísticas mundiales, las mujeres son las responsables del cuidado de sus familiares, al menos, en 70 por ciento de los casos. Algunas investigaciones revelan que representan 60 por ciento entre las principales personas encargadas de la población anciana, 75 en los casos de discapacitados y 92 en los necesitados de atención por cualquier motivo, indica un despacho del Servicio de Noticias de la Mujer de Latinoamérica y el Caribe (SEMlac), de 2005.

Convertidas así en clásicas «mujeres orquesta» por obra de una asignación y práctica social que, entre múltiples roles, les asigna ese desempeño de la llamada «vida privada», ellas demandan a la vez una especial atención en la existencia familiar y como parte de una población cuya tendencia apunta a una vida cada vez más prolongada.

Entre los mayores desafíos del país está, entonces, el paulatino envejecimiento de la población, una situación demográfica que se combina con muy bajos índices de fecundidad y natalidad, la reducción de la población, el aumento de la esperanza de vida y el avance de la edad media hacia valores cada vez mayores.

Un asunto que también tiene que ver con las mujeres, pues crecer á la demanda de sus servicios en la misma medida en que se prolongue la vida de personas con enfermedades crónicas, que padezcan discapacidad o simplemente no puedan valerse por sí solas.

¿QUIÉNES SON LAS CUIDADORAS?

Aunque no existen estadísticas y estudios cuantitativos sobre este grupo, cuya función de cuidar a otros suele transcurrir en el anonimato, una buena parte de ellas corresponde a la conocida como «edad mediana» y hasta las edades avanzadas.

En general, se trata de mujeres que han trabajado mucho o lo siguen haciendo, en la calle y en la casa; se encuentran, además, en el centro de la dinámica familiar y soportan, de una u otra forma, la reproducción social de su parentela, extensiva a veces a las de sus esposos; tienen hijos y hasta nietos, un grupo nada despreciable se ha casado o unido más de una vez y otro tanto se encarga, a solas, de sostener a su familia.

Este «ejército de cuidadoras», que la mayor parte del tiempo no son remuneradas, hacen un aporte económico que no se contabiliza familiar ni socialmente y que, por tanto, tampoco se recoge en las estadísticas.

Con el avance de los años, el panorama se complica para ellas, pues una buena parte agrega a sus funciones habituales de trabajadoras y amas de casa, las de atender a familiares de avanzada edad. Pero, a la vez, ellas mismas no suelen estar incluidas en la larga lista de deberes y atenciones familiares y quedan, finalmente, en «terreno de nadie». Nadie cuida de ellas, y ellas tampoco.

«Las mujeres dedican más tiempo a cuidar que los hombres, ofrecen formas más intensivas y complejas de cuidado, que logran equilibrar con otras responsabilidades familiares y laborales con más frecuencia que ellos», afirma la psicóloga Haydée Otero, especialista de la facultad de Ciencias Médicas del Hospital General Calixto García, de Ciudad de La Habana, en su estudio «La mujer, el estrés y el cuidado de un familiar dependiente».

Por si fuera poco, «la sociedad otorga mayor reconocimiento a los hombres cuidadores», según la especialista y «además, parece que ellos piden más ayuda y reciben apoyo de tipo instrumental (material) y emocional».

EL ESTRÉS Y OTROS MALESTARES

El tema inquieta a especialistas de diversas ramas, preocupados, también, por el impacto de esta subvaloración personal y social en la salud femenina, sobre todo en la edad mediana, cuando sobrevienen otros eventos asociados al ciclo vital, como el climaterio y un cúmulo de tensiones, tampoco atendidas adecuadamente, que derivan incluso en enfermedades crónicas y peligrosas, como la hipertensión.

«Bajo esas condiciones, son frecuentes los estados depresivos, irritabilidad, ansiedad, cansancio frecuente, sobrecargas al sistema nervioso y la disminución de la llamada calidad de vida», asegura la doctora Leticia Artiles, quien ha atendido los problemas de no pocas de ellas, en la consulta de Climaterio del Hospital Ginecobstétrico Manuel González Coro.

El síndrome de mala absorción, entre otros desajustes alimentarios; la pérdida de peso corporal, los dolores óseos provocados por excesos de peso y malas posturas, son algunas dolencias comunes y parte del estrés que padecen las cuidadoras. A lo que Otero añade «la sensación de que embrutece, la incertidumbre ante la muerte del familiar bajo su cuidado, la sensación de que no hay tregua, la convicción de que no existe nadie que la pueda sustituir o hacer mejor».

Las consecuencias, incluso, van más allá del malestar físico más convencional.

La fatiga psíquica y el desánimo llevan a que muchas renuncien a sus proyectos y motivaciones, descuiden su apariencia física, autocuidado y salud, pierdan autoestima, se anulen a sí mismas e, incluso, experimenten incapacidad para sentirse relajadas y aptas para la felicidad.

Al inventario de pesares se añade la disminución considerable de actividades placenteras, incluidas las relativas a la sexualidad, otra esfera desatendida por las propias mujeres y sus parejas, cuando no reducida a mitos y tabúes que agregan nuevas insatisfacciones a la existencia cotidiana, en detrimento de su salud mental y física.

Estos malestares, que la literatura enumera como parte del «síndrome del cuidador», conforman un conjunto de alteraciones físicas, psíquicas, psicosomáticas, laborales, familiares y económicas. «Incluso se ha llegado a sugerir la relación entre este estrés mantenido y las demandas de cuidado, con la vulnerabilidad física de los cuidadores como factor de riesgo de mortalidad», agrega el despacho de SEMlac.

El cuidado de pacientes con padecimientos de larga duración y otros tan particulares como la demencia senil y el Alzheimer, suponen además una alta demanda y desgaste para quienes se encargan de ello.

Conocer acerca de los padecimientos de las personas a nuestro cuidado, ayuda sin duda, y es sumamente importante para sobrellevar estas situaciones.

Delegar funciones y tareas, repartir responsabilidades, aceptar la situación del familiar enfermo o a nuestro cuidado, destinarse tiempo a sí mismas sin sentirse culpables por ello también favorece el control del estrés.

Igualmente hacen falta «acciones comunitarias en las que tanto el sistema de atención primaria de salud como los trabajadores sociales puedan satisfacer las necesidades de información sobre el cuidado del familiar», al decir de Otero. La especialista sugiere que las cuidadoras se integren a grupos de autoayuda y otras opciones que contribuyan a su satisfacción personal.
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