Revista Mujeres.- ¿De qué se habla cuando se argumenta a favor o en contra de la igualdad entre el hombre y la mujer? ¿De diferencias y similitudes físicas? ¿De actitudes y aptitudes? ¿Se habla de derechos y deberes?


A mi juicio, el tema de la igualdad entre el hombre y la mujer no puede ser discutido en la sociedad cubana como se pudiera producir en otras latitudes, aun cuando nos lastren mentalidades retrógradas, causantes de graves conflictos de los que no están libres ninguno de los dos sexos.

En naciones desarrolladas el matrimonio condicionado por la separación de bienes, la procreación mínima o la vida independiente no hace, en mi opinión, más libre a la mujer. La hace más sola.

En países pobres, la dependencia económica, la marginación familiar o social —nunca se sabe donde empieza una y termina la otra— enajena de todo derecho a superarse y encontrar un lugar bajo el sol. Todo esto puede dar pie a concepciones erróneas y a recetas extemporáneas, sobre el modelo familiar «quien-se-ocupa-de-la-casa-quien-procura-el-sustento», en el cual Cuba no encaja.

En nuestro país aún no hemos encontrado el meollo de la discusión, al menos a nivel microsocial, pues en lo tocante al nivel académico o macrosocial se ha avanzado mucho. Y la sociedad cubana tiene sus peculiaridades: la mujer ocupa con la misma responsabilidad cargos técnicos y científicos, ejecutivos o políticos; las universidades cubanas generalmente están más pobladas de mujeres que de hombres, y la mujer cubana va con mejores posibilidades de hacer valer sus derechos, porque la sociedad está diseñada para defenderla.

Pero esto no se consigue solo con la idea. En circunstancias mediáticas se sigue viendo el problema como si pudiera resolverse con nomenclaturas tales como niños y niñas, presidente y presidenta, y así hasta el chiste de periodistas y periodistos.

Por el camino de la controversia se olvida un detalle: el ser humano es único y diverso, único en la diversidad y diverso en la unidad. Traducido al buen cubano significa: no hay dos hombres iguales; tampoco dos mujeres y somos en suma, humanidad.

Conozco a unos cuantos hombres incapaces de lanzar la jabalina como nuestra primera campeona olímpica, y conozco a unas cuantas mujeres inhábiles para cocinar, ni por providencia como el siempre recordado Smith.

Y a mi juicio esa es la mayor virtud de un enfoque de género: el análisis de las diferencias y las similitudes para lograr equilibrio.

Un estudio realizado hace algunos años sobre bases de datos de mortalidad de la Dirección Nacional de Estadísticas, tuvo como objetivo identificar diferencias en los niveles de mortalidad según un enfoque de género en la población cubana. El estudio determinó que en Cuba las mujeres viven un poco más que los hombres. Por cada año dejado de vivir por una mujer, los hombres dejaron de vivir 4 años, sobre todo en edades más jóvenes, entre 30 y 49 años.

Hay diferencias porque existen factores biológicos (genéticos, hereditarios y fisiológicos), manifiestos de forma disímil para cada sexo, en relación con los riesgos de enfermedades, invisibles muchas veces para los patrones de las ciencias de la salud. Un enfoque de género encauzaría —debería encauzar— la equidad no solo en lo moral, sino también la identificación de la salud según el sexo, para ayudar en la conformación de soluciones y vías de intervención sanitaria y social.

No es fijar supremacías, ni tampoco atrincheramientos, porque la vida —y por ende también la muerte—, actúa sin mirar a quién. Se trata de vivir, y eso es lo bueno, con conocimiento de causa de ventajas, de límites y de equilibrio, sin que un enfoque de género no separe sino ayude a juntar voluntades.

Y no creo que en verdad haga falta —no todavía— una propuesta de fundación de la Federación de Hombres Cubanos (FHC), aunque para algunos haya indicios de que nos estamos volviendo minoría.

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