Dixie Edith - Letras de Género / Cubadebate.- Ser mamá es una aventura. Cuando estaba embarazada por primera vez y llena de incertidumbres ante lo que estaba por llegar, una mujer sabia me dijo que el dolor del parto es de los más fuertes que existen, pero el que más rápido se olvida. Casi 25 años, tres hijos y una nieta después, lo suscribo. No solo porque la maternidad sea algo grande; que lo es. Sino porque ese dolor desgarrador de cada contracción se queda pequeñito ante lo que viene luego. Ser mamá provoca llanto y risas; duele y alumbra; ata y libera. Basta una sonrisa pícara, una palabra embrollada, un “mamita, dame un besito”, para borrar de un plumazo los recuerdos del dolor de espalda y el insomnio de los meses de lactancia.


Pero, ¿qué significa realmente ser madre en nuestro día a día? O mejor, ¿qué nos han dicho que significa? El ideal materno que nos signa como sociedad oscila entre el sacrificio extremo y el papel de superwoman. El primero nos dibuja como seres abnegadas, siempre en casa, en función de familias o bebés y felices hasta las lágrimas. Mientras, el segundo, construido más recientemente cuando se hizo evidente que nuestro debut en el espacio “público” no tenía vuelta atrás, nos idealiza como maquinarias perfectas, capaces de tener éxito absoluto compaginando profesión y crianza, al estilo de la mejor heroína femenina de la Marvel.

Ambas son construcciones herederas del patriarcado. Ese que igualó –redujo- la feminidad a la maternidad, y nos niega, sutilmente, el derecho a ser aventureras, libres, felices. O que nos hace sentirnos culpables cuando, durante un par de horas, nos sumergimos en algún placer que no incluye a hijas o hijos. Como afirmaba la poeta feminista Adrienne Rich en su clásico Nacida de mujer, esa visión patriarcal de la maternidad hace que sintamos “la culpa, la responsabilidad sin poder sobre las vidas humanas, los juicios y las condenas”.

Ese mito de la madre perfecta solo sirve para culpabilizar y estigmatizar a las mujeres. Se esconde detrás del gesto airado de la “seño” del círculo cuando llegamos un poco tarde a buscar al bebé porque nos complicamos en el trabajo. Aparece tras el juicio severo porque nos vamos por varios días de casa y dejamos a las niñas con papá. Y es protagonista de la devaluación social de esa colega porque decidió que la maternidad no era lo suyo.

Y una de las razones principales para que el mito crezca y se reproduzca es que, desde lo social, el patrón de maternidad se ha construido sobre la soledad y sobre la idea de “lo sublime”. Ser madre no debería significar criar en solitario, quedarse encerrada en casa o renunciar a otros ámbitos de nuestra vida. ¿Por qué, en lugar de un ideal “de la maternidad”, no construir uno de “la familia”; uno donde “la paternidad” sea igualmente sublime e importante? ¿Por qué no pensar en un paradigma de hogar donde mamá y papá estén al mismo nivel? ¿O donde haya dos madres? ¿O dos padres? ¿O donde una madre que decidió hacerlo sola no sea cuestionada por ello? ¿Uno donde felicidad y emoción; incertidumbres y cargas, sean realidades reconocidas como parte de la aventura?

En una sociedad envejecida como la nuestra, donde ya se cuentan más muertes que nacimientos, reconstruir ese nuevo ideal de familia compartida, diversa, no solo es necesario, resulta urgente.

Entre las múltiples causas que se esconden tras nuestra baja fecundidad, no es menor la certeza de no pocas mujeres de que van a enfrentar, sin apenas ayuda, esa zona de la maternidad que tiene que ver con cambiar pañales sucios o esterilizar biberones. Y se suman otros demonios. Como el que llega, más a largo plazo, e implica abandonar tareas profesionales porque en casa nadie lleva el niño al médico si no es mamá. ¿Cuántos padres se atreven a pedir un día de asueto en el trabajo para esos menesteres? ¿O una licencia pos parto?  En realidad, muy pocos. Las estadísticas lo prueban. Quizás muchos ni si quiera saben que la ley les permite hacerlo y tampoco hemos sabido muy bien cómo explicarlo.

Por si fuera poco, otras realidades, a veces insalvables, tocan a la puerta. La escasez de vivienda asoma como un fantasma maldito, junto a otros problemas económicos no menos graves, a la hora de asumir la decisión de formar una familia. No es fácil parir cuando se sabe que la demanda de círculos infantiles supera con creces la oferta y que las opciones de cuidado privadas no siempre son las mejores y dañan severamente el bolsillo.

Si con esos truenos cuesta decidirse por un bebé, imagínense cuando está en debate el segundo o el tercero que necesitaríamos para alcanzar el reemplazo de la población cubana, algo que, estadísticamente hablando, no ocurre desde 1978. Con dos o tres pequeños en casa, la loma de pañales se duplica y la algarabía crece unos cuantos decibeles. Pero el ritmo cotidiano no cambia. Hay que salir a buscar mandados, recorrer mercados buscando opciones que no machaquen demasiado el bolsillo, lidiar con las colas o con un transporte público cada vez más presionado, por obra y gracia de los giros de tuerca al bloqueo del vecino del norte. O bregar con una pandemia que ha puesto en “jaque mate” a las economías de todo el planeta y nos ha cambiado la vida. Al llegar a casa, las tareas siguen esperando… y otra vez la certeza de que “nos tocan” en solitario. La decisión es costosa.

La sociedad cubana ha alcanzado grandes conquistas que arrancan desde la posibilidad misma, impensable en otras realidades, de poder determinar a conciencia cuántos hijos tener y cuándo. Sin embargo, en todo este proceso de aprendizaje social, hay lecciones que hemos tomado mal desde el inicio. Las mujeres nos liberamos entre comillas. Ganamos la batalla del espacio público, pero casi nunca libramos en serio la de compartir el hogar. Y aunque los tiempos cambian, y cada vez más hombres –padres- están dispuestos a asumir cargas, la mayoría de ellos lo sigue viendo como ayuda.

Todavía hay pocos hogares donde la responsabilidad doméstica se comparte. Y fíjense que hablo de responsabilidad. No sólo de repartir tareas. No basta con que el hombre asuma, en el mejor de los casos, una parte del trabajo doméstico, si deja a su compañera la responsabilidad total: romperse la cabeza planificando, controlando y buscando soluciones.

Todo eso, sin hablar de los escollos que asaltan en el camino hacia la ansiada paridad de oportunidades. ¿En cuántos hospitales maternos la presencia del padre en el parto es aún una excepción y no una regla? ¿Cuántos jefes no han tomado la decisión de otorgar una plaza a un hombre menos capaz porque la mujer joven y preparada que tienen delante puede salir embarazada? ¿Acaso no subsiste el discurso anticientífico que asocia el amor de madre a cuestiones genéticas para subrayar que somos insustituibles? ¿Cómo se habla de las mujeres que tras un divorcio dejan los hijos al cuidado del padre? ¿Por qué en asuntos de custodia la decisión legal –y la moral- son prácticamente automáticas? 

Tener tres hijos ha sido, para mí, una enorme y feliz aventura. Lo suscribo. Pero más que con la maternidad misma, ese placer enorme ha tenido que ver con la posibilidad de formar una familia con cargas repartidas. Por eso, cuando este domingo las redes sociales, los espacios televisivos, y cuanto soporte comunicativo existe, se llenen de homenajes a las mamás de este lado del mundo, me gustaría pensar en construir ese otro ideal de familia “a varias manos”, donde no exista una única y “sublime” manera de ser madre y cada mujer pueda construir su propio mito. Uno cortado a su medida.

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