Muchos padres, cada vez más, se preguntan si vale la pena quedarse con las manos atadas frente al duro oficio que la tradición les ha destinado. Foto: Amanda Terrero.

Dixie Edith - Letras de género / Cubadebate.- Fernando quería ser padre. Cuando miraba a su hijo de cuatro años, quería ser padre. Lo conocí hace poco menos de un quinquenio en un accidentado vuelo interprovincial. Desde el inicio de una espera interminable, sorprendía ver la manera en que el joven se relacionaba con su pequeño. Le explicó las causas de la demora del avión como si fueran cuentos para dormir, jugaron con bloques de madera, lo alimentó con paciencia infinita y luego le improvisó una cama entre varias butacas. El niño, inquieto hasta el agotamiento, a cada rato apoyaba la cabeza en su regazo.


Cuando finalmente apareció el bendito aparato volante, Fernando y yo terminamos sentados juntos y, por azares del ADN caribeño que nos signa, serví de paño de lágrimas durante la corta travesía hasta el oriente. En apenas unos meses el joven, bayamés de nacimiento, se había divorciado, le pusieron ante las narices una prometedora oferta laboral en La Habana y andaba inmerso en un escabroso litigio legal por la custodia compartida de su hijo. Sin comerla ni beberla, el pequeño se había convertido en pieza de un ajedrez maldito entre la madre, molesta aún por una separación que ni buscaba, ni quería, y un padre reclamando sus derechos.

Un tribunal de familia falló meses más tarde a favor de Fernando. La última vez que hablamos, sin embargo, me contó que, a las puertas de cada período vacacional, comenzaba nuevamente la batalla campal para traer al niño a la capital porque la madre vive buscando pretextos para impedirlo. Sobre todo ahora que él tiene una nueva familia y una bebé de pocos meses. Pero “Carlitos adora a su hermanita”, afirmó con orgullo.

Cuando el mundo andaba preocupado por la llegada al nuevo milenio y el apagón tecnológico que este produciría, en el escenario académico se hablaba de un fenómeno que los especialistas llamaban “crisis de la masculinidad”. Se reflexionaba sobre un resquebrajamiento de tradiciones patriarcales, donde los roles más tradicionales se iban desdibujando y mezclando de la mano, sobre todo, de una reevaluación de la paternidad.

Los movimientos feministas ya habían explicado hasta el cansancio que toda esa distribución de funciones sociales que se asumen como naturales no lo son tanto, que están culturalmente construidas y por tanto se pueden cambiar. Por otro lado, hombres como Fernando llegaban a a la conclusión, por vías disímiles, de que no se es “menos hombre” por incumplir con buena parte de los requisitos que la tradición les asigna.

La periodista norteamericana Susan Faludi graficaba la mentada crisis con síntomas comunes a muchos de sus coterráneos: aumento de señales de estrés y angustia, demostrados en depresión, suicidios y comportamientos violentos; la fuerte demanda de cirugías plásticas de hombres, cada vez más aceptadas; abuso de esteroides y las propias ventas del Viagra.

En la desarrollada Europa, los debates andaban por senderos bastante parecidos. Es la globalización ¿no? Y en América Latina, a pesar de que el patriarcado aún campeaba por su respeto, la cacareada crisis también daba de qué hablar. Para la socióloga chilena Elvira Chadwick, el principal cambio venía de la mano de que “el hombre pasó de ser el único proveedor a tener que compartir ese rol con la mujer que sale a trabajar igual que él”. Ellas, cada vez más incorporadas al mundo laboral, ahora no sólo son compañeras de trabajo, sino, muchas veces, jefas. Esto, unido a la habitual competitividad de las sociedades modernas, provocaba, según Chadwick, un "hombre al borde de un ataque de nervios".

Veinte años después las cosas andan, más o menos, por similares rumbos, con el agravante de que una ola conservadora y muy fundamentalista amenaza con tragarnos de un solo bocado. Las redes están llenas de voces que abogan por volver a la “familia original” y, que nadie se engañe, este axioma no solo va de oponerse al matrimonio igualitario y al derecho a adoptar bebés de las parejas del mismo sexo. Va también de devolver a las mujeres a los fogones y a los hombres al señorío de lo público; va de rescatar esos argumentos trasnochados de que “madre solo hay una” y “padre es cualquiera”. Argumentos que no ayudarían a Fernando a ganar sus batallas.

Coinciden especialistas en termas de familia que estamos viviendo momentos de cambios donde conviven modelos de avance, con otros de retroceso. Aunque la vida cotidiana demuestra que, puertas adentro, en muchas casas aún se vive “a la antigua” cuando de roles se trata, puntos de luz iluminan los caminos de la paternidad. Las relaciones dentro de los hogares van cambiando y si bien la transformación es lenta, hoy ya se ve de todo: familias donde el cambio es un hecho y otras que aún ni han intentado romper con la añeja tradición patriarcal. En medio de estos vientos de huracán, muchos padres, cada vez más, se preguntan si vale la pena quedarse con las manos atadas frente al duro oficio que la tradición les ha destinado.

He tenido el privilegio de conocer a muchos de ellos. Desde la cuna. Fui educada por dos “de lujo”, uno biológico y otro que llegó después, por obra y gracias de las familias reconstituidas; pero a casi medio siglo la convivencia se mezcla con los genes y ya no reconozco diferencias. Por si fuera poco, comparto el día a día con hombres, lejanos generacionalmente, que ejercen la paternidad muy en serio y con orgullo: Ariel, por supuesto; pero también Mario Jorge, Toni, Paquito, Juan Antonio, Santiago y Juan Carlos; o, mucho más jóvenes, Armando, David, Regis, Abdiel, Miguel Ernesto, Jorge… la lista no es tan corta.

Pero cambiar la forma de pensar de toda una sociedad requiere de coherencia y mensajes claros. ¿Cuántas trabas existen aún en los hospitales maternos para que los recién estrenados padres participen del nacimiento en igualdad de condiciones que sus parejas? ¿Cuántos litigios de custodia tras un divorcio terminan favoreciendo de forma casi automática a la madre, sin pensar en que los potenciales Fernando, contrapartes del conflicto, no siempre son los malos de la película? ¿Cuántos jefes aceptan sin reparos la solicitud, por parte de un hombre, de una licencia para cuidar a su pequeño recién nacido?

Sergio, uno de esos padres fabulosos que me ha tocado conocer, se quejó mucho de los malos ratos que acompañaron la llegada de su primer hijo. No sólo le impidieron estar presente en el parto. Pasó casi todo el tiempo postergado de aquel asunto de mujeres y las veces que intentó indagar, ocuparse, participar..., médicos y enfermeras lo trataron con esa especie de condescendencia indiferente: No se ponga nervioso, todo va a salir bien, pero tiene que tener paciencia.

Ese añorado tránsito de costumbres, de tradiciones, debe transcurrir parejo. No puede pasar que la misma sociedad que presiona a los hombres, por un lado, para que asuman la paternidad de manera consciente, los subestime por otro. Mientras desde espacios como el Centro Nacional de Educación Sexual se habla en estos días de paternidad responsable y Unicef llama a “ser padres desde el principio”; desde otros, sociales e institucionales, se envían señales contradictorias, en el mejor de los casos. Y puede pasar, simplemente, que un hombre salte por encima de sus prejuicios, asuma la mitad de las cargas cotidianas en casa y una mañana, al llegar como cada día al círculo infantil, la seño le eche un cubo de agua fría: “papá, dígale a la mamá que mañana hay reunión de padres”. ¿De padres?

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