Ania Terrero - Red Semlac.- Un mafioso italiano secuestra a una joven empresaria polaca y le da 365 días para enamorarse de él. Su excusa, como mínimo absurda, es que ella apareció en su mente cuando estuvo a punto de morir un par de años antes. Desde aquel momento, la busca. Ahora, que la encontró, no puede dejarla ir. Esa es, a grandes rasgos, la historia de Massimo y Laura en la película 365 DNI, que durante el último mes lideró los tops ten en Netflix. Falta un detalle: Laura solo necesita un par de días para ceder ante el violento galán y terminar enamorada, embarazada y casi casada. El síndrome de Estocolmo en su máxima expresión.


Aderezado con largas y realistas escenas de sexo, mucha violencia e incluso acoso sexual, el filme, que llegó a la plataforma audiovisual online el 14 de junio, se coronó como el más visto en varios países de América Latina y Europa. En Cuba, Paquete Semanal y dispositivos USB mediante, también viajó de casa en casa y los comentarios en redes sociales no tardaron en llegar. Al fin y al cabo, entre las pocas empresas que navegaron con éxito durante la cuarentena, estuvo sin dudas Netflix.
El largometraje polaco está basado en el libro homónimo de la escritora de ese país, Blanka Lipinska. Fue dirigido por Barbara Bialowas y protagonizado por los actores Anna Maria Sieklucka y Michele Morrone, cuyos perfiles en redes sociales multiplicaron sus seguidores tras el estreno mundial. Popular es, queda claro, y precisamente por ello es tan preocupante. La historia es un claro ejemplo de todo lo que no se debe contar en asuntos de sexismo y equidad.
El problema empieza desde la caracterización de los personajes. Massimo es un hombre atractivo, poderoso, rico, sensual y todos esos otros rasgos que, según la industria, las mujeres consideramos irresistibles. Además, es violento, dominante y cuenta con decenas de prostitutas a su servicio, dispuestas a satisfacer sus necesidades sexuales sin ningún tipo de gratificación mutua. Pero la película lo justifica. Después de todo, vive en un ambiente que lo obliga a ser así y, ya que estamos, es “el hombre ideal”.
Laura, por su parte, es una empresaria aburrida de su trabajo, hermosa, joven, pero con un novio que no la atiende y llega a serle infiel. Esos son los argumentos que Massimo utiliza para convencerla. Porque, parecen contar, las mujeres solo necesitamos un hombre y mucho dinero para vivir felices.
Ella arranca con una postura firme, se resiste, le dice que no pertenece a nadie, le exige que la libere. Sin embargo, le bastan un par de días de compras, viajes, lujo y seducción para caer en sus redes. De hecho, el filme no pierde la oportunidad de mostrar una escena en la que se enfrenta a otra mujer por el amor del súper hombre.
Sin muchos esfuerzos, echan por tierra el principio tan duramente luchado de que “no es no”. En el primer encuentro de la pareja, el mafioso cuenta sus intenciones, dice que no parará hasta hacerla suya y asegura que no la tocará sin que ella se lo permita. Sin embargo, mientras habla, lleva un arma en la cintura, la empuja contra una pared, la coge del cuello con violencia y le toca el pecho.
Luego, según pasan los días, hace oídos sordos a sus constantes negativas y fuerza una y otra vez el acercamiento físico. Se mete en su cama mientras duerme, se cuela en un probador para observarla semidesnuda y tiene relaciones con otra mujer delante de ella “para que sepa lo que se pierde”, por solo poner un par de ejemplos. Aún peor, el filme intenta convencernos de que Laura no es ninguna santa, que lo provoca y le sigue el juego.
La trama hace tanto énfasis en la sensualidad del protagonista masculino, como en sus bienes materiales. Cuando Laura se revela, la llevan de compras y ella se derrite. La pasean con ropa y tacones de lujo, por mansiones gigantes, yates y aviones privados o discotecas exclusivas. Una vez más, cuentan la historia del hombre proveedor y la mujer mantenida. Laura no solo se enamora de su secuestrador, también lo hace de su riqueza que, vale la pena recordar, es fruto de la mafia y la ilegalidad.
Por si todo lo anterior fuera poco, la película, que no escatima a la hora de incorporar escenas de sexo explícito, muestra una imagen de este tipo profundamente básica y machista. Las relaciones sexuales están repletas de violencia, forcejeos y empujones. Además, representan a la mujer como objeto sexual creado para satisfacer al hombre.
El hecho de que en pleno 2020, luego del amplio movimiento de denuncia vivido en el cine bajo el hashtag #MeToo, se considere buena idea rodar una historia que romantiza el síndrome de Estocolmo, cosifica a la mujer y valida la violencia sexual, resulta alarmante.
365 DNI no solo refleja a las mujeres como seres en busca de hombres machistas que las controlen, violenten y muestren como trofeos, a cambio de dinero y un poco de sexo rudo. Sino que, además, apuesta por mostrar todo eso como amor, en términos de propiedad y dominación.
A la larga, su problema no es, siquiera, que cuente una historia de secuestros, abusos y violencia sexual. El conflicto es que todo eso se muestre desde un prisma romántico, se presente como posible y llegue, Netflix mediante, a convertirse en el sueño de muchas jóvenes a lo largo del mundo. Basta con echar un vistazo a los miles de comentarios en redes sociales, donde adolescentes se cuestionan “dónde está el Massimo de sus vidas”.

Un conflicto no tan nuevo
365 DNI presenta una visión tan obviamente machista del amor, que el horror, espanto y las críticas hacia ella han sido casi tan populares como el propio filme. Sin embargo, la película polaca es apenas la punta visible de un iceberg que incluye otras tantas historias donde, de forma menos evidente, se validan relaciones tóxicas y estereotipos sexistas.
El problema es casi tan viejo como la industria del entretenimiento. Durante años, las princesas de Disney, las novelas y películas románticas reprodujeron, una y otra vez, el esquema del enamoramiento como salvación, como único objetivo en la vida de las mujeres; como exclusiva fuente de felicidad por encima de la carrera profesional y la realización personal.
Según la periodista, profesora y experta en temas de género Isabel Moya, se ha construido un ideal del amor, entendido como la unión de dos mitades, la complementariedad, el “sin ti me muero”, “sin ti no puedo vivir”; la exclusividad, la pasión eterna, entre otras creencias.
Sin embargo, en los últimos tiempos, muchos de esos relatos crecieron en popularidad, lideraron taquillas y removieron redes sociales. Sagas como After, Crepúsculo y Cincuenta sombras de Grey, todas particularmente reconocidas por los amplios movimientos de fans que generaron, recurrieron al mismo formato. Chica buena se enamora de chico malo que la maltrata y la controla, pero la ama e intenta ser mejor por ella.
Sin interiorizar mucho en las tramas, Cristian Grey, marcado por una infancia difícil y acostumbrado a relaciones de dominación, exhibe comportamientos altamente inquietantes para una relación de parejas. Desde mostrar unos celos obsesivos, hasta vender el carro de Anastasia sin su consentimiento o elegir la ropa que se pone.
Edward Cullen, el vampiro de Crepúsculo que puso a soñar a cientos de adolescentes hace unos años, controla en exceso a Bella bajo justificaciones de protección y seguridad. La espía mientras se mueve por la ciudad vecina, se mete en su cuarto sin permiso para verla dormir, organiza una fiesta de cumpleaños que ella no quiere y llega, incluso, a prepararle un aborto cuando conoce que está embarazada de un bebé que podría matarla.
En After, saga adolescente de moda, Hardin y Tessa mantienen una relación altamente tóxica, donde el ciclo de peleas, rupturas dañinas y reconciliaciones memorables se repite hasta el cansancio. La agresividad de Hardin, también producto de una niñez compleja, daña a su pareja física y emocionalmente. No deja que Tessa tenga amigos, golpea a quienes se acercan a ella, la insulta por hablar con otros hombres y la trata como si fuera su propiedad.
En los tres casos, las enamoradas dulcifican y justifican las conductas violentas o controladoras de sus amados. Aun cuando en su fuero interno se preocupen o molestan, tienen como meta salvarlos y hacerlos mejores, en nombre del amor único y especial que mantienen. Y ahí va otro mito: las mujeres no tienen por qué ser terapeutas de sus parejas.
Estas tramas validan, una y otra vez, situaciones de abuso, manipulación y violencia. Las muestran como normales o, al menos, como elementos imprescindibles del verdadero amor. Refuerzan no uno, sino muchos estereotipos sexistas. Insisten en la idea del enamoramiento a primera vista y del destino. Asocian la virginidad a la perfección, pero solo en el caso de ellas. Enaltecen la paciencia infinita de quienes se sacrifican en nombre del amor. Muestran a mujeres que renuncian a sus intereses y amigos para dedicarse al hombre de sus vidas. Reproducen los ciclos de violencia, donde las grandes discusiones son seguidas de apasionadas reconciliaciones. Y, sobre todo, glorifican el perdón al apostar insistentemente al lugar común según el cual “el amor todo lo puede”.
Tales producciones son aún más peligrosas porque sus públicos principales suelen encontrarse entre la adolescencia y la juventud, cuando las personas son más influenciables. Muchachos y muchachas asumen estas propuestas y reproducen los patrones de control y dominación dentro de sus primeras relaciones.
Películas como 365 DNI, After,Crepúsculo, Cincuenta Sombras de Grey y otras similares confirman las conclusiones de muchos estudios de género. La industria del entretenimiento y la sociedad han reforzado la relación entre el amor y el sufrimiento como ingrediente clave. Construyeron una visión distorsionada de las relaciones de pareja que, en definitiva, normaliza la violencia de género e invita a las mujeres a convivir con abusos, maltrato y explotación en medio del mantra -casi sagrado - de “soportarlo todo”.

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