Jorge Sánchez Armas / Cubahora.- Nací en medio de una familia donde todas eran mujeres, siete en total. De ellas aprendí un sabio e inolvidable consejo: a las mujeres hay que respetarlas, ni golpes ni gritos. Para mi familia, esa era suficiente prueba de hombría y caballerosidad.


A inicios de los años 60 el machismo corría fuerte en las venas de Cuba. Estaban ahí, en la epigenética de hombres y mujeres, estereotipos recibidos de los antepasados, que se trasmiten hasta los días de hoy.

Aprendí a lavar, planchar y limpiar… pero mirando de lejos lo que ellas hacían. De ahí a que me dejaran “ayudar” el tramo fue siempre insalvable, mientras que mi prima, un año menor, pronto tuvo que soltar sus juguetes porque “le tocaba” hacerse una mujer de bien.

Cocinar me atraía especialmente, pero mi abuela, con esa autoridad únicamente superada por Bernarda Alba, decía: “¡Quién ha visto un macho metido en la cocina!”; así que pasó mucho tiempo antes de que me dejaron al menos hacerme alguna tortilla o huevo frito, primeros suculentos platos confeccionados en mi juventud.

La vida me fue enseñando poco a poco que ninguna profesión debería estar marcada por el género, porque hay hombres sastres y chefs de cocina maravillosos en su oficio y mujeres que han ido al cosmos sin ningún varón que les diga qué hacer.

Cuando decidí compartir mi vida laboral y sentimental con Mileyda, fue como volver a la Universidad. Ella me dijo que en este mundo al que entraría, muchos de mis paradigmas iban a caer, algo que negué rotundamente… hasta que los vi rodar uno a uno, para suerte mía.

Junto a ella di mis primeros pasos en el activismo por el derecho de las mujeres, y aprehendí su verdadera esencia justiciera. Ahora, cuando alguien afirma que el feminismo es lo contrario del machismo se me llena el gorro de guizazos y brinco como un resorte.

Hay una razón más que suficiente para que esa afirmación se desmorone: el machismo mata mujeres todos los días y su esencia es mantenerlas subordinadas a los hombres. El feminismo, por su parte, reclama equidad, que significa dar a las mujeres lo que necesiten para alcanzar la igualdad tan ansiada entre ambos sexos, sin pretensiones de mantener sojuzgados a los hombres, mucho menos disponer de sus vidas como si no valieran nada.

Recuerdo a cada rato una frase de Xavy, amigo catalán que cursó con nosotros en 2018 el diplomado internacional de Género y Comunicación, organizado cada año por el Instituto Internacional de Periodismo José Martí: Para un hombre, ser feminista es hacer justicia con las mujeres.

La idea de escribir esta crónica salió a partir de algo que leí en Facebook, pasadas pocas horas del 8 de Marzo: una publicación que he visto varias veces, mediante la cual una académica de la Lengua Española afirma que la gramática no tiene sexo, no es ni incluyente ni excluyente.

Vale recordar que la ideología patriarcal y su instrumento principal, el machismo, tienen milenios de ser ejercidos por personas de cualquier identidad sexual y/o cultural. Pero existe una enorme diferencia entre lo que ella dice desde una posición de empoderamiento intelectual y lo que ocurre realmente. Si fuera como ella plantea, no harían falta vocablos como ellas, niñas, directora, coronela, ingeniera, doctora, barrendera, educadora, sirvienta… gramaticalmente estarían todos sumidos en el masculino equivalente.

Pero hay algo de lo que la señora no habla: el lenguaje tiene un poder que a veces no tienen los músculos o la más potente maquinaria, es un “invento” humano creado para canalizar la principal necesidad sicológica: comunicarse.

A través de palabras se desatan guerras y se llega a la paz; se ofenden y reconcilian personas y Estados; se estimulan y sancionan conductas; se dejan al descubierto algunas cosas para mantener ocultas otras; se dicen verdades. Se defienden mentiras…

Nadie niega que hablar y escribir con claridad y economía de palabras es un arte. Pero innegable es también que a través de la gramática se invisibiliza a las mujeres sistemáticamente, una práctica con raíces profundamente religiosas, sociales y patriarcales, sobre todo. Omitir a las mujeres, las niñas y otras identidades no heteronormativas es violencia estructural y tiene que acabar para eliminar otro cúmulo de discriminaciones.

La enfática defensa del purismo español de la citada académica me hace recordar a nuestra también académica e imprescindible Isabel Moya Richards cuando decía, una y otra vez, que de buenas intenciones está empedrado el camino al sexismo.

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