Diseño de portada: Kalia León

Alma Mater.- ¿Qué significa «no estar de acuerdo con el feminismo»? Quienes responden, en su mayoría, no comulgan de antemano con el feminismo, así, con cursivas hasta al pronunciar la palabra; cada letra pesada como si el aire fuera líquido y costara tragarlo y expulsarlo.


Para ellos, el feminismo es una ideología violenta cuya intención de tomar el poder arrebataría a los hombres las posibilidades conquistadas hasta el momento y les entregaría, en cambio, las responsabilidades que las mujeres hemos tenido históricamente. Más o menos que, por ejemplo, «si el feminismo triunfara» nosotras tendríamos derecho a dedicarnos al trabajo o la creación más que al cuidado de los hijos, lo que dejaríamos, por ejemplo, a cargo del padre. Eso, para quienes «no comulgan con el feminismo», resulta inaceptable de un extremo a otro.

Presenciamos escenas como esas casi a diario. Muchas, por benevolencia, impotencia o por razones que nunca sabremos, guardamos silencio, un silencio que concilia — y refuerza — la situación. Un silencio que perpetúa.

Pudiéramos decir que el machismo está desapareciendo, y que podemos comenzar a respirar aliviadas. No obstante, el machismo conductual, o «actitudinal» si se me licencia la especificidad, no es donde pongo el lente acucioso en esta ocasión. Está claro que las estadísticas sí reflejan la disminución de muchos de nuestros problemas sociales y económicos — gracias a nuestras luchas — , pero sigue imperando en mujeres y hombres, y nótese: en mujeres y hombres, a través de valores individuales y sociales que se reproducen a mayor o menor escala. Un machismo que es más difícil de identificar.

El objetivo entonces no es jugar a ver quién es machista y quién no. El cuestionamiento se ha puesto de moda, aunque creo que es un despropósito. El machismo, además de una conducta o un conjunto de ellas, es la manera en que se concretan determinadas relaciones. Sí, es una actitud social. En soledad…, en soledad ya es otra historia. Ahora, si asumimos que el machismo está incluido en el paquete de las relaciones interpersonales, que es un aprendizaje adquirido desde la infancia, entonces la sociedad es machista. Nuestra sociedad. Todo el mundo, parejito. Las feministas también, por cierto.

Asumo que a partir de aquí la lectura se ha hecho menos agradable, digamos, difícil de digerir, porque pareciera que de esto no se salva nadie. Es que si este es el vehículo que aprendimos para interactuar, este es el que hay, señores, y a partir de aquí todo queda a nuestra disposición si queremos modificarlo. Mientras tanto las transacciones, negociaciones y vínculos que establezcamos seguirán rigiéndose por el machismo, y todos seguiremos siendo sus víctimas. Todos.

Es la sociedad la que es machista y en esta lógica no tiene sentido constructivo hablar de individuos puntuales. Este orden de cosas genera individuos machistas, con conductas y patrones asentados en esas relaciones de poder que asumen la supremacía de un sexo sobre el otro. Mujeres y hombres son víctimas de una sociedad así: aprisionados en el lenguaje y los modos de hacer, libramos una batalla por la ratificación del poder de nuestro sexo que es, cuando menos, extenuante.

Para mucha gente, en cambio, este status quo es conveniente. Machistas por convicción, podemos llamarles. Por eso contradicen al feminismo, pero eso no viene al caso. Para ellos la desigualdad entre los sexos y la marginación es estratégica y hasta inevitable «porque siempre ha sido de ese modo». Eso lo hace, desde esta perspectiva retorcida, preferible y hasta funcional para el desarrollo social o — en un menor nivel si se quiere — para el desenvolvimiento de las parejas y las relaciones intrafamiliares e intergrupales. El machismo jerarquiza, establece roles y estructuras.

Si lo observamos desde ese cristalito, podremos notar entonces cómo o por qué muchas personas, al juzgarse a sí mismos, concluyen con toda sinceridad que no son machistas, pero siguen reproduciendo costumbres incongruentes con su propio estamento. Vuelvo: mujeres y hombres.

Ese que no se ve; ese, que hace que se desconozca el feminismo, que se interrumpan los discursos femeninos, que se desbalanceen las relaciones de pareja, que se refuerce la mitología en torno a la belleza y la maternidad; ese machismo acechante, lectores, es tan dañino como el que tradicionalmente hemos concebido como tal.

Las trampas están en todas partes, no solo en el uso del lenguaje verbal, al que suelo referirme. Los rituales de la comunicación se han establecido alrededor de actitudes y conductas que favorecen las relaciones de poder. El control emocional, sexual y económico sigue formando parte de nuestra cotidianidad.

Hagamos, con cierta brevedad, el ejercicio de examinar nuestras vidas: ¿hasta qué punto las mujeres somos monitoreadas, criticadas, observadas, relegadas a un segundo plano? ¿Cuánto de lo que hacemos en nuestro día a día está pautado por nuestra voluntad y cuánto lo hacemos o dejamos de hacer porque son — o no — «cosas de mujeres»? ¿Cuánto de natural tienen nuestras decisiones, nuestra apariencia física, nuestro trabajo? ¿Somos capaces — todos — de tomar en serio las opiniones y posturas femeninas? ¿Qué es lo «normal» en una mujer, y qué no? ¿Qué es «lo femenino»? ¿Somos capaces de reconocer que contribuimos a legitimar control y dependencia en vínculos determinados? ¿Necesitamos la aprobación de alguien para reforzar nuestra autoestima?

Aún no sabemos cómo sería un mundo sin machismo. Podemos imaginarlo si, con cierta simplicidad, dejamos ser y hacer al feminismo. Así avanzaríamos y tanto hacia la equidad entre mujeres y hombres. No se confunda con igualdad, pues no es el sentido: nosotras no tenemos interés alguno de convertirnos en malas copias de los hombres. Esta óptica masculinizante de nuestra actitud es la que ocasiona que aún haya hombres que «no comulguen con el feminismo». Esta no es la ley de la selva. Ni lo será. Hablo de una filosofía liberadora, en busca de la redefinición de los conceptos y las formas de hacer. ¿A quién favorece? A todos.

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