Nueve Azul - Alma Mater / Diseño de portada Kalia León.- Exclusivamente para nosotras fueron diseñados la monogamia, la fidelidad y, por supuesto, el sufrir por amor. No hablo de afectos, sino de crianza, de sueños, de aspiraciones. Hablo de las mujeres «fracasadas» porque están solteras a los treintaytantos, de las «antinaturales» que no quieren tener hijos…


Para los teóricos de esta corriente, la interacción social es algo que existe por default y el individuo, al nacer, debe ser socializado en ella. Por tanto, la actuación de ese individuo en lo que se concibe como la realidad debe estar marcada por la conciencia tanto de sí mismo como de su entorno. Esto, bajo el reconocimiento de que la autoconsciencia y la autorreflexión son inherentes a las personas.

Además de diferenciarnos de los animales, esta capacidad de pensar ha llevado a la humanidad por un camino, pudiéramos decir, de progreso (lo cual es relativo) y ha condicionado el establecimiento de un conjunto de normas, reproducibles y transmisibles, en primera instancia, a través del lenguaje.

El interaccionismo privilegia el concepto de G.H. Mead, el «yo generalizado», para explicar el papel del «yo» en el contexto social. Nuestra capacidad de pensar está moldeada por la interacción, nuestros roles sociales se generalizan y el individuo dialoga con un ente colectivo y por tanto de turbia identidad: Las personas juzgamos nuestras acciones a partir de las expectativas de la sociedad. Esa contraparte que nos interpela es la sociedad misma. En la medida en que el «yo» social se desarrolla, también lo hace el «yo» del individuo, que toma forma bajo el paraguas de reglas y estructuras que la sociedad ha dispuesto.

La tercera ola del feminismo comenzó desentrañando uno de los mitos más importantes para la comprensión del movimiento en la historia colectiva. El «problema femenino» descrito por Betty Friedan en La mística de la Feminidad explicó con pelos y señales el rol de la mujer en la sociedad: la ama de casa, la esposa, la madre. Los escenarios: el hogar, la familia, la maternidad. Confortablemente amueblados para las mujeres, esos espacios se establecieron para la socialización y la reproducción 1) de las normas sociales, y 2) de los roles asumidos en ellos.

Betty Friedan consiguió explicar el vacío existencial que generaba en las mujeres la horma social que les había sido impuesta. En el transcurso de la Historia — comenta — la vida de las mujeres no se ha regido por el principio de «cada cual según su capacidad», mucho menos «según sus derechos» (reales), en tanto ha resultado de una vida exterior gobernada por la narrativa masculina, por las mentiras del patriarcado cuyas consecuencias afectaban las relaciones con los propios hombres, las mujeres y la vida social en general.

La manera en que la gente aprende los significados y los símbolos que conducen su capacidad de interpretación es la interacción social. Este aprendizaje no solo determina el qué piensa sobre los fenómenos y procesos de la vida cotidiana, sino los actos humanos en sí y las interacciones que genera con lo que le rodea. La forma en que nos concebimos es un producto regulado por la sociedad y, a la vez, la más infalible forma de reproducir el orden social que establece esas normas. Qué es y cómo ser mujer, una imagen construida sobre «la contrarrevolución sexual». Las falacias del machismo intrínseco en el capitalismo.

Otra vez: la interacción puede modificarse sobre la base de cómo se interpretan las situaciones concretas; pero ¿cómo se modifican las interacciones? La autorreflexión. Matemática de ínfima complejidad: el análisis de las ventajas y las limitaciones relativas de nuestros cursos de acción posibles determina el cauce de nuestras decisiones. Nada, y hago notar, nada es aleatorio dentro de un proyecto creativo de una sociedad gobernada por el machismo, por una dinámica asentada en que la identidad de las mujeres, la creatividad de sus actos, la visibilidad de sus logros cobra sentido a través del marido o los hijos, el amigo, el colega. Él.

Para Friedan, la mística consiste en eso, en la forzosa infantilización de su rol social, en la creación de la ilusión romántica de lo verdadero y perdurable, el miedo al sufrimiento y al abandono. El temor a la soledad, a que nos falte él, la encarnación de una utopía individual — e individualista — fomentada por siglos de adoctrinamiento.

Lamento la mala noticia, pero el amor romántico tal como lo conocemos no existe. Uno de los más arraigados mandatos de género es que nuestro objetivo vital es ser reconocidas como buenas hijas, esposas y madres. Reinar en nuestros reducidos espacios: los hogares, las familias, esas cuatro paredes dentro y fuera de la mente, que nos mantienen bajo control.

Exclusivamente para nosotras fueron diseñados la monogamia, la fidelidad y, por supuesto, el sufrir por amor. No hablo de afectos, sino de crianza, de sueños, de aspiraciones. Hablo de las mujeres «fracasadas» porque están solteras a los treintaytantos, de las «antinaturales» que no quieren tener hijos, de las «putas» que tienen amantes varios y variados, de las «santas» malqueridas de por vida. Hablo de todas a quienes nos han puesto etiquetas y nos las hemos creído. De las que hemos asumido que estamos gordas o hablamos demasiado alto o preferimos estar solas antes de ser el bonito trofeo de un fulano.

El amor romántico, ese conjunto de significados que tiene hoy en la sociedad, los símbolos que asociamos a él, lo convierten en un mito, una trampa, una enfermedad. Siempre he llamado a sospechar del andamiaje comercial. La publicidad, los anuncios, la industria de la moda, el cine, la música; todo puesto en función de eternizar la mística de la belleza y el romanticismo, la quimera de que la sociedad será perfecta si nosotras, las mujeres, nos esforzamos lo suficiente para que así sea. El artificio ha sido construido, el plan de venta está hecho: nuestra civilización de purpurina está lista, en apariencia, para hacer el milagro. En los medios de comunicación podremos encontrar el sentido de identidad, de creatividad, de felicidad, de autorrealización. Nos dirán qué y cómo hacerlo.

La sociedad se modela a partir de los individuos que la componen. La cultura se construye y recrea sobre las acciones y pautas de conducta de las personas. La organización social que deriva de ello se transmite y legitima en la estructura massmediática. Ojo, esta trama desquiciante y avasalladora no es tanto el resultado del afán de dominio de los hombres sobre las mujeres en su sentido más simple, como del desarrollo del sistema capitalista. Las personas asignamos significados a los fenómenos. Mead — no olvidemos al interaccionismo simbólico, modesto hilo conducente de este texto — apuntaba que el «yo» no es innato, sino que es socialmente creado y, a su vez, creador de la realidad social. Lo que es significativo en un contexto o situación determinados lo es porque le ha sido otorgado ese matiz. La belleza, la docilidad, el carácter reblandecido, la sonrisa perenne e incondicional, la maternidad sin reparos son «atributos» que nos hacen «deseables».

Es válido, sin embargo, decir que las mujeres hemos despatriarcalizado muchos espacios, y el ideal de princesas de la casa, primero de papá y luego de cuanto novio aparezca en el camino de búsqueda del príncipe azul se ha desvanecido. Claro, nosotras también nos hemos apropiado de los símbolos y, si bien la autoestima aún es un acto de coraje e incluso la angustia persiste implacable y silenciosa, las mujeres, ese otro ente colectivo, ese otro reflejo de la sociedad, no somos chiquillas. Nada de tesoros, ni mamis, ni beibis, ni reinas. «Antiprincesas», diría una de mis maestras. Antiprincesas feministas, niñas de nadie.

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