Elena Bossi - LAFTEM/Revista Mujeres (Foto: Cuadrilla Feminista).- Existen algunas declaraciones acerca de que el mejor castellano del mundo se hablaba en El Hierro, la más occidental y meridional de las islas Canarias en 2012; pero en el municipio de Armenia, Colombia, en 2021.  Este “mejor” significa aquí el más conservador y por eso es lógico que sea lejos de los grandes centros urbanos, porque lo natural es que las lenguas sean innovadoras en los centros y más conservadoras en las periferias, alejadas, aisladas de sus lugares de intercambio en donde la vanguardia y el cambio veloz son la norma.


Es probable que, en alguna colonia de inmigrantes alemanes de la Argentina, se hable un alemán más primitivo y por lo tanto más conservador, más parecido al más “antiguo”.  Esta antigüedad es leída por algunas personas como sinónimo de “pureza” lingüística. Y si de antigüedad se tratara deberíamos hablar el castellano de Cervantes, el que leemos en El Cid o el arcipreste de Hita o, mejor aún, deberíamos seguir hablando latín vulgar (porque el otro, el clásico, la lengua muerta, no se hablaba ya ni en tiempos de Cicerón) o aquellenguaje originario del Edén.

Según el criterio de que lo mejor es lo más antiguo, en épocas de Dante, la lengua que hoy lleva con orgullo su nombre porque con ella se escribió la Commedia, habría sido rechazada de plano por ser más parecida a lo que hablaba la gente en las calles, el dialecto de Florencia que, al latín, usado por lo general en las obras escritas. 

Si la gente hubiese sido obediente a la gramática, la literatura gauchesca no habría sido escrita, Domingo Zerpa habría sido prohibido en las escuelas, junto con las coplas y más de la mitad de la literatura regional. Tampoco existirían el glíglico de Cortázar, el lenguaje transracional de Girondo, los personajes de los cuentos de Rulfo enmudecerían y así se nos caería casi toda la biblioteca: Huidobro, Vallejo, Arguedas, solo por nombrar algunos.

Solo las lenguas muertas como el latín o el griego clásicos permanecen inmutables. La mutabilidad es una de las características de las lenguas vivas.  Las lenguas cambian porque no están hechas, son un hacerse constante. Gracias a que la lengua que hoy hablamos es la constante evolución del latín, la RAE tiene trabajo. De otro modo, no tendría razón de existir.

La lingüística distingue los términos de “lengua” y “habla”.  Define la “lengua” como el sistema que no tiene existencia concreta, existe virtualmente en los cerebros de quienes hablamos, en los diccionarios y en las gramáticas. Es una suerte de amplio espacio de referencia semejante a la nube:  acudimos a ese espacio virtual que flota en nuestras cabezas, para hablar, escuchar, pensar, escribir.  La existencia concreta de esa lengua se realiza en el habla que es el uso individual. No hay “lenguas” que caminan por ahí. Hay hablantes. Gente que usa la lengua. Así, cada persona habla según su época, su región, sus contextos, sus características y, sobre todo, según sus necesidades. Hay hablantes, gente que habla de modos variados. Si matamos la variedad, matamos la lengua.

La realidad también se modifica y la lengua conforma nuestra posibilidad de ver. No vemos aquello que no se nombra.  El advenimiento de la red, el psicoanálisis, la física cuántica nos develaron realidades que se manifestaban antes también, pero que éramos incapaces de ver porque no las habíamos nombrado, como por ejemplo el quark, internet, el super yo.  Es más, nos rodean innumerables realidades cuya existencia solo sabemos por el nombre que le damos: amor, odio, valor, estima, simpatía, inconsciente, subconsciente, chat, mensajería.

Existe en África, una población para la cual el arco iris apenas tiene dos colores: ziza y hui; mientras que en lengua española podemos ver matices de siete colores, ellos ven matices de dos colores. Así, las lenguas formatean (y esta es una nueva palabra para una nueva realidad) nuestra capacidad de ver y entender.

El descubrimiento del ornitorrinco fue difícil de aceptar, por no alterar las clasificaciones imaginadas por el mundo de la ciencia en su pobre esfuerzo por ordenar el caos.

Apareció hace poco, ante nuestra mirada, una realidad que no veíamos: mujeres en el arte, en la guerra; en la historia de la independencia, de los inventos, de la filosofía y necesitamos ampliar el uso de nuestro lenguaje para dar cuenta de esa realidad que estaba allí pero era invisible: había sirvientas y también sirvientes; presidentes y presidentas; soldados y soldadas, filósofas y filósofos. Descubrimos también que no vivíamos en un mundo binario.  Se abrió ante nuestros ojos una variedad inmensa de posibilidades.

Negarnos a poner nombre a las cosas es negarnos a mirar, a ver algunos aspectos de la realidad compleja, inmensa, multicolor.  

En mi ciudad, durante unas fiestas primaverales, se instaló una fuente en un parque. La fuente, con forma de flor, estaba pintada con los colores del arco iris.  Después de la realización de la marcha del orgullo, la fuente/flor apareció despintada. Ignoro si fue despintada por razones ideológicas o por casualidad; pero podemos usar el hecho como metáfora. Puedo recibir el regalo de la realidad que se abre ante los ojos con todos los colores del arco iris, o puedo negarme a verla, mirar una flor despintada y poner la cabeza en el agujero como los avestruces que, por otra parte, no hacen eso.

El lenguaje nos ha privado alguna vez de la existencia del ornitorrinco, pero no ha tenido inconvenientes en inventar una realidad no real, acerca del avestruz. Este mito del avestruz forma parte de nuestra manera de entender el mundo y podemos repetirlo, aunque no sea verdadero, para hacernos entender. Quienes hablamos seguiremos usando la lengua como necesitemos para nombrarnos y para descubrir velos.

Aparecen de pronto políticos preocupados por la pureza del idioma, tratando de prohibir ciertos usos. Nunca se habían inquietado antes en sus discursos por aquello que se admite o no en el diccionario de la RAE; de hecho, de haber seguido semejantes demandas en tantos años, habríamos tenido que prohibir el Martín Fierro. 

De pronto, quienes hasta ayer hacían alarde de un hablar corriente y poca lectura se erigen en académicos e intentan prohibir por miedo o por ignorancia. ¿Era, entonces, el hombre para el sábado?  ¿Estamos al servicio de la gramática? ¿Es el nuevo dios? ¿O la gramática y los diccionarios están al servicio de quiénes hablamos?  

El uso de un lenguaje que incluya la gama de toda la variedad y riqueza del mundo no es obligatorio, no se trata de imponer nada autoritariamente; se puede recibir el regalo o negarse a ver; en cambio la prohibición resulta autoritaria, negadora. Prohíbe, más que el uso de un par de palabras, la inclusión 

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