Lari Perez Rodriguez - Revista Muchacha.- Es una verdad universalmente consabida que un grupo de señores ha perdido el sueño a causa de la irreverencia de algunas mujeres. Y es que sus ojos se niegan a cerrarse cuando recuerdan que nosotras estamos cultivando la mala costumbre de poner por escrito nuestros pensamientos. ¿Cómo dormir si en las librerías las «obras femeninas» arrebatan el espacio a honorables colegas y, lo que es aún peor, si ya hemos logrado colarnos en los planes de estudio de algunas universidades?


Ya que su persistencia no conoce límites, y que a día de hoy insisten en apartarnos de las editoriales, considero pertinente — si no imprescindible — revelar las disímiles estratagemas que han diseñado para alcanzar su objetivo.

Al principio, fue la ceguera

Cuando las academias, bibliotecas y Universidades fueron creadas, las puertas se abrieron solo para algunos hombres. Ninguna mujer pudo entrar. Aquellas que intentaban asomar la cabeza lo hacían a riesgo de perderla.

Pero me encontraba ya ante la puerta que conduce a la biblioteca misma. Sin dudas la abrí, pues instantáneamente surgió, como un ángel guardián, cortándome el paso con un revoloteo de ropajes negros en lugar de alas blancas, un caballero disgustado, plateado, amable, que en voz queda sintió comunicarme, haciendo señal de retroceder, que no se admite a las señoras en la biblioteca más que acompañadas de un “fellow[*]” o provistas de una carta de presentación.

Y mientras nosotras permanecíamos desterradas, los hombres escribieron todas las palabras — que de tanto repetirlas, las creyeron verdades. Entonces, se hizo incuestionable la inteligencia masculina, y a las mujeres se nos nombró inmaduras e irracionales.

Encerrar los cuerpos, encerrar las mentes

Para controlarnos, se nos privó de la independencia económica. Cada pequeño objeto requería de ser aprobado (por el padre, el esposo, el hermano, o el hijo) antes de llegar a nuestras manos. Emily Dickinson estaba obligada a solicitar a su padre dinero para comprar libros. Además, era él quien le facilitaba los sellos para sus cartas, ya que ella no poseía ni un solo centavo.

Y, sin embargo, escribía(n).

Entonces hubieron de enajenarnos: romper el íntimo vínculo con el ser. ¿De qué habla una mujer que no (se) siente, que no (se) escucha, que no (se) ve? Nos bautizaron «cuidadoras de todos». Convencidas de que era amor, atendimos casa y familia. Y dejamos de distinguir a nuestras hermanas.

Sylvia Plath se levantaba a las cinco de la madrugada para poder escribir algo. Era indispensable que las palabras brotaran antes de que comenzara el día, antes de que el trabajo doméstico la consumiera.

[…] Morir/ Es un arte, como todas las otras cosas. / Yo lo hago excepcionalmente bien. / Lo hago de modo que se siente como infierno. / Lo hago de modo que se siente real. / Creo que podría decir que tengo una vocación. […]

Sylvia se suicidó a la edad de treinta y un años. ¿Quién pude ser mujer cuando se tiene que ser perfecta?

En los años 70 del siglo pasado, Adrienne Rich miraba absorta el interior de un caleidoscopio. Allí, una muchacha se buscaba en las muchachas que los hombres diseñaron para ella. La muchacha devoraba ansiosa libro tras libro, pero ninguna de aquellas criaturas caleidoscópicas se le parecía:

[…] todos esos poemas sobre mujeres, escritos por hombres: se daba por hecho que los hombres escribían poemas y las mujeres… los habitaban. Estas mujeres casi siempre eran bellas, pero se encontraban bajo la amenaza de perder su belleza, de perder su juventud. … O eran bellas y morían jóvenes, como Lucy y Leonore. O bien… eran crueles… y el poema es una reprobación porque se habían negado a ser el antojo del poeta… la chica o la mujer que pretende escribir… es especialmente susceptible al lenguaje. Acude a la poesía o a la ficción buscando su manera de estar en el mundo … buscando con mucho empeño guías, mapas, posibilidades¸ y una y otra vez … se encuentra que le niega todo, está a punto de. … Descubre el terror y el sueño… La Belle Dame Sans Merci… pero a quien precisamente no encuentra es a esa criatura absorta, entregada, confusa y algunas veces inspiradora que es ella misma.

Los mensajes culturales persisten en arrasar con las pruebas concretas de nuestra existencia. La visión trágica nos concibe musas, nunca creadoras, y con ello, nuestras palabras/experiencias terminan siendo invalidadas/mutiladas/tergiversadas/silenciadas.

La importancia de llamarse ¿Ernesto?

Cuando los intentos por alejar a las mujeres de la literatura han sido fallidos, y contra todo pronóstico estas han escrito algo, toca pasar al plan B: negar su autoría. Será entonces cuando académicos, biógrafos, e historiadores aleguen que, puesto que las mujeres son incapaces de escribir, otra persona (un hombre) ha tenido que hacerlo.

En 1848, Percy Edwin Whipple escribiría una crítica de Jane Eyre para el North American Review. En dicho texto, Whipple defendería la idea de que la novela había sido escrita por dos personas, un hermano y una hermana, puesto que “existen detalles en los pensamientos y en las emociones de la mente de una mujer que… a menudo pasan desapercibidas a las escritoras”.

Más ridícula aun fue la negación sutil, disfrazada bajo la idea de que el texto se escribió a sí mismo. Para entender esta noción descabellada, basta con leer lo escrito por Ellen Moers acerca de lo ocurrido con Mary Shelley, autora de Frankenstein:

Su juventud extrema, al igual que su sexo, han contribuido a la opinión comúnmente aceptada de que ella no fue tanto la autora como un medio transparente a través del cual pasaban las ideas de aquellos que estaban a su alrededor. «Todo lo que hizo la Sra. Shelley», escribe Mario Praz, «fue proporcionar un reflejo pasivo de algunas de las fantasías salvajes que circulaban por el aire que había a su alrededor».

Puesto que la idea de se escribió a sí mismo resulta casi imposible de defender, los críticos terminaron inventando una nueva variante: El hombre que lleva dentro lo escribió. En otras palabras: una mujer no ha escrito esto porque la mujer que lo ha escrito es más que una mujer.

La palabra que nunca debió de ser pronunciada

Cuando la autoría es innegable, existe la posibilidad de recurrir a una alternativa: De acuerdo, lo escribió. Pero no debería de haberlo hecho. Es este el momento en el que se desacredita a la autora, su vida y/o su conocimiento.

Acerca de Jane Eyre, muchos críticos opinaron que, de haberse escrito por un hombre, el libro podría considerarse una obra maestra; pero como su autora fue una mujer, resultaba escandalosa y repugnante.

Otro aspecto que daña a las escritoras es el doble rasero (o fíjate sobre qué cosa escribió) que suele utilizar la crítica para valorar los textos. Editoriales y académicos consideran las experiencias de las mujeres como inferiores, menos importantes o más limitadas que las masculinas, infravalorando con ello su escritura.

¡Una es más que suficiente!

Las escasas consagradas, que, pese a todo, han sido reconocidas como parte de «lOs» Grandes, corren el riesgo de que se distorsione su éxito. Es posible que la Academia haga uso del mito del logro aislado, — o en otras palabras — que afirme que, de la totalidad de obras de una escritora (cualquiera que fuere), únicamente es importante estudiar una novela, o un puñado de poemas, pues, el resto se considera desechable. De Mary Shelley Frankenstein, y no El último hombre. De Charlotte Brontë Jane Eyre, mas no Villette.

La premisa de que «pocas bastan», no solo se aplica al estudio y reconocimiento de sus escritos, sino también a la inserción de autoras en antologías literarias. Habitualmente, el porciento de nombres femeninos en las compilaciones es ínfimo.

A medida que cada generación de mujeres… resulta excluida de los registros literarios, las conexiones entre escritoras… se oscurecen cada vez más, lo cual a su vez sencillamente justifica la exclusión de más y más mujeres basándose en que son anomalías, en que sencillamente no encajan.

Amar(se) no es un lujo

Contrario a los deseos de señores insomnes, ni el poder ni la censura han logrado acabar con nuestras ganas de escribir. Quizá tenga que ver con lo que dijo un día Audre Lorde: “La poesía no es un lujo. Es una necesidad vital”. Palabra tras palabra nombramos — oh, acto hereje — y hacemos nuestra esta realidad que desde hace siglos nos fue expropiada. Las mujeres que (se) escriben exorcizan con la pluma los miedos de todas sus ancestras. Cada historia o poema es, en última instancia, un acto de amor que (nos) salva.

Es una verdad universalmente consabida que un grupo de señores ha perdido el sueño a causa de la irreverencia de algunas mujeres. Y es que sus ojos se niegan a cerrarse cuando recuerdan que nosotras estamos cultivando la mala costumbre de poner por escrito nuestros pensamientos. ¿Cómo dormir si en las librerías las «obras femeninas» arrebatan el espacio a honorables colegas y, lo que es aún peor, si ya hemos logrado colarnos en los planes de estudio de algunas universidades?

Ya que su persistencia no conoce límites, y que a día de hoy insisten en apartarnos de las editoriales, considero pertinente — si no imprescindible — revelar las disímiles estratagemas que han diseñado para alcanzar su objetivo.

Al principio, fue la ceguera

Cuando las academias, bibliotecas y Universidades fueron creadas, las puertas se abrieron solo para algunos hombres. Ninguna mujer pudo entrar. Aquellas que intentaban asomar la cabeza lo hacían a riesgo de perderla.

Pero me encontraba ya ante la puerta que conduce a la biblioteca misma. Sin dudas la abrí, pues instantáneamente surgió, como un ángel guardián, cortándome el paso con un revoloteo de ropajes negros en lugar de alas blancas, un caballero disgustado, plateado, amable, que en voz queda sintió comunicarme, haciendo señal de retroceder, que no se admite a las señoras en la biblioteca más que acompañadas de un “fellow[*]” o provistas de una carta de presentación.

Y mientras nosotras permanecíamos desterradas, los hombres escribieron todas las palabras — que de tanto repetirlas, las creyeron verdades. Entonces, se hizo incuestionable la inteligencia masculina, y a las mujeres se nos nombró inmaduras e irracionales.

Encerrar los cuerpos, encerrar las mentes

Para controlarnos, se nos privó de la independencia económica. Cada pequeño objeto requería de ser aprobado (por el padre, el esposo, el hermano, o el hijo) antes de llegar a nuestras manos. Emily Dickinson estaba obligada a solicitar a su padre dinero para comprar libros. Además, era él quien le facilitaba los sellos para sus cartas, ya que ella no poseía ni un solo centavo.

Y, sin embargo, escribía(n).

Entonces hubieron de enajenarnos: romper el íntimo vínculo con el ser. ¿De qué habla una mujer que no (se) siente, que no (se) escucha, que no (se) ve? Nos bautizaron «cuidadoras de todos». Convencidas de que era amor, atendimos casa y familia. Y dejamos de distinguir a nuestras hermanas.

Sylvia Plath se levantaba a las cinco de la madrugada para poder escribir algo. Era indispensable que las palabras brotaran antes de que comenzara el día, antes de que el trabajo doméstico la consumiera.

[…] Morir/ Es un arte, como todas las otras cosas. / Yo lo hago excepcionalmente bien. / Lo hago de modo que se siente como infierno. / Lo hago de modo que se siente real. / Creo que podría decir que tengo una vocación. […]

Sylvia se suicidó a la edad de treinta y un años. ¿Quién pude ser mujer cuando se tiene que ser perfecta?

En los años 70 del siglo pasado, Adrienne Rich miraba absorta el interior de un caleidoscopio. Allí, una muchacha se buscaba en las muchachas que los hombres diseñaron para ella. La muchacha devoraba ansiosa libro tras libro, pero ninguna de aquellas criaturas caleidoscópicas se le parecía:

[…] todos esos poemas sobre mujeres, escritos por hombres: se daba por hecho que los hombres escribían poemas y las mujeres… los habitaban. Estas mujeres casi siempre eran bellas, pero se encontraban bajo la amenaza de perder su belleza, de perder su juventud. … O eran bellas y morían jóvenes, como Lucy y Leonore. O bien… eran crueles… y el poema es una reprobación porque se habían negado a ser el antojo del poeta… la chica o la mujer que pretende escribir… es especialmente susceptible al lenguaje. Acude a la poesía o a la ficción buscando su manera de estar en el mundo … buscando con mucho empeño guías, mapas, posibilidades¸ y una y otra vez … se encuentra que le niega todo, está a punto de. … Descubre el terror y el sueño… La Belle Dame Sans Merci… pero a quien precisamente no encuentra es a esa criatura absorta, entregada, confusa y algunas veces inspiradora que es ella misma.

Los mensajes culturales persisten en arrasar con las pruebas concretas de nuestra existencia. La visión trágica nos concibe musas, nunca creadoras, y con ello, nuestras palabras/experiencias terminan siendo invalidadas/mutiladas/tergiversadas/silenciadas.

La importancia de llamarse ¿Ernesto?

Cuando los intentos por alejar a las mujeres de la literatura han sido fallidos, y contra todo pronóstico estas han escrito algo, toca pasar al plan B: negar su autoría. Será entonces cuando académicos, biógrafos, e historiadores aleguen que, puesto que las mujeres son incapaces de escribir, otra persona (un hombre) ha tenido que hacerlo.

En 1848, Percy Edwin Whipple escribiría una crítica de Jane Eyre para el North American Review. En dicho texto, Whipple defendería la idea de que la novela había sido escrita por dos personas, un hermano y una hermana, puesto que “existen detalles en los pensamientos y en las emociones de la mente de una mujer que… a menudo pasan desapercibidas a las escritoras”.

Más ridícula aun fue la negación sutil, disfrazada bajo la idea de que el texto se escribió a sí mismo. Para entender esta noción descabellada, basta con leer lo escrito por Ellen Moers acerca de lo ocurrido con Mary Shelley, autora de Frankenstein:

Su juventud extrema, al igual que su sexo, han contribuido a la opinión comúnmente aceptada de que ella no fue tanto la autora como un medio transparente a través del cual pasaban las ideas de aquellos que estaban a su alrededor. «Todo lo que hizo la Sra. Shelley», escribe Mario Praz, «fue proporcionar un reflejo pasivo de algunas de las fantasías salvajes que circulaban por el aire que había a su alrededor».

Puesto que la idea de se escribió a sí mismo resulta casi imposible de defender, los críticos terminaron inventando una nueva variante: El hombre que lleva dentro lo escribió. En otras palabras: una mujer no ha escrito esto porque la mujer que lo ha escrito es más que una mujer.

La palabra que nunca debió de ser pronunciada

Cuando la autoría es innegable, existe la posibilidad de recurrir a una alternativa: De acuerdo, lo escribió. Pero no debería de haberlo hecho. Es este el momento en el que se desacredita a la autora, su vida y/o su conocimiento.

Acerca de Jane Eyre, muchos críticos opinaron que, de haberse escrito por un hombre, el libro podría considerarse una obra maestra; pero como su autora fue una mujer, resultaba escandalosa y repugnante.

Otro aspecto que daña a las escritoras es el doble rasero (o fíjate sobre qué cosa escribió) que suele utilizar la crítica para valorar los textos. Editoriales y académicos consideran las experiencias de las mujeres como inferiores, menos importantes o más limitadas que las masculinas, infravalorando con ello su escritura.

¡Una es más que suficiente!

Las escasas consagradas, que, pese a todo, han sido reconocidas como parte de «lOs» Grandes, corren el riesgo de que se distorsione su éxito. Es posible que la Academia haga uso del mito del logro aislado, — o en otras palabras — que afirme que, de la totalidad de obras de una escritora (cualquiera que fuere), únicamente es importante estudiar una novela, o un puñado de poemas, pues, el resto se considera desechable. De Mary Shelley Frankenstein, y no El último hombre. De Charlotte Brontë Jane Eyre, mas no Villette.

La premisa de que «pocas bastan», no solo se aplica al estudio y reconocimiento de sus escritos, sino también a la inserción de autoras en antologías literarias. Habitualmente, el porciento de nombres femeninos en las compilaciones es ínfimo.

A medida que cada generación de mujeres… resulta excluida de los registros literarios, las conexiones entre escritoras… se oscurecen cada vez más, lo cual a su vez sencillamente justifica la exclusión de más y más mujeres basándose en que son anomalías, en que sencillamente no encajan.

Amar(se) no es un lujo

Contrario a los deseos de señores insomnes, ni el poder ni la censura han logrado acabar con nuestras ganas de escribir. Quizá tenga que ver con lo que dijo un día Audre Lorde: “La poesía no es un lujo. Es una necesidad vital”. Palabra tras palabra nombramos — oh, acto hereje — y hacemos nuestra esta realidad que desde hace siglos nos fue expropiada. Las mujeres que (se) escriben exorcizan con la pluma los miedos de todas sus ancestras. Cada historia o poema es, en última instancia, un acto de amor que (nos) salva.

[*] Título de ciertos miembros particularmente destacados del profesorado de un colegio universitario.

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