Claudia Rafaela Ortiz Alba - Revista Muchacha.- Mi abuela nunca dejó los fogones de leña en realidad, ni cuando hace 20 años la Revolución Energética llevó a su cocina equipos eléctricos. Yo subo fotos a mis historias porque me parece hermoso verla a través del humo, del color rojizo de la candela. El tizne, las cenizas, la espumadera, su rostro endurecido, de ojos llorosos y chinos.
Mi abuela hizo bien en nunca desmontar el fogón, porque hoy apenas tiene equipos para cocinar. Todos se rompieron. Las piezas de repuesto poco entran a los “consolidados” y uno nuevo, en los tiempos inflacionarios que corren, es para ella muy difícil de comprar.
Cuando me descubre fotografiándola me dice: ¡qué guanaja eres muchacha, a que te pongo a cocinar con leña y quien te retrata entonces soy yo! Y continua en sus labores.
Mis historias de Facebook y Whatsapp algo romantizan el trabajo doméstico de mi abuela. Claro, son mis ojos detrás del lente, es mi perspectiva, la perspectiva de quien no cocina todos los días con leña, de quien no es cuidadora directa ni permanente de ningún anciano, como ella. Yo la miro fascinada y debo esforzarme, lo confieso, para reconocer su tristeza, su rostro cansado. Y cuando lo hago, me siento un poco como ella.
El asunto con los problemas estructurales (como el patriarcado, la pobreza, las crisis económicas) es ese, que cualquier contratiempo/coyuntura/dificultad por la que se atraviesa, siempre afecta más a aquellas personas que ya estaban en desventaja, en situación de vulnerabilidad, viven una experiencia completamente diferente y más dura. Si eres hombre o mujer, del campo o en la ciudad, joven o adulto mayor, si tienes redes de apoyo o no, si eres cuidadora, si tienes ingresos estables, sistemáticos y altos o si estás en el umbral de la pobreza. Todo es diferente.
Candil / Foto de la autora
Mientras mi tío maldice porque la luz del sol no le alcanzó para terminar de montar unos hierros, porque quería ver un partido de la Serie Nacional de Beisbol y no pudo, mientras grita a cada rato pidiendo un vaso de agua, cigarros, sus antibióticos, o se queja porque la comida no está lista aún, o es poca, mi abuela atiza un fogón, sopla las brasas, pone el rostro al fuego, al humo, a las cenizas, se queda sin aire, monta una olla. Continúa. Baña a su mamá y a tía Pámpara (una hermana de su madre a la que también cuida) a la luz de un candil, les da de comer, las pone a orinar, las lleva a la cama, les cuela un trago de café antes de dormir.
Mientras yo camino el barrio, leo un poco, la fotografío, le sigo los pasos, ayudando en las tareas menores que delega: rellenar los pomos de agua, atender la pública, llevar los recados, recoger las frutas maduras de la mata, trillar arroz, barrer por arribita, ella pica leña, da de comer a los animales, friega los trastes tiznados, saca agua del pozo y monta de nuevo el fogón, para dejar listo el desayuno de mañana.
Hoy, cuando me tiré de la cama por el calor, nos dimos un rato balance juntas, casi en silencio. Antes de levantarse murmuró: ¡pienso en ese fogón de leña y se me corta el cuerpo! Se paró de un salto, dejó el balance oscilando y se perdió de nuevo entre el humo de la cocina. Todavía no llegaba cuando escuché: ¡Claudia, responde esa porquería de teléfono, por favor! Y allá fui yo, que no sé atizar fogones, a cumplir con los mandados.
Si le preguntas a mi abuela si trabaja te dice que no, que hace años dejó la agricultura, y que no pudo jubilarse porque se le enfermaron las manos. Pero mi abuela sí tiene un trabajo, uno difícil, invisible, y no remunerado, el de cargar sobre sus hombros a una familia, a un país, y sus cuidados.
Fogón de leña / Foto de la autora