Mariana Gil Jiménez - Revista Muchacha.- Luego del aterrizaje, olvidé mis tres años. La mudanza en un coche pequeño, opaco; las calles que no debía andar suelta; el verano rebotando su brillo en mis pupilas, desde un agua cercada por bordes impolutos; el olor a cloro. Saberse extraña y ausente. El antojo de un helado, las voces de unas primas lejanas. Dos casetes.


Recuerdo la televisión ahorcada a una pared de la sala, en lo alto. Trepar el enorme mueble de madera, en busca de las cajas de plástico. No saber leer, pero identificar las carátulas, los botones del vídeo. Rebobinar. El «clack». La flechita gris que abría la luz a otra puerta, a otra vida.

Mis primeras películas fueron el refugio. En cierta medida, un oráculo frente al caos y el destierro de algo más que mis pies entre los granos de arena y sal. No guardo el orden exacto con que desenredaron mis pestañas, pero intuyo que la primera fue, seguramente, Matilda. Nacida de la pluma de Roald Dahl, en 1988, esta niña fue dotada en el libro de una inteligencia y empatía fuera de lo cotidiano, que provocaban en sus progenitores y hermano mayor un desprecio y una exclusión muy evidentes.

En el seno de una familia dada a los vicios del bingo y los reality shows de competencia, el desinterés — cargado de rencillas — hacia la superación intelectual y el entramado de la venta ilegal de coches usados, Matilda desentonaba por su sensibilidad, astucia y pasión por la lectura. Un agudo sentido de justicia la acometía a vengarse de sus parientes tras los arranques, impredecibles, donde le propinaban insultos, amenazas y castigos. En aquella época, yo desconocía el significado de «violencia intrafamiliar», así como el de bullying. Sin embargo, era capaz de percibir los paralelismos dentro de mi propia existencia.

La película Matilda, que llegó a mis manos por cierta prima abiertamente lesbiana, sembró la raíz de mi crítico, dramático y apresurado cinismo en el análisis del mundo. Entendí que había de ubicar una lupa encima de las calvas y moños de los adultos. No podía fiarme de ellos. Razones no me hubo de faltar en la sospecha, pero lo cierto es que siempre advertí la propaganda que afirmaba «LA INFANCIA» en letreros de neón, como una etapa esencialmente feliz, sana, cuidada, respetada — y enfáticamente, amada—; apenas se diferenciaba, para mí, del mito del Ratoncito Pérez, o de la insistencia escolar en celebrar el Adviento por si — esta vez sí — llegaba el Niño Jesús en Navidad.

Matilda (1996)

El libro de Roald Dahl, en contraste con el film de 1996, muestra de forma más cruda el devenir de la violencia en una inmutable desazón para la protagonista, quien experimenta miedo, rabia, tristeza, ansiedad… El desamparo que acompaña una certeza — casi deseo — de orfandad, en mi criterio, ha sido mejor representado en una segunda película, más reciente: Roald Dahl’s Matilda: The Musical (2022). Esta, si bien hace uso de un recurso muy amigable a las infancias (la música), expone sin miramientos un punto de quiebre muy poco tratado acerca de las niñeces: la renuncia de sí. Los productos audiovisuales, la literatura, inclusive las letras de canciones diversas, contienen la desesperanza de adolescentes y jóvenes; las infancias continúan al margen: se escabullen realidades que tocan tabúes asociados a ellas, entre otros, los que conciernen a la sexualidad, la violencia y el suicidio.

Roald Dahl’s Matilda: The Musical (2022)

Qué significa rendirse. La primera vez que me acorralaron en el patio del recreo, llevaba un baby. Esta bata cuadriculada nos la ponían en Infantil (Preescolar), de los tres a los seis años. Se presumía que éramos inherentemente torpes y sucios, y era preciso conservar la ropa — al iniciar la Primaria, nos la retiraban. Las manos de mi madre habían colocado una bandera, justo al lado de mi nombre, que era obligatorio bordar. Desconozco si fue por este motivo, pero el bullying no tardó en sacudirme los hombros, gritarme palabras que no comprendía, burlarse de mi miedo, escupirme, robarme la merienda. Golpearme. Declararme la muerte en el baño y el comedor. Las escaleras. Un día tras otro. Desde los tres hasta los once años — cuando retorné a la isla. Repatriada.

Las piernas parecían peras en extremo maduras. Mis rodillas flacas, los moratones como conchas adheridas a las pantorrillas. No recuerdo haber hablado en casa. No dudo haberme callado. Las palmas aquí también volaban, se precipitaban contra mis muslos, mi oreja, mis labios. La suela de la chancleta persiguiéndome a lo largo del pasillo, eterno laberinto; el filo de las uñas amaestrándome en la calle; la saña oteando sobre mi hombro en los restaurantes, bares y cafés. El desafecto. Nunca dormí en el cuarto de mis padres. No he podido sentir un espacio más oscuro en toda mi vida. El frío de sus caricias. Mi hermana dormía, cada fin de semana, tiernamente entre ambos. Yo intentaba encajar, en el ángulo que sobraba, tras las canillas de mi madre. En una familia en la que me sabía extranjera. La incomodidad del sudor de sus pies. El pánico de permanecer allí… Un instinto me devolvía sola a mi cama. De niña, soñaba que me cortaba la lengua yo misma. Con los dientes. Vestigio de la mudez diurna. Del ostracismo impuesto como última coraza. Antes del puño. Y la rabia. Antes de habitar la intemperie, hacer de ella mi hogar.

Qué significa «hogar» ...

La Matilda de 1988, 1996, 2022, esperaba la llegada del amor. De un nido que su profesora, la Señorita Honey, era candidata a tejer. Ha sido endulzada la caracterización de esta veinteañera, quien, por el contrario, en la obra literaria posee cierto desparpajo y escepticismo. Subsiste en una diminuta casa, en medio de la vegetación, a las afueras del pueblo, enfrentando la pobreza por no hallar el modo de reclamar la herencia paterna a su tía (la temible Señorita Trunchbull, directora del colegio de Matilda y exjugadora olímpica), la cual la había criado, alimentado, educado, vestido y calzado, bajo un régimen marcado por autoritaria agresividad, manipulación (económica, emocional), terror, humillación y soledad.

La Señorita Trunchbull y Matilda (ilustración de Quentin Blake)

Con un humor irreverente, Roald Dahl alerta del egoísmo, la ignorancia e incompetencia de los adultos. Curiosamente, la primera película no está narrada desde la mirada de la niña, sino de aquellos. Hay una mentira, que se sostiene en este film y en el posterior: los padres no se despiden de ella al darla en adopción. Ni siquiera miran atrás. Podría tildarse de un cambio «benevolente» hacia el público infantil, pero lo considero un intento de romantizar el pasado de Matilda, y de ocultar una verdad palpable, pero embarazosa y ofensiva a algunos: hay padres y madres que no aman a sus hijos.

Un asunto serio: Matilda no escapó de la ira. En el libro y ambas películas esta ha sido expuesta y, también, transformada, metafóricamente, en su poder: la telequinesis; el cual que se argumenta en todos los productos mediante su desarrollo como «niña superdotada». A Matilda la mueve una rabia saludable, que la lleva a mover los objetos según su propósito puntual, en defensa de la integridad propia y/o ajena, para trazar un cambio en la narrativa: para cambiar su historia.

Insisto, en este sentido, en la denuncia del autor, reelaborada desde una delicadeza escalofriante en el film musical: el cansancio de los niños, el entierro de su alegría, la pérdida de la confianza en sí mismos, su apatía ante la vida… Matilda es una niña que protesta, pero hay muchos que, como confiesa la Señorita Honey acerca de su niñez, nunca han logrado germinar tal convicción en sus ideas y sentires. Matilda no duda demasiado de su derecho a ser amada; no obstante, la violencia va mellando la impresión de merecerlo. De alcanzarlo en algún momento. Esta certeza impregna la vida de quienes hemos sido recurrentemente violentados en la infancia. Una creencia de defectuosidad, si no de culpa, nos apocopa con una fuerza que rara vez logramos trascender. Inferimos, por tanto, que somos inútiles, que sobramos. Muchos fantaseamos con universos abyectos, terroríficos, grotescos. Escuchamos nuestros propios susurros ilustrando sobre las libretas mil formas obscenas, cuál de todas menos dolorosa, de desaparecer: saltar de la terraza, probar el cuchillo más grande, tentar al hambre, escudriñar los cajones por antidepresivos…

A los diez años quise suicidarme.

Hoy en día puedo repetir de memoria cada uno de los diálogos de la película que vi de niña; comprender las huellas que ahondaron, las heridas donde barrieron el sueño. Asimismo, guardo con dolor y gratitud la propuesta del año 2022; se arriesga a promover lo que me hubiera sanado de pequeña: la voluntad irrevocable de alzar la voz. Todo cambio necesario parte de revelar y rebelarse. De hacerse escuchar. Matilda entrena en su tiempo libre la sabiduría de reconducir la rabia hacia un plan mayor. Decide detener la violencia en su escuela. No la esconde. No se esconde. No se conforma. Pide ayuda. Salta del confín de la inercia. No reverencia el sufrimiento.

Se hace eco y coro.

Y escucha su voz.

“Nadie salvo yo va a cambiar mi historia” (Traducción de la autora)

[i] El texto original fue escrito empleando el lenguaje inclusivo. Los cambios efectuados en la presente publicación se atienen a las normas editoriales de la revista Muchacha.

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