Alma Mater - Reinaldo Cedeño Pineda / Ilustración: Dayron Giro.- Lo encontré en una guagua, lo rocé sin querer, y quedé flechado. Tal vez se escuche tonto, ridículo… pero así fue. Nunca tuvimos un lugar donde hacer el amor, la cosa fue de ir al bosque, «al sao», como él decía. Fue de besarnos en las esquinas de noche, en las tinieblas, donde nadie nos pudiera ver


(I)

Sin regreso

Juan era amigo de mi abuelo. Tendría unos 60 años, tal vez un poco más, y yo apenas comenzaba la adolescencia. Era una buena persona, aunque entonces todo el mundo me parecía buena persona

Hablé con él algunas veces, por cortesía. Teníamos poco que decirnos, y además, ahí estaba mi abuelo para atenderlo.

Una tarde tocó a mi puerta y cuando abrí, lo vi más elegante que de costumbre. Mi abuelo no está, le dije después de saludarle. Su respuesta me dejó atónito: No, no, a quien vengo a ver es a ti… Y a continuación, sin yo solicitarlo, me empezó a contar su vida a grandes trazos: su gusto por la carpintería desde muy joven, su matrimonio de años, cuatro hijos, algunos tropiezos…

No entendía las razones de estas confesiones, la verdad, hasta que me apretó el hombro.

No te pongas nervioso… Quiero pedirte algo especial, muy especial… te voy a pagar lo que pidas a cambio de ese favor…

Esta se estaba volviendo una conversación extraña.

Lo que tú quieras, me repetía, lo que quieras… Y sin darme tiempo a reaccionar, alargó mi mano, la puso en su pene, la apretó y la retuvo con toda sus fuerzas.

El primero que rogó fui yo:

¡Suélteme por favor, suélteme!, le repetí.

Cuando le convencí, cuando logré zafarme, lo amenacé con decírselo a mi abuelo. Se lo voy a decir, le grité… pero aquel señor amigo de mi abuelo, se tiró en el piso. Y me rogó, me rogó tanto que no le dijera a nadie. Verle postrado, derrumbado, de rodillas, sinceramente me conmovió. ¡Nunca había visto a nadie así!

Le ayudé a levantarse. Era otra persona. Tres veces más viejo, sin fuerzas. Y entonces me pidió que lo abrazara…

Por favor, lo necesito, me rogó con una voz desconocida…

Y aquel señor lloró como un niño en mi hombro de niño.

(II)

El que no quería marcarse

Yo lo admití así, a Carlos. Éramos amigos para el resto del mundo, pero una vez que cerrábamos la puerta, nos amábamos intensamente. No fue un día ni dos, fueron tres años y tanto, casi cuatro. Sus padres vivían lejos y solo hablábamos por teléfono. Solo una voz.

Mira, mamá, mi amigo Yoriel, quiere saludarte… le decía siempre.

Era muy amable la señora, siempre agradeciéndome que ayudara a su hijo, siempre tan educada.

Por qué no le dices de una vez, le comenté un día. Una palidez le fue cubriendo el rostro como si fuera una máscara.

No, nunca… Eso no, por favor…

Y lo seguí admitiendo así.

Una vez fui a su trabajo y escuché como lo llamaban con sorna, con demasiado énfasis, estirando las sílabas Carrrr lossss. Y lo vi bajar contrariado…

Te dije que no me buscaras en mi trabajo, por favor, que no lo hicieras. No quiero marcarme.

Carlos era así, temeroso, «discreto», decía él. Yo lo quería tanto que traté de entender lo que ya no entendía. Ya llegará el día, siempre me dije.

Era muy inteligente y se ganó una beca en Alemania. Me dio mil rodeos para decirme que había sido admitido. Mil más para decirme que se iría pronto y que sus padres querían venir a despedirlo, si se podían quedar algunos días en la casa.

Por supuesto, que vengan

Recuerda que para ellos solo somos amigos, Yori…

Otra vez se lo admití. Y durante cinco días, los últimos en que lo vería en mucho tiempo, dormimos separados. No pudimos intercambiar caricias en el desayuno, ni darnos el beso en la puerta. Ni eso, ni nada.

Llegó el día. Aeropuerto. El llamado. Carlos se abrazó a sus padres, me tendió la mano como a un buen amigo… y lo vi perderse por el largo pasillo.

El regreso fue terrible. No sé si son peores las partidas o las quedadas. No supe contener el llanto, no pude. Incluso el padre de Carlos, me dijo unas palabras dulces.

Al llegar a casa, la madre me apretó contra su pecho, me acunó. Fue un largo, larguísimo abrazo. Y entonces, vino aquello, dijo aquello que nunca imaginé…

Estos son dos abrazos, Yoriel, dos… El mío, y el que me hijo no te supo dar.

(III)

Un respetable padre de familia

Yo era joven, inexperto. Me miro ahora que han pasado los años, y quisiera pasarle la mano a ese chico que fui…

Lo encontré en una guagua, lo rocé sin querer, y quedé flechado. Tal vez se escuche tonto, ridículo… pero así fue. Nunca tuvimos un lugar donde hacer el amor, la cosa fue de ir al bosque, «al sao», como él decía. Fue de besarnos en las esquinas de noche, en las tinieblas, donde nadie nos pudiera ver.

Fueron unos meses en eso, pero yo me sentía feliz. Hubiese querido más ternura, hubiese querido pasar más tiempo con él, ver una película, irnos de playa tal vez… pero siempre me decía: «yo soy una persona ocupada».

Una tarde vino a mí nervoso, muy nervioso. Me dijo que su madre estaba enferma, que iba a ser operada, que necesitaba una transfusión urgente. No dudé un instante y le ofrecí mi sangre. Me impresioné cuando hundieron la aguja en mis venas, pero sentí gusto de poder ayudarlo.

Se perdió un tiempo, y lo entendí, debía atender a su madre…

Oteé en las calles, lo busqué durante semanas. Nunca me dijo donde vivía. «Yo te busco», decía, y remataba con aquella su hermosa sonrisa, tras la cual no había más nada que agregar.

Un día lo vi, siempre hay un día para todo. Yo iba entretenido y me topé de frente con ellos, de pura casualidad; aunque dicen que esta no existe. Ellos, porque iba con una chica, echándole el brazo por el hombro, amoroso.

Mira, esta es mi esposa, se apresuró…

¿Has querido que la tierra se abra, que te trague? ¿Has sentido un mazazo? Pues, me pasó todo a la vez. Creo que hasta lo hubiera entendido, no sé; pero es que él nunca me había dicho nada. La sorpresa fue mayor cuando más tarde supe que aquella donación había sido para ella, que había tenido un problema de salud, no recuerdo cual exactamente.

Y les vi irse, convertirse en un punto allá, al final de la avenida.

Pasó un día y otro, y al tercero, el de la vencida, se apareció. Yo no podía articular palabra, le pregunté con los ojos. Me dijo que no me podía ver más. Me apartó como un traste.

Lloré mucho, lloré desconsoladamente. Lo peor es que no tenía entonces nadie a quien contarle. Me lo tuve que tragar todo yo solo.

Me lo he encontrado muchas veces, vivimos en la misma ciudad, en esta pequeña ciudad. Y es inevitable, me da vueltas; siempre me da vueltas el rostro de este respetable padre de familia.

Nota:

Los tres relatos cuentan con el permiso expreso de los testimoniantes. Para su publicación fueron cambiados los nombres reales.

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