Por Manuel E. Yepe*/Foto Virgilio Ponce -Martianos-Hermes-Cubainformación.- Durante los años en que la Casa Blanca tuvo como inquilino principal a George W. Bush, cualquier observador de la actualidad estadounidense podía diagnosticar, fundamentalmente, que para prolongar la existencia del sistema capitalista en la nación que lo lidera, habría que introducir -con urgencia- cambios en las reglas que necesariamente significarían el sacrificio de muchos “principios”, “privilegios” y “tradiciones”.


A menos de 20 años de haber concluido la Guerra Fría con Estados Unidos como la única superpotencia mundial, el prestigio internacional de la nación tocaba a fondo a causa de sus fracasos militares reiterados con su economía moviéndose de una crisis a otra. Era evidente que la amenaza no se proyectaba contra alguna de las opciones políticas ofrecidas por los dos partidos que se alternan en el poder, sino contra el sistema capitalista en sí mismo.

Esa era la apreciación de la mayor parte de la ciudadanía estadounidense, así como la de sus aliados y adversarios en la comunidad internacional. Ni la oligarquía financiera y ni el complejo militar, responsables en mayor medida de la grave situación, ni la clase gobernante encabezada por los dos partidos jimaguas, podían permanecer ajenos a esa trama.

Es de suponer que fue en este contexto crítico que la elite del poder estadounidense diseñó –o aprobó- el esquema de un cambio espectacular en lo que respecta a los requisitos que debía llenar la persona llamada a desempeñar el máximo cargo del gobierno y el Estado. Pero no todos los partidarios de esta importante decisión tenían la misma idea acerca de cuáles otros cambios tendrían que acompañar al de los requisitos presidenciales.

Si nos retrotraemos a los tiempos previos al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, observamos que el mítico pragmatismo del New Deal de Roosevelt, política promotora de nuevas ideas para tiempos difíciles, sirvió para mantener la imprescindible unidad de los estadounidenses en el frente interior y la tranquilidad en el vecindario durante el período bélico. Pero esa especie de pacto social y regional, fue echada a un lado después de 1944.

De manera oportunista, la oligarquía se valió de la euforia triunfalista reinante para presionar, en aras de sus objetivos de dominación interna y global, por un pacto anticomunista y contrario al sindicalismo obrero. En la sociedad estadounidense se comenzó a configurar un orden en el que primaban fanatismo anticomunista (macartismo), una retrógrada política exterior caracterizada por sus proyecciones antisoviéticas, segregación racial institucionalizada (Jim Crow), y discriminación institucionalizada en diversos sectores de la sociedad (mujeres, negros, nativos, pacifistas, inmigrantes, y homosexuales) que empañaban la reputación internacional de Estados Unidos a partir de la década de 1950.

Así como en los años de la Segunda Guerra Mundial apareció la figura de Franklin D. Roosevelt como alternativa al funesto gobierno de Herbert Hoover (1929-1933) y la Gran Depresión que derivó del Crack del 1929, Barack Obama fue el resultado de un tácito pacto múltiple llamado a rescatar el prestigio y la economía de Estados Unidos ante la infausta administración presidencial y la extrema impopularidad de George W. Bush, en cuya gestión confluyeron los intereses de los “ricos” y los “pobres”.

Obama era visto por la clase política de Washington como un “outsider”, un extraño que tenía el atractivo especial de romper las barreras raciales domésticas y, al mismo tiempo, representaba la posibilidad de contar con un mandatario que pudiera ser visto en el exterior de los Estados Unidos, especialmente en el Tercer Mundo, como una persona con quien compartir sentimientos comunes.

Estas características permitieron que el candidato Barack Obama pudiera contar con fuerte apoyo de los líderes de la llamada izquierda “amplia”, integrada por la rama de izquierda moderada del partido demócrata, gran parte del movimiento por la paz, los liberales, activistas por la justicia social, ambientalistas y muchas otras personas ganadas por el movimiento por el cambio a que convocaba el novedoso candidato “distinto” y que, de hecho, quedaron integrados en un implícito pacto que lamentablemente solo pudo apreciarse en la reducción hasta la virtual desaparición de las marchas de protesta contra las guerras y demás abusos imperialistas de Estados Unidos por todo el mundo.

Algún día se conocerá cuántas presiones, brazos torcidos, sobornos y manipulaciones de todo tipo habrán tenido lugar para viabilizar la aceptación de un candidato a presidente de Estados Unidos tan distinto al modelo habitual de piel blanca, anglosajón y protestante cuando así lo dispuso la élite del poder. También habrá que esperar años para saber cuáles de los cambios reconocidos como imprescindibles no pudieron ser implementados o cuántas de las concesiones admitidas para viabilizar reformas han sido o serán violadas o traicionadas convirtiéndose en causales de nuevas crisis.

*Manuel E. Yepe, periodista cubano especializado en política internacional, profesor asociado del Instituto de Relaciones Internacionales Raúl Roa de La Habana, miembro del Secretariado del Movimiento Cubano por la Paz.

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