Por Octavio Fraga Guerra* - Cinereverso - Cubainformación.- Una situación límite planteada como pretexto cinematográfico es un buen punto de partida para visibilizar conflictos humanos de diversos calados, para jerarquizar narraciones de ardores tensos. Y claro, en este punto de singular fuerza dramatúrgica se integran en un todo la música, que interpreta las energías del filme; los ingredientes de una banda sonora o los seculares diálogos, reveladores de los extremos a los que pueden ser sometidos los actores protagonistas de la historia en un texto audiovisual.
Estos pilares, bien compuestos, estremecen con virtud y acierto los anclajes de las butacas de las salas de cine, que en esas particulares condiciones reverdecen atmósferas despojadas de comentarios insulsos ante el intenso diálogo con el espectador.
Las emociones se materializan desiguales. Con la obra, el autor cinematográfico se impone llegar al más moderado de los lectores fílmicos con acierto comunicacional desde la responsabilidad, pues resulta vital escribir historias que llenen.
En la guerra una emboscada resulta una clara situación límite. Ante el pertinaz acorralamiento, la sensación de estar bien cerca de la muerte se agiganta, se hace palpable. Ver caer a compañeros de lucha en esas excepcionales circunstancias desata las más fuertes emociones, cuando la desesperación y el caos toman forma, textura y color, en contraposición a la racionalidad contenida. La sorpresa tiene un componente catalizador como raíz ante las impredecibles situaciones y respuestas humanas que chocan, que se interponen, que aceleran los pulsos, las reacciones, los tonos de voz. Estas verdades también tienen una dilatada expresión e historia en el cine, materializadas como huellas de acento documental o de ficción.
Los enemigos al acecho “se muestran” invisibles, abstractos, sin identidad. Como seres “corpóreos” agitan el conflicto, lo tensan; son actores omnipresentes y juegan el rol de pulsar otros itinerarios escénicos durante la evolución narrativa de un texto donde la luz es parte de un todo. Aparecen a su antojo, o más bien al antojo decidor del director que calcula dosis de intensidad, soluciones de encuadres, diafragmas de luz o el tiempo en pantalla, que ha de ser medido con austeridad so pretexto de las razones argumentales que lo justifiquen.
Estos recursos habitan en el filme La emboscada, del cineasta cubano Alejandro Gil, cuya carretera estructural toma cuerpo a partir de un guión armado con fuerza, con acierto dramatúrgico o el necesario sentido del tiempo, en el que cada escena se integra desde los derroteros de la retrospectiva. Esa que nos permite participar de un pasado y de un presente construido y que el cine, por ese don que tiene de colocarnos en una construida trama, nos lo dibuja legible, humano, realista.
Una furia de balas al acecho aniquila buena parte de combatientes que se despliegan ante la ofensiva del cerco. Lo imprevisto desata posturas, respuestas ante lo inusitado del pulso que implica esta escena clave para la posterior evolución de un texto fílmico escrito bajo el tamiz de vidas narradas desde la memoria. Aquellas que el cine sabe construir también desde las emociones, con la palabra llana o estremecedora, con la piel de los protagonistas actores, la de supervivientes de un combate siempre a ciegas.
Ese ya señalado acorralamiento tensa la cuerda entre estos hombres que se ven en medio de una nada, que en ese momento es el todo, el de ellos. La escenografía, imprecisa, resulta significante en la curva ascendente de esta pieza cinematográfica y se torna un espacio en el convergen restos de paredes derruidas, chapas vestidas de óxido, de negritud, de abandono, y en esta entrega fílmica es el refugio. Es proscenio para la confrontación, para el personal recuento, el levitar de la memoria zigzagueante, el agotamiento ante una situación excepcional o el delirio ante el sueño febril.
Ninguna de estas ideas son casuales o menores en la concepción fotográfica del texto fílmico. El director nos quiere ubicar en los derroteros humanos de sus protagonistas, que se tejen desde el dialogo y la proyección escénica como ingredientes fundamentales, técnicas que el teatro aporta traducidas en gestualidades, expresiones, signos, modos y respuestas. En este espacio sin nombre, pero con los ropajes de la guerra, la dirección de actores se fortalece.
El cineasta sabe sacar los claros, los tonos grises y los vértices de quienes se saben rondados. Revela, como hombre de arte, la humanidad de cada uno de los personajes y las fortalezas de los actores, claramente dotados de un registro en sintonía con sus empeños e historias.
Toni, un joven soldado al que en la faena del combate le han destrozado su mejor arma, una planta móvil de comunicación, se revela introspectivo y nos hace partícipe de su historia pretérita. Interpretado por Armando Miguel Gómez transita por una escena que lo ubica en el antes de la guerra, más bien en la partida hacia ella. Un acto con su madre donde le cuenta de su inminente salida y las razones que le impulsan a dar ese paso, afincado entre el deber y la idea, o el deseo, de que su participación le traerá mejoras materiales, cambios en su hábitat.
En otro plano, la madre intenta desarticular ese deseo del joven apostillando las razones o las ardides de una mujer que teme por la vida de su hijo; sin dudas, una humana razón para la confrontación, el diálogo estrecho. Esta escena está escrita con parlamentos sencillos. Evoluciona desde la emotividad, desde un interior que revela la humildad de una familia provista de lo esencial para vivir.
La película crece sin apenas tomar respiro. Y se nos presenta el segundo retrato del filme: Calixto, el mayor de los cuatro personajes, encarnado por Patricio Wood. Su arquitectura humana es la de un padre comprometido con la obra de la Revolución, un hombre curtido en las medulares tareas, signos de una sociedad claramente humanista. El realizador nos lo presenta desde las contradicciones intergeneracionales.
Lo significativo de este antagonismo se presenta en una escena de regresión en la que el padre invoca a su hijo, un hijo que discrepa en puntos de vista sobre la sociedad cubana. El joven pide ser escuchado, entendido, respetado. La escena discurre bajo las circunstancias de la muerte que está al acecho y acelera el narrar de las singulares historias de vida que van emergiendo y que afloran desde las retóricas preocupaciones del internacionalista.
Los creadores del guión construyen a un hombre ejemplar que se ciega ante el discurso generacional de su hijo. No es una confrontación al uso, es una ruptura bajo significantes pasajes, que en su evolución fotografía fragmentos de nuestra realidad desde el interior de una familia. Este desgarramiento, o dueto de colisiones, entre el padre que repiensa su hacer ante su hijo, es recurrente en el filme. La emboscada muestra, en pequeñas dosis, diálogos en oposición ante cuidados y medidos personajes, por esa máxima de darle valor escénico, textura climática o significación como tema social. Un paréntesis, resuelto con epístolas leídas en off desde la fuerza de una fotografía que retrata, singulariza y conmueve.
La película sigue creciendo desde la retrospectiva. Las escenas muestran el dolor, la supervivencia, la búsqueda de una salida, de un espacio para el escape hacia algún lugar que en verdad no está dibujado con nitidez.
Lo relevante como planteamiento narrativo son los conflictos, los retratos que nos desanudan las preguntas para la reflexión y el recogimiento. Los caracteres de los personajes se exacerban, se tornan piel y verdad en dicotomía de relevancias. Son segmentos de un guión anclado en la refundación de valores, en un delinear de hombres que no escapan de sus propias contradicciones, revelados como gotas de luz en cielo negro. Y esas nos las muestra el realizador en un entornado espacio de amorfas proporciones, vertiendo virtuosos diálogos, singulares perfiles o los recelos propios de la convivencia.
Javier, otro de los personajes, no difiere en lo esencial de Toni. Sus motivaciones para enrolarse en la guerra entroncan con el tópico de lo material como expresión de la felicidad. Caleb Casas se muestra como un joven irreverente, “contestatario”, rebelde ante los códigos de un pensamiento que el director refuerza con calculadas escenas de confrontación con el personaje Calixto, “el puro” de la escuadra. En ese jugar de personalidades y motivaciones dibuja en el soldado inexperto la antítesis del combatiente ejemplar, del cabal cumplidor de las obligaciones propias de un escenario bélico donde la vida está en juego. Pero la historia narrada a posterior trae sorpresas, puntos de giro, metáforas que habitan en el reverso de la piel de Javier, en los anclajes de sus rutas humanas. Cabe citar entonces al músico, poeta y fotógrafo cubano Silvio Rodríguez cuando nos dice al oído, yo diría que bien bajito. “Si alguien roba comida/ y después da la vida que hacer?/ Hasta donde debemos practicar las verdades”.
El personaje que cierra este cuadro cinematográfico es Rigoberto, interpretado con altura por Tomás Cao, de una sólida carrera actoral en el cine cubano y un acusado registro que amerita ser significado en otro texto. Su personaje tiene vestiduras de raíces muy hondas, acentos sicológicos que cualquier actor con ojo de pez apreciaría con celo para hacerlo suyo, para darle piel, pausas y fisuras, pues toda proyección escénica lleva eso, credibilidad.
Rigo no es un héroe construido con los arquetipos hollywoodenses que afloran en el cine occidental y que de tanto verlos nos anula la posibilidad de descubrir otras franjas humanas insertas en tempos belicistas. Tampoco es de esos hombres que se dan golpes en el pecho y proclaman frases patrióticas vertidas con una angulación de voz sacada de los manuales de las telenovelas radiales. Cualquier intento de poner en algún molde a este personaje, que sobresale del resto de los actores, será pasto del desconcierto, de la probable duda, del cuadrar con integrales o derivadas los algoritmos de su construcción escénica.
Tomás Cao sabe muy bien el encargo que le ha dado el realizador de esta obra claramente vestida de metáforas. Sabe que tiene el cometido de ponerle piel, llanto, dudas y definiciones, muchas veces fragmentadas, a un hombre que puede ser cualquiera. Alguien anónimo, con la rutina al acecho, sin proyectos de vida revelados. Un combatiente en mayúscula al que el miedo le permea los cimientos y se afana en escapar de las grietas que le acechan. Son las fugas de un hombre que se enfrenta con decoro a ese enemigo oculto que acorrala los hornos del silencio. Un ejemplar soldado que no le teme a la muerte y sí al dolor de la pérdida del amor, a la fuga de un hijo que retorna a casa, que se replantea principios o valores raigales.
El tono de voz es medular en la interpretación de este actor. Los movimientos escénicos los construye con libertad y certeza, evasión del pose tipo. Cao dibuja un hombre sereno que induce al equilibrio, a las respuestas comunes y medidas, ante situaciones extremas.
En su personaje, la responsabilidad y el sentido de la vida no entran en contradicción con la ética, los valores que él defiende. Y lo construye sin trajes hechos, despojado de vestiduras almidonadas, de encierros teatrales que difieren de lo que espera un director de cine para su película. Un héroe de la guerra, de la otra guerra, la suya, que le va calando los huesos, las ganas, los bríos por la vida.
Nos encontramos ante un hombre destruido al que la soledad le abraza. Sus movimientos escénicos no afianzan el golpe, el suyo. Más bien prima el dialogo de luces y sombras, de historias contenidas y su hijo retornado le vale como contrapeso actoral. No elude la palabra cuando la circunstancias le fuerza. Cao moldea un personaje con dotes de artífice, que revela a un Rigoberto auténticamente cubano. Un cubano que puede ser nuestro vecino y urge el abrazo, por esa solidaridad que nos distingue.
Detrás de cada uno de estos retratos (que no son los únicos) está la acusada labor de la dirección de actores. En toda la obra cinematográfica ellos tan solo son los significantes humanos. Exigir el tono de voz exacto, aportar con singulares ideas los movimientos escénicos a cada personaje, compartir premisas, intencionalidades, están entre los aciertos del realizador. Los derroteros de la historia es otro de los cometidos del cineasta Alejandro Gil, que sabe pulsar las cuerdas de los protagonistas.
Le asiste la probada experiencia de tocar las fibras de hombres o mujeres dispuestos a mutar su yo por un otro. Por un alguien que se va metiendo al personaje en la piel, en los poros, en los caminares. O en la siquis de ese otro, siempre atemporal, de tránsito, que se refugia por ratos en los entornos de luces y sombras de sus invitados de excepción, y lo logra. Intérpretes que tienen que vivir en escenarios inventados o exteriores construidos para la ocasión.
El autor tiene una experiencia ganada y se expresa con nitidez en La emboscada. Ha participado en acciones de combate como corresponsal de guerra de los estudios cinematográficos de las FAR y esa vivencia excepcional la trasmite, la multiplica, la revela con esos diálogos que son propios del trabajo de rodaje, en el que las relaciones humanas son vitales para el buen pulso del largometraje. La fílmica, como se le conoce en el argot del cine cubano, aportó a nuestro cine medulares obras, irrepetibles documentos, historias ficcionadas o documentales de valor histórico, y también creadores con una significativa filmografía, de la que Alejandro Gil es parte.
Particularizar a los actores, sin incorporar el análisis de la fotografía, sería escritura injusta, más bien incompleta, claramente inconclusa. La concepción de este medular capítulo del cine, cuyo arte final selló el director Rafael Solís, parte de la premisa de que es una obra de pocos actores. Una pieza fílmica en la que las historias de los personajes, los conflictos que le acechan, los dramas que le pululan, son los ejes a fotografiar y se impone hacer paréntesis sobre ello.
Solís ha sabido interpretar muy bien el espíritu de un guión escrito por Ernesto Daranas y Ania Molina, y lo hace con planos que revelan retratos despojados del sepia o de esa diversidad de acuarelas que incita a ver postales de turismo. Un emotivo momento, o más de uno, que exige cercanía, más bien proximidad. No se regodea con la belleza de la naturaleza o su agreste luz cuando se trata de acciones de combate, de dolor, de inevitable pérdida. Se compromete con el director de esta orquesta de íntimas palabras a tomar el esqueleto humano que arrecia en todo el recorrido del filme.
Todas las historias se engarzan, se interconectan, se arropan. Y no dejan de ser únicas, esta vez publicables. La apuesta Solís parte de la idea de poner en nuestros balcones, en los portales de nuestras casas, en las imprescindibles sobremesas de familias o amigos, temas vedados, pieles inéditas, argumentos de ocasión, narraciones con sabor a campos o aposentos, con las herramientas de un arte que exige el incansable equilibrio entre la luz, la oscuridad y la sombra. Y créanme que lo logra.
Resulta muy estimulante para el cine cubano descubrir la evolución de este guión. El texto parte de la evocación, del sueño pretérito, del retorno de varias vidas hacia pasajes de rutas críticas. Desconoce los habituales saberes de hacer ficción. Ernesto Daranas y Ania Molina, con incisiva mirada fruto de la sensibilidad y el construir delineaciones humanas, refuerzan ese ver de sustantivas letras en el que los diálogos parecen unidades simbólicas. Y lo son. Se interconectan con las esencias de toda la trama, de los argumentos nítidamente jerarquizados. Apegados a la humildad, los actores dibujan sus personajes, pues entienden que son parte de un todo y no el todo del filme.
La manera en que se ha construido el texto cinematográfico permite revisitar los conflictos, las escenas, las locaciones interiores, las grandes puestas de luz que son también tomadas desde el mar. Este singulariza un personaje no menor, más bien necesario dentro del diafragma de situaciones puestas en tiempos, en pausas, en retornos. Los guionistas nos revelan ese mundo de vidas ocultas, a veces sin nombres, con los sabores de una pieza que desde la literatura entronca con la novela de valor histórico, documental, preciosista.
La obra se desarrolla bajo el sello de la artesanía, de ese impar modo de construir una historia que no está ajena al uso de las nuevas tecnologías. Un oficio esencial en el arte final del cine de cara al lector audiovisual que se encontrará con ideas enteras, encumbradas atmosferas, metáforas memorables o escenas que nos invitan a empezar por el principio, a redescubrirla de nuevo. El tiempo en pantalla está tejido con celo de modisto, los trozos o partes enteras de un plano, las secuencias rítmicas de regresión, los enlaces o transiciones simbólicas habitan en la vestidura de sus pliegos, en una pieza estremecedora y profunda. Nada escapa de este apartado, donde la profesionalidad y la precisión del montador Fermín Domínguez se luce por los arados caminos de las técnicas narrativas propias de la literatura, para que esta obra mayor tome cuerpo y sentido, provista de laberintos, todos ellos humanos.
Me niego a secundar esa idea recurrente en ciertos críticos de cine cuando afirman que la música acompaña. Discrepo frontalmente de esa inocua reiteración, pasto, tal vez, de la incomprensión de su verdadero sentido como parte medular de toda obra audiovisual que la reclame.
Ese imprescindible arte en el cine es otra voz, otro personaje, solo que “lo acapara todo”, se apropia de escenas, de secuencias puntuales, de climáticas formas de abundar la fotografía y como “directora de escena” le pone acentos a los planos, a la más trascendentes tomas de luz bajo el prisma de una lente aguda y febril.
Juan Antonio Leyva y Magda Rosas Galbán entienden ese legítimo cometido de la música. La plasticidad de las composiciones, los recovecos tímbricos que construyen, el sensible calor de una guitarra que invoca, que estremece los anquilosados andares de la mirada. Estos son parte de los aciertos de la obra, que no se desase de los poderes de la arquitectura de una buena banda sonora.
Javier Figueroa toma esta faena del filme para sí y revela los candores de la noche y sus silencios, el zumbido de balas que cercenan vidas ya fragmentadas, los cantos de pájaros que esperan algún desenlace final como espectadores del conflicto o el jadeo de un combatiente fatigado. Singulariza las furtivas balas que arden los dolores, o el repicar de su furia ante las paredes de una “trinchera”, surgida al calor de la narración fílmica como espacio de casi todos los encuentros, cuyos diálogos son aquilatados con fuerza y sentido dramatúrgico.
Los lectores fílmicos cubanos, de los que no excluyo a los cineastas, han “bebido” del buen cine bélico soviético y del norteamericano para construir un imaginario, un arquetipo de las guerras, cuyas escenas son dibujadas con pátinas de horror, el retrato a gran escala o los detalles de miles de vidas destrozadas, de cientos de vestuarios derruidos, de maquillajes pintados para el reforzamiento de estas puestas. Con el uso de utilerías fragmentadas, buscan conmover, desarticular, tocar los cimientos del espectador.
La emboscada se escaquea de todos esos recursos. La guerra no es su nudo dramático, su eje estructural. Pero la naturaleza del filme exige cuidar ese apartado, muy interconectado con especialidades como el vestuario, maquillaje, diseño escenográfico. Y, por qué no incluir en este análisis a la producción, una parte esencial para el éxito y materialización de toda obra cinematográfica que se impone significar en esta pieza.
Ante las persistentes limitaciones de recursos que afectan a nuestro país el ingenio de los “actores”, siempre tras bambalina, se revela con soluciones creativas para resolver las exigencias y los cometidos de cada uno de los artistas participes de este filme. Cada escena, cada locación, cada vestuario o maquillaje, tiene la huella de ejecutores claramente sensibles, imbricados en los avatares del cine.
El maquillaje y el vestuario constituyen piezas hermanas en toda obra de ficción. No estará usted ante rostros destrozados, camisas o pantalones derruidos. La intimidad de los actores, sus personalísimas caracterizaciones, reclaman de estas dos artes un mayor cuidado, un seguir la ruta del guión, de los criterios del fotógrafo que va a apuntalar una expresión, un desgarro, una escena de ternura.
La sobriedad y uso justificado de estos insumos propios de las escenas cinematográficas se logran en sintonía con las esencias del filme, con su más llano sentido como obra de arte. No son menores los aportes en las construcciones escénicas o locaciones interiores. Cada espacio a dimensionar, para darle vida propia, pasa por el criterio de usar los objetos exactos, los tonos adecuados, el obstáculo más preciso para fortalecer los argumentos, la evolución narrativa, los personajes. Se nota la influencia del cineasta Alejandro Gil en las escenas bélicas o asociadas a ellas. Su experiencia en acciones de combate en África marca un sello en estos avatares audiovisuales, no siempre interpretados, no siempre escenificados con acierto y credibilidad.
Pero se impone volver al principio del filme, a una escena que resulta simbólica en toda la obra. Parece un anticipo de posteriores conflictos. Pero no, es la premisa de La emboscada. El camión que transporta a los combatientes se topa con un profundo hueco de lodo y toca salir de él. Todos arriman parejo, empujan con fuerza, se bañan de fango, de tierra húmeda y logran salir del escollo en clara cohesión. Sin embargo, no se trata de un camión cualquiera, es un vehículo verde olivo con todos los significados que tiene para la nación. Rebeldía, unidad, herencia revolucionaria.
Después la película nos revela, nos retrata, que no todos los combatientes “vestían” los mismos significados para estar en esa guerra. Aunque fueron parte de una gran epopeya de la historia de Cuba que encumbró el prestigio, la sabiduría, la hidalguía de los cubanos. Son los internacionalistas que emergieron de la familia cubana.
Entonces se impone desgranar una pregunta. ¿Hacia dónde nos quiere conducir Alejandro Gil con su texto fílmico? Las respuestas pueden ser múltiples. Caben las interpretaciones y los prismas de luces y sombras. Me apego a la idea de la necesaria unidad nacional en torno a nuestro proyecto social, rebelde, probadamente solidario, en el que caben todos los cubanos con sus personales ideas, experiencias de vida, con sus aciertos, fragmentaciones o dudas.
Son los retratos que nos pinta el cineasta con su obra de simbólicas escrituras, en la que sugiere tomar nota de los allí retratados, vidas de una nación a la que nos debemos en medio de este bregar de nuevos tiempos cuando la identidad, el sentido del deber y el apego a nuestra cultura son vitales para la su sobrevivencia.
Pero urge también la tolerancia como práctica, el valor de cada ser humano, de cada cubano o cubana, despojados de miradas prejuiciadas, de arquetipos mentales, de acentuar diferencias generacionales que tan solo nos separan, nos fragmentan.
Al cerrar este texto celebro la estatura intelectual y la osadía de los creadores de esta obra mayor, y de la productora ICAIC, por escribir con letra fílmica sobre zonas o temas muchas veces obviados o tratados de manera insuficiente. Cada espacio que dejamos de pintar, cada tema que dejamos de abordar, es un fresco escenario dejado a la contrarrevolución casposa y reaccionaria que los capitaliza, los hacen suyos, los llena de símbolos y La emboscada es una prueba de ello. El filme se revela como una sustantiva obra revolucionaria.
*Editor del blog: http://cinereverso.org