Sheyla Delgado Guerra di Silvestrelli - Periodista de Granma. - Duele. Al saberlo, al decirlo, al escribirlo. De cualquier forma que se piense en la noticia y que se le evoque, duele.

“Querido pueblo de Cuba, con profundo dolor comparezco para informar (…) que hoy 25 de noviembre del 2016 (…) falleció el Comandante en Jefe de la Revolución Cubana, Fidel Castro Ruz…” Eran las palabras con que Raúl le comunicaba a Cuba y al mundo el fatídico anuncio que detuvo el reloj a las 10:29 de la noche de este viernes. Y que cerca de la medianoche, paralizaría también las manecillas del alma a quienes nos enterábamos —a través de una pantalla— de la ratificación de su paso a la inmortalidad, pero ya sin la presencia física.


 

Simbolismo desbordado en este 25 de noviembre. El mismo día en que se cumplían 60 años de la salida desde México de la expedición devenida “aventura del siglo” —la del yate Granma—, el más brillante estadista que ha parido el tiempo iniciaba el trayecto hacia su reabsolución por la historia.

Mi primera reacción fue el estado de negación. Una nunca se prepara para ese tipo de noticias, aunque él tuviera ya nueve décadas en la mirada; aunque su salud distara de la lozanía y vitalidad de la juventud. Escribo, pero todavía no me lo creo. Un hervidero de sentimientos ahogados, aplastados de cuajo. Un llanto que viene desde bien adentro y apenas alcanza a exteriorizarse. Que no encuentra cómo salir. Hay sentimientos que, simplemente, no aceptan traducciones literales ni lecturas frías.

La noticia me sorprendió —abrumó— en Bayamo. La Ciudad Monumento y cuna de la nacionalidad cubana le había abierto por estos días los brazos a mi familia para inaugurar, ese mismo viernes, la primera exposición de mi esposo en este país que él siente suyo.

Nos dolió estar tan lejos de la ciudad que le dio su último “hasta siempre” a Fidel. Y si sentí la distancia, más me saturó la impotencia por no poder hacer nada, cambiar nada.

Realmente se siente hondo que no esté más en carne y hueso, porque su sola presencia inspiraba, llenaba de fuerzas, imprimía optimismo. Y la fe en causas y timoneles nobles suele mover pueblos. Suele también hacer indetenible su andar.

Recordé entonces las imágenes de aquella congregación en que Fidel quedó sin habla delante de un micrófono y Raúl salió a calmar la expectación de toda una multitud: “se ha ido una voz por un momento, pero ahí está él y estará”. Y las ovaciones y vítores se tornaron garganta de un momento, un hombre y un país.

No pude evitar tampoco el reencuentro virtual con tres generaciones que le hablaron a Fidel, este mismo año, desde la Casa del Alba Cultural: el Comandante de la Revolución Guillermo García Frías, el ministro de Cultura Abel Prieto y la periodista, escritora e investigadora Katiuska Blanco.

Sin embargo, de todos los recuerdos —en su mayoría televisados—el que más me rasgaba era el de aquel martes histórico en una sala del Palacio de Convenciones de La Habana. Era 19 de abril, clausura del VII Congreso del Partido, y su presencia —a la vez que inundaba— subrayaba por qué desde entonces sería por partida doble el Día de la Victoria. Él, allí, tornaba involuntariamente secundario todo lo demás. Pero fue inevitable sobrecogerse al escucharle decir: “Tal vez sea de las últimas veces que hable en esta sala”… O cuando se anticipó: “Pronto seré ya como todos los demás. A todos nos llegará nuestro turno, pero quedarán las ideas de los comunistas cubanos…”

Ahí no solo fui testigo de los aplausos más intensos de mi vida, arrancados del alma y de las emociones que uno conserva para ocasiones como esa… 21 minutos de palmas batidas. Ininterrumpidos. Aquel día crecí como persona, cubana y periodista. Y es que al Comandante en Jefe le son innatas las cualidades de enamorar a la gente, hacer menos duro lo difícil, sembrar esperanza, conducir a que le sigan los pasos. De él, solo puede hablarse en presente.

Reviví en segundos aquella tarde en casa de su hermano Ramón Castro, en medio del dolor de la familia por su pérdida. Las anécdotas que incluían a un Fidel desde los ojos y la memoria de sus seres más queridos, calaban hondo.

Otras remembranzas se encargaría de encenderlas esta madrugada la televisión. El hombre al que ningún sufrimiento de su gente —incluso más allá de Cuba— le fue ajeno, aparecía una y otra vez en las más difíciles circunstancias. Justo donde y cuando más se agradece saber que no se está solo. El que prefería celebrar sus cumpleaños rodeado de niños, el que puso a los pobres en el mapa de las prioridades políticas y sintonizó sus preocupaciones en la misma frecuencia de los oídos del gobierno, el que condujo a una nación por el camino de la victoria y la dignidad, el que revalidó que a los pobres nos estaba permitido soñar y fue a por todas a conquistarlos… Ese es nuestro Fidel, tan cubano y universal al mismo tiempo.

Humanista en extremo, humilde hasta la médula, revolucionario sin máculas. Coherente y fiel a sus ideales, a tiempo completo. Artífice de nuestra cultura de la resistencia. No solo ha sido arquitecto-fundador de la Revolución, sino encarnado los valores más elevados, alcanzables por nuestra especie. Brilló en cuanto se propuso y en lo que no, también.

Tantos dólares y energías que invirtieron en asesinarle y ahora, de nuevo, Fidel se burla de sus enemigos. Hizo de este 25 de noviembre la expedición hacia lo eterno. A quienes le preguntaron en una ocasión qué tenía Fidel, que los imperialistas no podían con él, respondió: “los tengo a ustedes”. Y esa garantía no tiene fecha de caducidad. Tendrá a Cuba siempre.

Son tantos los grandes que le han dedicado frases nacidas de la ternura, que parecen agotarse los elogios. Me queda el orgullo de haber compartido el oxígeno bajo el mismo techo con un ser humano de su estatura, de haber vivido en los tiempos de Fidel, de haberlo amado como muchas niñas.

Hoy, como él sentenciara cuando el crimen de Barbados, “no podemos decir que el dolor se comparte, el dolor se multiplica”. Se percibe en las palabras truncas, en las emociones contenidas, en los rostros marchitos. Y no encuentro otros versos en este minuto que los de Víctor Jara en el preludio de su muerte: “¡Canto, qué mal me sales / cuando tengo que cantar espanto! / Espanto como el que vivo / como el que muero, espanto. /De verme entre tanto y tantos / momentos del infinito / en que el silencio y el grito / son las metas de este canto”.

Dicen que se fue. La simple idea de tener que creerlo me resulta patética. Las despedidas no van con él y menos cuando todo, absolutamente todo, en la Cuba de hoy le recuerda. Tal vez las 10:29 horas de la noche del viernes fueran sus últimos segundos como hombre, pero se convirtieron —sin duda— en los primeros de una leyenda que palpitará sin fronteras, de pecho en pecho. Su luto es bandera, aire, himno, lucha, aliento.

Definitivamente, estas son las líneas que nunca quise escribir. Y él es la razón por la que necesitaba hacerlas. “Hasta siempre”, Fidel, hasta lo infinito de tu vida y tu ejemplo.

TOMADO DE GRANMA

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