Wilkie Delgado Correa.- La Habana de hoy en día celebró este sábado 16 de noviembre de 2019 el 500 aniversario de su fundación y ha esperado tal acontecimiento con una efervescencia especial, signada por la creación, pertinencia y pasión de sus habitantes. Engrandecer y embellecer a La Habana ha sido el propósito de los esfuerzos de todos o de la mayoría de sus más de dos millones de habitantes, convencidos que con ello se contribuirá a construir un espacio citadino para recrear la felicidad de los habaneros, de los cubanos en general y de los extranjeros residentes o visitantes.
Una mirada a La Habana puede descubrir todo el mundo físico y espiritual acumulado durante los años y siglos sucesivos, su imagen cambiante con las épocas y de los habitantes asentados en su territorio o de los simples viajeros circunstanciales que la recorren y visitan con objetivos multifacéticos.
La villa de La Habana aún después de más de quinientos años de iniciado el proceso de colonización de Cuba a partir de la fundación de la villa de Baracoa en 1511, aún guarda misterios sobre sus posibles nacimientos, aunque mejor sería decir que los hitos anteriores fueron abortos fundacionales o asentamientos transitorios, cuyas fechas precisas y los hallazgos de restos arqueológicos forman parte de las disquisiciones históricas. Algo más distintivo, el patronímico de San Cristóbal fue una herencia de la cultura religiosa aportado por los colonizadores, pero sobre el nombre verdaderamente autóctono de La Habana, lo más probable fue una huella lingüística aportada por nuestros aborígenes, y que ha sido, por lo tanto, más legítimamente perdurable.
Un hecho que se recuerde o no en el acto oficial de la fundación de la villa, ¡tanto puede lograr la extinción de una raza y su lengua!, es que tales asentamientos españoles nunca se hicieron en un páramo desierto, sino que siempre se construyeron en sitios con determinadas condiciones naturales de vida para los humanos y para la explotación de las riquezas variadas de sus territorios. Por eso, generalmente en esos lugares residían desde tiempos inmemorables los aborígenes o indios autóctonos en sus aldeas formadas por bohíos construidos con distintos rangos o características. Por tanto, los colonizadores se asentaron siempre en la cercanía de las poblaciones indias que eran como pobladores muchos más numerosos que las decenas o centenas que componían las tropas de los conquistadores, que en todas partes actuaron con engaño, opresión, explotación o muerte contra los nativos. La primera riqueza conquistada era precisamente la posesión de los indios o encomiendas, para utilizarlos en la servidumbre o el trabajo esclavo. Una escritora recogiendo el relato de habaneros, afirmó a principios del siglo XIX,: “La sangre de sus inofensivos aborígenes masacrados clama todavía desde la tierra, pero sus voces son una bella melodía, y han bautizado el más hermoso valle de Cuba con el nombre de “Yumurí”.
El río o los ríos, entre ellos el Almendares, eran la fuente de la vida para los nativos ya asentados en su cercanía, y también para los colonizadores recién llegados y obligados a una exploración acelerada de los territorios. Los ríos se derraman desde sus orígenes y corren traviesos entre las rocas, los barrancos y la tupida vegetación hasta desembocar en el mar. Las aguas traían un rumor de voces ancestrales y telúricas. La gente dice que en las desembocaduras el río muere en el mar. Pero también puede afirmarse que en este lugar transcurre una ceremonia natural de metamorfosis, en la que el río se transforma en mar. Y la ciudad conoce estos secretos, y las aguas del río y del mar son espejos que reflejan la imagen añosa de la ciudad, que no se cansa de vivir y aspira a eternizarse en sus pequeñas y grandes cosas.
El mar está frente a la ciudad. Gracias al mar nació en forma definitiva la villa en aquel recodo norte del litoral del territorio, cuyo hecho fundacional ocurrió alrededor de una ceiba, que todavía es símbolo que conserva un importante mito cultural. Hace cinco siglos la villa era una casa, después varias. Muchos años después obtuvo la condición de ciudad y poco después la de capital de la Isla de Cuba y residencia del Gobernador. Con el transcurso de los siglos le nacieron casas y más casas a la naciente ciudad. Y se afirma que sesenta y cinco años después de su fundación solo tenía cuatro calles y en 1840 solo existían unas quince dentro de las murallas.
El mar está presente como un testigo sempiterno. El mar siempre es el mismo. Verde o azul plomizo, sereno o encrespado, acariciador o azotador de playas y arrecifes, abrazando al cielo en el horizonte lejano, ancho y enorme. El mar también engrandece a la ciudad. Pero también le abre una puerta hacia el mundo. Es su liberación. El mar mira a la ciudad como a una hija que acuna en su regazo. La ciudad se lanza hacia el mar y otea el horizonte en busca de aventuras. El mar también permite tejer los mitos y leyendas, que persisten más allá de las rutas conocidas, de las idas y vueltas tocando cada puerto, de cansarse de mirar, quizás de decir adiós, parte de un rito petrificado, al litoral. Insistencia de alejarse hasta ver transformada la tierra en un recuerdo, en una confusión entre lo vivido y lo soñado o imaginado. ¡Cuánto puede el tiempo que pasa! Mar y los misterios que rondan a los personajes del drama que no tiene fin. Siempre se podrá hablar del hecho real y del mito que aparecen representados en la figura emblemática de la Giraldilla de La Habana, con sus atributos.
Los castillos coloniales parecen centinelas en sitios escogidos para la defensa de la ciudad. Unos se alzan en promontorios que destacan la imagen altiva y solitaria sobre el nivel del mar y los arrecifes. Sus vetustas paredes, a pesar de retoques y restauraciones, muestran las cicatrices dejadas por las guerras, las huellas de los hombres y las tormentas durante siglos. Sus murallas, almenas y cañones vigilaron el mar y contuvieron las arremetidas de los corsarios, piratas e invasiones de naciones extranjeras contra la ciudad. En sus fosos, celdas y pasadizos se derramó a ríos la sangre de criminales e inocentes, de gente mala y buena, que se precipitaron a la muerte en un tiempo detenido entre sus muros. Constituye un enigma que hoy no se aparezcan fantasmas en los pasadizos y torreones de la fortaleza, y prime en estas fortificaciones la tradición salvable y las memorias culturales de los tiempos idos, pero vinculados al hoy y mañana de la nación eterna.
La gente habita la ciudad. Si la ciudad respira, vive y crece es por su gente. No se concibe la una sin la otra, ambas se procrean y amamantan, forman una unión indisoluble más allá de la muerte. En realidad cada ser es como si fuera una parte vital de la ciudad. Historia y memoria de la ciudad y la gente, que se suceden desde los momentos mismos en que las primeras manos alzaron la pared o el muro de la primera casa, fortaleza o templo, para dar vida a la ciudad. La gente talla con su obra la imagen definitiva de la ciudad y ésta imprime su sello distintivo para configurar la imagen de su gente. El tiempo, con su magia telúrica, siembra de pasado, presente y futuro tanto a la ciudad como a su gente.
Cuando la gente, habitantes ya transformados por ideas de libertad e independencia de una nación que aspiraba a separarse de la potencia colonial, empezaron sus afanes para sacudir para siempre el yugo de España. Pensaban que si España reconocía sus derechos, tendría en Cuba una hija cariñosa, pero si persistía en subyugarlos, estarían dispuestos a morir antes que someterse a su dominación. Había surgido así la época de la revolución que se prolongaría durante casi todo el siglo XIX. Después de un largo proceso de frustraciones durante una república independiente pero neocolonial, el pueblo y su revolución retomaron nuevamente los caminos de la lucha hasta alcanzar la victoria definitiva el primero de enero de 1959, que inició las transformaciones necesarias para cambiar el destino de Cuba y de su capital, La Habana.
Suman cientos o miles los extranjeros que forman parte, quizás muy raigalmente, de la nación cubana, incorporados al cuerpo y alma del pueblo cubano, de tal modo que forman parte de nuestro ser y razón de ser de la identidad cubana. Miles de visitantes, que han formado parte de millones más, han establecido con Cuba relaciones que pueden calificarse como filiales o fraternas, en que lazos y sentimientos de simpatía, amistad, convivencia, solidaridad, compañerismo, identificación, valores compartidos, etc., han signado el prodigio y el misterio de lealtades y compromisos capaces de resistir todas las pruebas.
Uno de estos ejemplos, se conserva en forma de tarja humilde en la Avenida del Puerto frente a la bahía de La Habana y a la fortaleza Morros-Cabaña. Desde el muro que la sostiene, se divisa al frente, más allá de las aguas de la bahía, las vetustas fortalezas y la escultura monumental, de mármol blanco de Carrara, El Cristo de La Habana de la escultora Dilma Madera, inaugurada el 25 de diciembre de 1958 y que se eleva a 151 metros sobre el nivel del mar. Pero en fin, en las aceras de la Avenida del Puerto cercana al mar, ubicados en un sitio donde es posible observar el paso de buques de gran porte pero también de las pequeñas lanchas de pasajeros que transportan a los vecinos a ambos lados de la bahía, se encuentra la tarja que brinda testimonio de un hecho trascendente por su simbolismo. En ella están inscritos los detalles sobre su protagonista y su acción: “GEORGUI GEORGUIEV 1976- DIC 20 -1977. Este Capitán de la Marina búlgara, fue un navegante intrépido que en gesto de amistad con Cuba escogió La Habana como principio y fin de un viaje en solitario de un año alrededor del mundo. Partió el 20 de diciembre de 1976 a bordo de su yate de vela Cor Caroli. y tras recorrer los océanos en solitario, en el largo viaje de unas 18 000 millas náuticas, regresó a la bahía de La Habana 20 de diciembre de 1977, cumpliendo así su periplo justo en un año. Es algo para recordar este acto noble y altruista, expresión de un infinito amor, que merece perdurar y ser recordado en el porvenir
El enemigo siempre ha acechado a La Habana. Y lograron tomarla un pirata y una potencia extranjera en un tiempo relativamente corto. Pero el tiempo pasó y, con él, el fortalecimiento invencible de la ciudad hasta nuestros días. Así que en esas circunstancias para tomarla tendrían que acabar con toda su gente. Esto afirman todos sus habitantes, y nadie puede pensar que mienten, porque sus vidas son parte inseparables de la ciudad. Esta resolución individual y colectiva es la mayor fuerza con que cuenta la resistencia de la ciudad. Es su escudo protector frente a toda conquista imaginable que la amenace.
La ciudad de La Habana de hoy, en su quinto centenario, ha sido rejuvenecida de cierta manera, según ha podido ser posible ante las situaciones imperantes durante siglos, en que riquezas y pobrezas ancestrales fueron acuñando su sello como algo consustancial a su propia existencia. Hoy con más de dos millones de habitantes, residentes provenientes de todas partes del territorio nacional y de muchos países del mundo, la ciudad tiene muchos desafíos en el futuro: que su pueblo sepa preservar todo lo material y espiritual que debe inmortalizarla, como ciudad maravilla y patrimonio de la humanidad, para todas las épocas y generaciones, y para ello debe respaldar con conciencia y actuación este pensamiento educativo, previsor y creador de José Martí: “…una ciudad es culpable mientras no es toda ella una escuela. La calle que no lo es, es una afrenta para la ciudad”. Y entonces se impondrá su sentencia de que “siglos tarda en crearse lo que ha de durar siglos”., como se ha demostrado en las recientes celebraciones de este primer medio milenio de la ciudad de La Habana.