Rosa Miriam Elizalde.- El archipiélago cubano cabe 90 veces en Estados Unidos.  No tiene litio, ni grandes reservas minerales y hasta ahora no se ha encontrado, como en México, un pozo que despierte el voraz apetito de la industria petrolera. Cuba es “un palmar en medio del océano”, dijo José Fornaris, poeta romántico del siglo XIX.  “Una isla atrapada en el ciclo infernal de la caña de azúcar”, la describió Jean Paul Sartre en su libro Huracán sobre el azúcar (1961), donde intentó explicar por qué se produjo la Revolución de 1959.


Sin riquezas como las de Bolivia, Venezuela o México, y sin que Cuba sea amenaza para EEUU, aún así, la obsesión histórica del gobierno estadounidense por controlar al país caribeño ha tomado un cariz que sobrepasa el sentido común.

La administración Trump escogió el Día de los Derechos Humanos, este 10 de diciembre, para la entrada en vigor de la prohibición de todos los vuelos desde EEUU hacia Cuba -salvo a La  Habana-, medida calificada como un “estúpido truco político” por el congresista demócrata James McGovern. Como si no hubieran apretado suficientemente, en una reunión ultrasecreta en el que el Vicepresidente Mike Pence abordaba el fracaso de las políticas estadounidenses para Venezuela, trascendió que aumentarían la presión sobre la Isla, a la que responsabilizaron de la fortaleza que exhibe Nicolás Maduro, mientras el autoproclamado Juan Guaidó se desinfla. El Embajador de EEUU ante la OEA, Carlos Trujillo, ofreció una entrevista a la Voz de las Américas para culpar a La Habana de lo humano y lo divino, incluidos los estallidos sociales en Chile, Colombia y Bolivia. Y todo esto ha ocurrido en una sola semana.

Con los truenos del impeachment a Trump y el escandalazo de casi 20 años de mentiras de la Casa Blanca sobre Afganistán, es difícil enterarse de esta escalada contra Cuba, que ha ido remontando vertiginosamente desde junio de 2017 hasta ahora y que ha desbaratado los tímidos pasos que inició Barack Obama para acercarse a la Isla, quizás con la fantasía de doblegarla por otros métodos.

Es agobiante en Cuba despertarse todas las mañanas con amenazas y sanciones del Norte, pero nadie aquí se sorprende. Fidel Castro, el cubano que mejor conoció a los Estados Unidos, nunca creyó que la mejor versión de Obama podría actuar contra la naturaleza instintiva de unas relaciones que nacieron, en el siglo XVIII, bajo lógicas imperiales. “Muchos sueñan que, con un simple cambio de mando en la jefatura del imperio, este sería más tolerante y menos belicoso. (…) Sería sumamente ingenuo creer que las buenas intenciones de una persona inteligente podrían cambiar lo que siglos de intereses y egoísmo han creado”, escribió Fidel en una de sus Reflexiones, el 14 noviembre de 2008.

El líder cubano debió tener en mente que, pocos años después de proclamar su independencia en 1776, los gobernantes estadounidenses fijaron sus intereses en la isla caribeña a la que veían como un apéndice natural de la Florida. John Quincy Adams, sexto presidente de EU, llegó a decir: “Hay leyes de gravitación política, así como las hay de gravitación física (…) así Cuba, separada por la fuerza de su conexión no natural con España, tendrá que caer hacia la Unión Norteamericana…”. Las ofertas de compra a España para que cediera la perla de su corona en el Caribe, no tardaron en llegar antes de la Guerra de Secesión.

En 1960, el ex embajador norteamericano en La Habana, Earl E. T. Smith, declaró ante una subcomisión del Senado: “Hasta el arribo de Castro al poder, los Estados Unidos tenían en Cuba una influencia de tal manera irresistible que el embajador norteamericano era el segundo personaje del país, a veces aún más importante que el presidente cubano”. Pocos analistas apreciaron un alarde de inmodestia en esta declaración que recoge Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, y que expresa el desprecio y la dependencia que caracterizaron los años que van desde la derrota militar de la antigua metrópoli española en 1898 hasta la Revolución cubana, en 1959.

Estados Unidos nunca se ha recuperado de lo que significó una revolución a 90 millas de sus costas, una “cura de caballo” al decir de Sartre en su antológico ensayo de 1961, en la que la sociedad “se quiebra los huesos a golpe de martillo, demuele sus estructuras, revuelve sus instituciones, transforma el régimen de la propiedad y redistribuye sus bienes, orienta su producción siguiendo otros principios, trata de aumentar lo más rápidamente posible su tasa de crecimiento y, en el momento de destrucción más radical, busca reconstruir, procurarse, mediante injertos óseos, un esqueleto nuevo”.

A lo largo de 60 años, esta “cura de caballo” algunos la han visto como un espectáculo; otros, como un misterio, o un suicidio, o un escándalo, o como un hermoso desafío. Pero ello no explica del todo la obsesión del Norte, ni el carrusel de mentiras y sanciones con el que amanecemos cada día en la isla.  La clave es el ejemplo que ha dado a los demás esa pequeñísima Isla, ese palmar en medio del océano: si Cuba puede crear una nación independiente, los otros también pueden.

(Publicado originalmente en La Jornada, de México)

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