Flor de Paz - Cubaperiodistas / Cubainformación.- Como Premio Nacional de Periodismo “José Martí”, Manuel integra la serie audiovisual que comenzó a grabarse recientemente para dignificar la labor de los periodistas cubanos, que este año celebran su X Congreso. La producción corre a cargo de jóvenes egresados de la FAMCA y es fruto de la colaboración entre la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC) y la Asociación Hermanos Saíz (AHS).


La vida es como un camino. Naces, peregrinas y vas cargando experiencias; es como una obra de arte que surge, crece y te enseña. Lo digo yo, que llegué a este mundo en un cañaveral y que tardé mucho en tener los libros que quería, porque solo alcanzaba a leer muñequitos…, quiero decir historietas. Y no se me olvida, desde muy pequeño dibujaba; claro, con los medios precarios de que disponía en el campo. Imagínate, pocas posibilidades y mucha ignorancia. Fui a una escuela primaria muy básica, no tenía ni libros. Nací en Limonar, Matanzas, el 2 de enero de 1943. Con doce o quince años me trajeron para la ciudad. El contraste fue muy grande para mí y tuve un proceso de adaptación espantoso, extrañaba el mundo rural, su lirismo y tranquilidad. En el campo nunca veía borrachos ni nada de eso. Las personas de las ciudades son muy diferentes. Cuando vinimos para Matanzas mi padre comenzó a trabajar en una industria. Mi mamá hacía ropas, fabricaba cuerpos a las guajiras, como decía ella, que se llenaban de lentejuelas en las fiestas de fin de año. Luego, pude aprender a conocer la literatura por las tapas de los libros. Así supe de Dostoievski, de los autores clásicos y de los escritores más importantes, cuando ya había llegado la Revolución. Entonces logré construirme una cultura autodidacta. Creo que todos nos fuimos alfabetizando en esa época de los sesenta y los setenta. Y bueno, empecé a estudiar, en la Academia de Artes Plásticas Tarascó, de Matanzas, en 1961. Ahí me descubrí un poco a mí mismo. Entonces no me explicaba cómo había personas que podían vivir en el campo toda la vida. Y me parecía intolerable el ruido y el polvo del algodón de la fábrica textil donde trabajaba mi padre. Cuando iba a llevarle la comida, no se veía ni se oía nada. Y pensaba, ¿cómo se puede vivir así? Años después me di cuenta de que la gente también disfruta esas cosas, de que yo era el que estaba perdido. Entendí más tarde que la gente que cultiva la tierra también siente amor por su trabajo, al igual que el de la fábrica o el cocinero. Cada cual tiene objetivos y halla sus realizaciones cuando los alcanza.

Fue por curiosidad que Manuel Hernández Valdés eligió las artes plásticas. “Era un niño campesino que dibujaba las piedras y las matas. Y no entendía nada de pintura, pero descubrió las posibilidades de una escuela con todos los materiales necesarios para trabajar, con profesores, y pensó: esto es la maravilla. Y fue como llegar a un sueño.

Luego, se fue al servicio militar, y ya hacía caricaturas, y las utilizó con frecuencia. No era lo mismo decirle a los soldados tienen que limpiar el fusil que ilustrar el deber con un dibujo donde el hombre metía la baqueta en el arma por un lado y le salía un ratón por el otro. Entonces el jefe de la división le pidió: “todo me lo haces con monitos”, como las llaman los orientales.

Pero Manuel quería ser pintor porque la caricatura era considerada un arte marginado. Los pintores —dice—envidian a los caricaturistas porque sus trabajos salen todos los días en los periódicos, pero a la vez los subestiman.

—Y la caricatura es un arte difícil, estresante. No por el dibujo, que cuando tienes práctica es muy elemental, aunque también tiene su gracia, sino porque hay que pensar y manejar mucha información. Es cierto, llega un momento en que se desarrolla un olfato para el género, igual les pasa a los boxeadores, tiran a distancia. Y al cabo sientes que hay un chiste cuando algo está desajustado.

—Pero hay más, mis dibujos exigen personalidad. No hago el muñequito clásico, ese estilo americano. Una vez, mi mamá me preguntó que si estaba hablando solo. Y le dije que eran los muñequitos quienes hablaban. Porque en ese proceso creativo construyo un diálogo amparado en las expresiones corporales o faciales de los personajes. Por ejemplo, si una mujer le dice al marido: “tú tienes que tener otra porque ya no estás tan impotente como antes”, el tipo tiene que mostrar una actitud y ella también. Entonces, yo hablo con mis caricaturas.

En los años del servicio militar Manuel empezó a enviar sus trabajos al periódico Juventud Rebelde. Participó en un salón de aficionados de P´alante y ganó el primer premio.

—Quienes hacían El Sable, que era una publicación humorística (después Dedeté), me invitaron a La Habana, al periódico, a estar allí veinte o veinticinco días. Era el año 1966. Y en el servicio militar me autorizaron a ir. Yo nunca había visto una redacción, ni cómo se hacía un periódico o se trabajaba con tinta china. Conocí a Posada, a Nuez, a Padrón, y a la gente que dibujaba. Colaboré asiduamente con ellos. Posada me decía. “Oye, tú mandas las caricaturas por libras”. Y yo le respondía: “Si voy a hacer caricaturas debo ser lo más digno posible”. Después vine a vivir para La Habana.

Y ser caricaturista se convirtió en su oficio. Dejó de pintar. “Nunca más pinté, salvo algún cuadro aislado”. Pero obtuvo numerosos premios nacionales e internacionales. Un gran premio en una bienal internacional en Bulgaria, en Gabrovo, y otros en Suecia y España.

Empezaron a llamarlo “el maestro de la caricatura política”, y en la década de los ochenta fue incluido en la lista de los cien caricaturistas más importantes del mundo. Sin dudas, Manuel ha cultivado en esta expresión gráfica su obra mayor.

—¿Por qué se ha alejado de ese camino?

—No, no me he alejado. Yo hago caricatura política todas las semanas en el periódico Girón. Dicen que es lo mejor que tiene el periódico (risas). Es un compromiso con el Partido, más otras colaboraciones que me piden en muchos lugares. Fui diputado de la Asamblea Nacional durante tres mandatos. Estuve quince años. Hice muchas caricaturas en las sesiones. La gente del Parlamento las coleccionaba.

Manuel piensa que la caricatura política ha perdido protagonismo en los periódicos, porque le dan poco espacio. “En el Dedeté llegamos a tener lo mejor del humor gráfico en Cuba: Tomy, Carlucho, Ajubel”.

—Hicimos el humor del socialismo; es decir, un chiste más intelectualizado, sin propaganda banal. Y contribuimos al buen gusto en este sentido. Ayudamos a que el humor se sustentara más en el pensamiento, y eso fue muy importante. Aunque recuerdo una vez que un funcionario dijo que nuestra publicación parecía hecha en Miami. Pero a los tres meses le dieron al Dedeté un premio internacional en Italia, como la mejor publicación política del mundo, según una institución del país europeo. Entonces, esa persona nos felicitó y dijo que éramos muy buenos. Y yo le respondí:

—Pero hace dos meses usted dijo que parecía hecho en Miami.

—¡Es que tú no eres dialéctico!, ripostó el funcionario.

En el Dedeté tuvimos mucha libertad para trabajar, opina Manuel. “No teníamos compromisos, salvo los que nos imponíamos nosotros mismos, y cada uno por su rumbo iba creando, como en una fábrica. Todos nos desarrollamos allí e hicimos un humor muy sólido. Enseñamos a la gente que en el socialismo también se puede hacer humor.

—Sí, en el socialismo la gente también se ríe. Y demostramos que se podía hacer un humor de calidad, muy internacional y muy local, y muy costumbrista. Fue la época de oro del humor en Cuba. Se tiraban trescientos mil ejemplares. Hacías un dibujo y salían todas esas copias. Si a Da Vinci o Miguel Ángel le hubieran contado algo así, no lo hubieran creído.

Manuel Hernández Valdés, más conocido sin sus apellidos, es un hombre de baja estatura, pelo blanco y una sonrisa casi siempre dibujada en el rostro. Habla bajo, sin apenas articular las palabras. Cuando mira de frente, arquea las cejas y deja ver sus ojos, muchas veces ocultos bajo una expresión achinada. Desde ese físico, se revela enseguida su naturaleza: es amigable, modesto y un pensador sagaz, muy competente en el arte de satirizar disímiles circunstancias en unos pocos trazos y en sus juegos con las palabras. Y en su afán de convertir lo abstracto en imagen, aunque esta sea geométrica, dice que el humor es un triángulo en cuyos vértices están la víctima, quien lo disfruta y quien lo hace, con la salvedad de que en el socialismo no puedes aplastar a la víctima, porque es una de las razones constructivas del arte humanista.

—No se trata de atacar y matar, como se utiliza muchas veces el humor en el mundo, y como se hacía en Cuba en la pseudorrepública. Era un instrumento para hacer política y aplastar al opositor. Había entonces un caricaturista, cuyo personaje se llamaba “El reyecito criollo”, que ridiculizaba al presidente de turno. Tenía catorce sueldos del estado para dar una imagen de democracia, pero al final se trataba de hacer aquello que reza el dicho: “Tú hablas mal de mí, pero hablas”.

—El humor se usa mucho, desde el imperio romano, y quizás desde antes, para atacar a las personas. Los españoles lo emplearon contra Martí y Maceo. En Miami es un instrumento recurrente en el empeño de desacreditar a los dirigentes cubanos. Y ciertamente, el humor es un arma muy poderosa porque la gente asimila la burla. Cuando alguien se cae, la mayoría se ríe. Chaplin acudía con frecuencia a ese recurso, se tiraba al piso para provocar la risa.

Entre el dibujo y la pintura, Manuel no elige. “Cada uno tiene su encanto. El humor es el stress, el pensar. La pintura es la felicidad, el tránsito por un bosque, por un camino; no tienes que romperte la cabeza buscando información, es un placer distinto. Por otra parte, la magia de publicar es insuperable. En la cerámica las afectividades se diversifican porque dibujas sobre objetos perdurables. Existen cerámicas de hace tres mil, cinco mil años, y se conservan tal y como las hicieron.

—El ceramista y el caricaturista convergieron por necesidad. Cuando el Período Especial, en La Habana, un matrimonio amigo me invitó a dibujar mis chistes en platos. Y luego pinté campesinos, de aquellos que conocí, pero que ya no existen. Son campesinos idílicos, enamorados, machistas, muy mezclados con la naturaleza.

—Un día un portugués me dijo que mi pintura tiene mucho que ver con la Revolución, porque mis personajes son felices, poéticos, y porque el campesino no es así en el mundo. Yo digo que los únicos guajiros que quedan son los que yo pinto. Ahora andan con celulares, tienen almendrones, televisores, aparatos de video y hasta el paquete audiovisual de la semana.

Manuel trabaja desde hace un tiempo en un taller instalado en las ruinas de una edificación antigua, al lado de la escuela de artes y frente a la parte menos atractiva de la Bahía de Matanzas, pero que encanta al visitante por la exposición de los procesos de producción cerámica y escultórica, y por la muestra de las obras mismas.

Sentado allí, en su rincón, frente a un buró colocado delante de una pared de piedra, de donde cuelgan obras y diplomas certificantes de sus premios, evoca al campo como un paraíso, como el reino de la paz y añora el olor de la caña de azúcar y del agua de los ríos, sin desdeñar el salitre de la marina que se integra al oxigeno citadino.

—Voy al campo de tiempo en tiempo, pero sé dónde están las piedras de cada lugar, los árboles, los caminos. Todo lo tengo en la memoria de niño: hasta dónde pescaba en el río.

Paraleliza ideas y coquetea con ellas constantemente. Es un ejercicio del pensamiento del que brota su humor secular. La cerámica es un juego —dice—, la pintura armonía y felicidad, buscar colores y matices; el humor, un triángulo, como explicó antes. Pero en cuanto al arte que ejecuta con el pincel el caricaturista subraya su carácter íntimo, a diferencia del trabajo con las arcillas, que es muy rápido y lo hace delante de la gente: “no tienes que pensar ni pintar como tal, sino dibujar y aplicar la experiencia”

—Trabajé mucho tiempo en un taller en Varadero. Y un turista que venía todos los días a verme dibujar me preguntó por qué si solo me demoraba dos horas en hacer un plato de cerámica o una vasija, los cobraba tan caros.

—Porque no son dos horas; son treinta años y dos horas, le respondí. Es la valía de la experiencia en el dibujo.

Y añade que donde único no se gana experiencia es en el matrimonio: “todo lo contrario, la vas perdiendo con los años”. Es un chiste que a veces plasma en los platos. Y también este: “Disculpa mi torpeza, pero es que llevo muchos años de casado”, dice el hombre que se encuentra una pareja joven. Y ella responde: “Tú que no te acuerdas y yo que no sé” (risas).

Con la cabeza apoyada sobre su mano derecha, Manuel reflexiona sobre el ejercicio de la caricatura en Cuba durante los últimos años. Y piensa que, como un importante recurso de la comunicación en el entorno mediático, debe dedicársele más espacio. “Porque una imagen vale por tantas palabras…”.

— El humor gráfico es universal, forma parte de la cultura humana y es una necesidad para cualquier publicación, un acompañamiento a las ideas que deseen transmitirse. Incluso, a veces no necesitas siquiera conocer el idioma para entender una caricatura. Todos la disfrutan. Cuando las publico, las personas me dicen que fue lo primero que vieron en el periódico, y les respondo que es porque está en la portada. Entonces objetan: “no, es porque cuando miras lo que más se ve es el dibujo”.

—La caricatura refresca, ayuda, desencartona un artículo; es un vehículo de educación, de crítica, de atractivo. Y cuando el humor gráfico no se usa en su vertiente intelectual, su lugar es ocupado por un humor superficial, banal, de cabarets, con el que no me río; las chabacanerías no me dan gracia. Porque en Cuba puede hacerse un chiste con Arquímedes o Ulises y las sirenas, a diferencia de lo que ocurre en otras partes. Como me dijo un caricaturista centroamericano. En mi país no puedo hacer un chiste así porque nadie lo entiende. Pero los cubanos tienen nivel cultural suficiente para comprender y disfrutar caricaturas cultas”.

Todo Manuel no es solo un recorrido por la obra del artista, es un golpe de vista al intelecto y al sentido. De sus caricaturas a sus pinturas, aún sobre cerámica, el dibujo es la línea que rige y cohesiona su hacer en los contextos disímiles en que se desenvuelve. Del humor ingenioso y sarcástico al idilio que presuponen sus guajiros, el drama de lo humano queda atrapado en las caras de su moneda, en el primero como juego y desafío, en el segundo con el deseo y su seducción. Manuel crea sus escenas con el poder shamánico de saber el momento de la tragedia y el letargo. De ahí entonces que su hacer contenga esa dosis de lo mágico, dado quizás por esa rememoria de lo clásico que promete su arte y que le confiere a su obra el aura del prestigio y su privilegio, escribió Helga Montalván, en sus palabras para Catálogo de la Expo Todo Manuel, en la Galería de Matanzas, en 2004.

—La caricatura desde el periodismo, ¿cómo la piensa?

—No hay diferencias. La caricatura es una forma de hacer periodismo. Tan simple y tan profunda como un artículo, una crónica. Hace poco leí un libro de Eduardo Galeano: Espejos. ¡Qué maravilla poder ilustrar partes de ese texto! El célebre autor tiene un sentido del humor muy agudo.

—Si se hace una caricatura para salir del paso, el periodismo y el humor se escinden. Pero cuando se es capaz de transmitir ideas y conceptos, sus funciones son las mismas. Un periodista que escribe: “a la recogida de papas asistieron fulano y fulano”, y ya, tampoco hace periodismo. Entonces una caricatura muy simple puede corresponderse con el mal periodismo y una caricatura buena con el buen periodismo.

Sus lecturas a los textos de Hemingway, de Carpentier y de Martí, periodistas, las coloca en las espiras de su hacer artístico. Manuel dice que estas han sido un acicate para alcanzar el rigor y alimentar el pensamiento, porque “un trabajo de pensamiento es el que sirve para ayudar a mejorar la sociedad”.

—Mis personajes siempre tienen una intención. Una periodista norteamericana me comentó una vez que lo bueno de mi humor es que sugiere, que no dice directamente. Yo soy el primer espectador de mi trabajo. Y, a la vez que transmito mis mensajes a mis muñequitos, trato de estar de acuerdo con ellos y de que no se ponga bravos conmigo.

—Pero, a fin de cuentas, yo soy un humorista, un caricaturista, un ciudadano normal, una persona que ha acompañado a cientos de miles que han estado construyendo esta sociedad de sueños, muy distinta a la que conocí de niño. Yo soy entonces un soñador más.

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