Paco Azanza Telletxiki.- Hace unos años —en 2003— tuve la ocasión de conocer a una señora que me causó una muy buena impresión. Me la presentó mi amigo Osmany una tarde de cálido noviembre. Fue en su casa donde la conocí, y, cuando aquello, acababa de llegar de un viaje a Estados Unidos.


Ella, activa y consecuente revolucionaria cubana, tenía un hijo en el país imperialista. El muy guanajo de su vástago se fue de Cuba cuando el éxodo del Mariel, porque, además de gusano y escoria, ¿cómo llamar a un individuo que en 1980 se va del país alegando pobreza y falta de libertades? Todos sabemos lo bien que se vivía en la Isla en aquella época, lejos todavía de los rigores del Período Especial. Prácticamente todo lo necesario se tenía, y además en abundancia. Pero sucede que amnésicos, descerebrados y desagradecidos existen en cualquier parte del mundo y, sin duda, él era uno de ellos.

Ya en los Estados Unidos, el hijo de la señora trabajó una temporada en una fábrica de zapatos, no haciendo zapatos sino barriendo y limpiando las naves de la fábrica de zapatos, a pesar de que en Cuba ejercía de ingeniero gratuitamente formado por la Revolución. Pocos meses después se le acabó el contrato laboral, y como tenía que comer y carecía de alimentos y de dinero para comprarlos, se vio en la necesidad de delinquir. La policía no necesitó de mucho esfuerzo para detenerle. Hoy se pudre en una cárcel yanqui, donde cumple condena de ocho años por robo de alimentos en un supermercado. Ese, y no otro, fue el motivo del viaje de su madre; aunque llegó diciendo que si en cuanto él pueda regresar a Cuba no lo hace, más nunca volverán a verse.

Recuerdo que hablamos largo y tendido de muchas e interesantes cosas, pero lo que quizá más me llegó al alma fue la historia que, a petición de Osmany, contó sobre un niño que se accidentó con la bicicleta.

—Está bien —dijo la señora dando curso al deseo de mi amigo—. Los malos momentos prefiero no recordarlos, pero no hay problema, lo volveré a contar tal y como sucedió —y, acomodándose contra el respaldo de la silla, agitó inquieta los hombros, como si a pesar de la elevada temperatura existente hubiera sentido un repentino escalofrío.

De sobra sabéis que actualmente mi hijo, muy a su pesar, vive en una cárcel. Bueno, no sé si tú lo sabes —dijo dirigiéndose a mi.

—Sí, sí. Conozco lo sucedido, Osmany por arribita me lo contó.

—Está bien. Antes de habitar el hotelito de ventanas enrejadas vivió en casa de un amigo y un poco antes, aunque por escaso tiempo, en una alquilada que la hubo de abandonar por no poder pagar la alta cantidad de plata mensual que le pedían. Precisamente, el amigo que le acogió en su casa me puso al corriente de lo sucedido y me mandó a buscar para que fuera a Miami. Debo reconocer que, aun siendo gusano igual que mi hijo, se portó muy bien conmigo. En su casa paré los diez días que estuve fuera de Cuba. Él está casado con una mujer de allá y, cuando aquello, tenía dos hijos. Ahora, como veréis al final de lo que cuento, sólo tiene uno.

—Entonces, ¿el accidente fue mortal? —interrumpí curioso y sorprendido.

—Así mismo fue. Pero antes de llegar al final de la historia, si me lo permites, debes conocer otros detalles.

—Sí, cómo no, siga, siga.

Y, agitando de nuevo los hombros, la paciente señora reanudó su relato:

Creo que fue en la tarde de mi octavo día de estancia cuando, tras llegar de la calle, el niño pequeño pidió que le bajaran la bicicleta —la guardaban guindada en una pared del garaje—. Aburrida como estaba y con el permiso de su mamá, yo misma se la puse al alcance de la mano. Su padre estaba ausente y ella limpiaba la cocina. El vejigo, montado ya en su bicicleta, desapareció calle abajo bien contento y de manera vertiginosa. Y he aquí que no tardamos mucho tiempo en volver a saber de él; una vecina de al lado corrió con la triste noticia. Al parecer el chamaco se cayó de la bicicleta golpeándose con el borde de una acera, dos cuadras más adelante. Bajamos su mamá y yo corriendo como locas, encontrando a la criatura tendida sobre el asfalto en medio de tremendo revolico. Él estaba consciente, pero muy aturdido. Lo primero que se me ocurrió fue decirle a su mamá:

—Vamos a llevarlo al hospital.

—No, no. Ni hablar. No hace falta.

El chaval se quejaba de la cabeza y a mí me pareció una imprudencia, por parte de la madre, el no querer llevarlo, así que insistí:

—¿Llamamos a una ambulancia?

—Al hospital no lo podemos llevar.

Mija, ¿por qué? Igual es bobería lo que tiene, pero por si acaso es mejor que le examine un médico —dije asombrada ante la nueva negativa de su mamá.

—Es que ser atendido en un hospital aquí cuesta mucho. Nosotros no tenemos seguro y tampoco nos sobra el dinero —balbuceó la joven mamá a medio camino entre la vergüenza y la resignación.

Después me enteré de que, en Estados Unidos, cerca de 50 millones de personas carecen de seguro médico —incluidos más de 10 millones de niños—. En un país tan inmensamente rico y tan avanzado en el campo de la ciencia, donde por estas causas mueren cada año decenas de miles de ciudadanos, ¿quién tiene la culpa, quién los mata, quién condena semejantes hechos?

Quedé horrorizada con la nueva revelación. ¡Cojoya con el tan maravilloso país que a todo el mundo quiere dar clases de derechos humanos y democracia! Y resulta que un derecho tan elemental, como el de ser atendido en caso de enfermedad o accidente, se le niega a quien no llega al hospital con la cartera bien llena de dólares, porque no sólo es que cobran la asistencia médica sino que además la cobran muy cara. ¡Habrase visto! Y este no es un suceso aislado, os lo aseguro.

El caso es que no insistí más. Lo llevamos a la casa, lo lavamos bien y le curamos las heridas. A la noche no quiso probar bocado, seguía quejándose de la cabeza y sus papás lo acostaron sobre la cama. El drama se desató con las primeras luces del día. Supuestamente, el niño debía levantarse para ir a la escuela —igualmente de pago, igualmente muy cara—, pero no apareció por la cocina con la intención de tomarse el desayuno. Preocupada por la tardanza, su mamá entró en la habitación y el desgarrado grito que salió de su garganta pudo oírlo en Washington —nunca lamentablemente escucharlo— hasta el mismísimo emBUSHtero —presidente del Gobierno de los Estados Unidos por aquel entonces—. El pequeño no contestó a su llamada, tampoco reaccionó ante el histérico zarandeo proporcionado por ella, ni abrió los ojos ni... ni nada. Qué sé yo a qué hora de la madrugada dejó de respirar el chamaquito y se convirtió en un tierno y duro cadáver.

—¡Qué cosa más grande, tú! —exclamé tremendamente afectado.

—Según comentaron después, a consecuencia del golpe, se le hizo un coágulo de sangre en el cerebro —concluyó el dramático relato visiblemente emocionada.

Osmany y yo nos percatamos de que algunas lágrimas se derramaban de sus ojos, motivo por el cual desviamos la conversación hacia otros temas. Hablamos de lo linda que quedó la escuela del barrio, recién pintada como estaba, de las computadoras que ya llegaron a las aulas para uso del alumnado. Hablamos, también, de la fiesta que se estaba organizando para después de la marcha con las antorchas en el, por aquel entonces ya casi cercano, aniversario 150 del natalicio de José Martí...

Al cabo de un ratico, ya con los ánimos de ella más tranquilos, nos fuimos Osmany y yo. Salimos a la calle prometiéndole volver antes de que me fuera de la ciudad para regresar a mi pueblo de la costa norte oriental.

Mientras tanto, lamentablemente para muchas personas, "el sueño americano" seguirá siendo tan profundo que nunca llegarán a despertarse.

 

*Este relato es un fragmento del libro "Historias pequeñas de una isla grande" de Paco Azanza Telletxiki (Baraguá)

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