Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- Al menos en Cuba, no deja de causar asombro que Donald Trump goce del apoyo de un segmento tan amplio de la sociedad norteamericana. La gente se pregunta quiénes son esas personas que están dispuestas a aceptar cuanta barbaridad diga o haga el presidente y que reaccionan de manera irascible ante cualquier crítica a su actuación. ¿Cuál es la causa de esta pasión desmedida por un hombre que hace apenas cuatro años casi nadie tomaba en serio?


Algunos lo achacan a la supuesta capacidad de Trump para controlar las mentes de sus seguidores e incitar el culto a su personalidad. Es posible que una parte de ellos sea víctima de una especie de “revelación” divina, pero en realidad son pocos los que de verdad están dispuestos a tomarse un vaso de desengrasante porque lo aconseje el presidente, la mayoría sabe que miente o se equivoca, lo que ocurre es que no les importa, porque suponen que les conviene. En esta hipocresía, radica el sustento del fanatismo hacia el magnate neoyorquino.

Estas personas están ahí mucho antes de que Donald Trump alcanzara la presidencia y son el producto de una cultura cuyas expresiones se remontan a épocas tan lejanas como el siglo XVIII, cuando se puso de moda la supuesta interpretación bíblica de que los anglosajones eran los legítimos descendientes de las “Tribus Perdidas de Israel” y la raza blanca la escogida por Dios para sobrevivir al Apocalipsis y purificar a la humanidad.

A lo largo de la historia norteamericana, variantes de esta interpretación fundamentalista han servido para justificar el exterminio de los pueblos autóctonos, la discriminación de los inmigrantes, el racismo y la xenofobia. También para la construcción de la doctrina del Destino Manifiesto y el mito de la “excepcionalidad estadounidense”. A su costa se ha hecho mucha política, basta recordar que Ronald Reagan calificaba a la antigua Unión Soviética como una especie de imperio satánico y que los movimientos actuales de la extrema derecha, como el Tea Party o AltRight, igual asumen cierta interpretación religiosa de la supuesta supremacía blanca.

En resumen, lo que estas personas apoyan de manera delirante no es a Donald Trump, sino a lo descarnado y primitivo de su discurso, movilizador de las posiciones más intolerantes, así como a su aparente disposición para hacer prevalecer sus dogmas a toda costa. Es el líder de la cruzada, aun cuando duden de su sinceridad doctrinaria y sea cuestionable su ética de vida. Tal parece que la demagogia ha devenido una virtud y Trump es concebido por estas personas como un instrumento divino, al que se le perdonan todos los pecados, con tal que cumpla con su misión en la tierra.

Hoy día, se calcula que estas personas abarcan alrededor del 40 por ciento del electorado. Son minoría, pero ningún otro grupo por separado es mayor que ellos y generalmente votan en bloque y de manera más consistente que el resto de los electores, lo que acentúa su fuerza política. En los últimos cincuenta años, su proporción respecto al resto de la sociedad ha aumentado de manera sostenida, hasta alcanzar un techo en lo que va de siglo. En 1964 el candidato republicano Barry Goldwater, entonces arquetipo del movimiento ultraconservador, obtuvo el 38 por ciento de los votos. En 2000, George W. Bush alcanzó el 47,9 por ciento y en 2016 Donald Trump obtuvo un margen más o menos similar con el 47,3 por ciento. No es poca cosa, si tenemos en cuenta que significa más de 60 millones de votantes.

Estamos hablando de personas de piel blanca, en su mayoría hombres, con un nivel cultural promedio que no alcanza la enseñanza universitaria, por lo general residentes en áreas de menor concentración urbana, principalmente vinculados a la agricultura o a empresas manufactureras, muy afectados en sus niveles de vida y estatus social por el fenómeno de la globalización, el desarrollo tecnológico y la competencia con la mano de obra más barata, que ofertan los inmigrantes.

Debido a sus tendencias violentas, Donald Trump está jugando con fuego cuando incita a estas personas, que a menudo están armadas, a manifestarse contra las autoridades, en especialmente contra los demócratas, que están a favor del encierro para enfrentar la pandemia. En un artículo de Pablo Guimón, corresponsal del periódico El País en Washington, éste escribe que estos actos han sido promovidos por CitizensforSelf-Governance , que desde 2015 ha estado presionando a favor de una “Convención de Estados”, y liderados también por otros, entre ellos el multimillonario ultraconservador Robert Mercer, considerado uno de los principales patrocinadores del presidente. En 2015, CitizensforSelf-Governance (Ciudadanos en Pro del Autogobierno) lanzó un esfuerzo nacional para convocar una Convención del Artículo V, por medio de un proyecto llamado Convención de los Estados, en un intento por controlar al gobierno federal.

Una parte de las iglesias evangélicas han servido como punto de confluencia política e inspiración ideológica de estas personas, dando forma a un movimiento supremacista y chovinista que en la actualidad sostiene la popularidad de Donald Trump. Según investigaciones de PEW Research Center, los evangélicos blancos constituyen el 26,3 por ciento de la población norteamericana y tres cuartos de ellos apoyan al presidente republicano.

Estos individuos constituyen la base social de lo que se ha dado en llamar “la ofensiva conservadora”, un movimiento que se viene articulando desde los años 70 del pasado siglo, en respuesta a los avances de los movimientos civiles y antibelicistas de la época. En la cima de este esfuerzo, se encuentran billonarios de tendencia ultraconservadora; corporativos de grandes empresas, especialmente las vinculadas a la producción de armas, la explotación de energías no renovables y las industrias farmacéuticas; miembros del sistema judicial, hasta alcanzar la Corte Suprema; algunos dueños de grandes medios de comunicación; políticos electos a diversos niveles y ambiciosos intelectuales y funcionarios, encargados de la construcción teórica y el trabajo operativo de los proyectos.

Bajo su patrocinio, se produjo la creación o el mejor aprovechamiento de fundaciones privadas orientadas a auspiciar programas de influencia política e ideológica conservadora; importantes tanques pensantes, como la HeritageFundation y el American EnterpriceInstitute, encargados de la arquitectura intelectual del movimiento y su impacto en las más prestigiosas universidades del país; decenas de organizaciones lobistas, entre ellas el NationalConservativeActionCommittee; diversos medios de comunicación, como Fox News, así como los poderosos PoliticalActionCommittees (PACs), destinados al financiamiento de las carreras de los políticos conservadores a todos los niveles de la estructura gubernamental norteamericana. El resultado ha sido que un pequeño grupo de grandes magnates de derecha ha alcanzado un peso inusitado en la vida política de Estados Unidos.

Originalmente Donald Trump no era el candidato de estos grupos, pero los excesos de los conservadores agudizaron la crisis del sistema y ello abrió espacio a la inesperada victoria trumpista. Ante la evidencia de lo inevitable, no tuvieron otra opción que asumir al personaje, convertido en el Mesías de las capas populares conservadoras. A pesar de lo difícil que ha sido lidiar con su megalomanía desquiciante, Trump, también necesitado del sostén de los grandes capitales republicanos, facilitó las cosas al plegarse por completo a la agenda de la extrema derecha. Esto explica que el fanatismo hacia su persona no solo se exprese en las turbas de los “deplorables”, como los llamó Hillary Clinton, sino en los gobernadores, congresistas y cuanto político republicano aspire a tener el respaldo del partido y los grupos de poder que lo sostienen.

La CODIV-19 ha venido a complicar el sueño de la ultraderecha de “hacer a América grande otra vez”, así como las esperanzas de purificación racial de sus seguidores supremacistas blancos. No hace falta más evidencia, para que los iracundos incondicionales de Donald Trump aseguren que estamos en presencia de una conspiración de Satanás, obviamente un tipo comunista, camuflado de demócrata y liberal.

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