Arantxa Tirado / William Serafino - Original para ctxt.es.- Es inevitable pensar en los paralelismos existentes entre las formas de protesta de las élites españolas y las élites venezolanas, sus gritos de “¡libertad!” o sus denuncias de “¡dictadura!” resonando en las calles de Caracas o Madrid.


Las manifestaciones de estos días contra la gestión del Gobierno de coalición español han tenido su “zona cero” en el barrio de Salamanca de Madrid. Una revuelta de ricos que se produce en el barrio al que han ido a parar buena parte de los autodenominados “exiliados políticos” venezolanos de mayor poder adquisitivo. Esta Little Venezuela que marca la agenda mediática y política sobre lo que se publica y opina en España en relación con su país de origen pero que empieza también a participar en la política española, cada vez con más peso. La cara más visible es la del padre de Leopoldo López ejerciendo como eurodiputado del Partido Popular (PP), pero los vínculos entre la derecha española y la derecha venezolana no empiezan ni acaban en López Gil o el PP. Hay toda una red de relaciones no tan públicas, todavía por investigar, que extiende sus tentáculos por las altas esferas del poder económico y el poder mediático. Aunque también se encuentra a otros niveles, propiciada por la presencia creciente de una comunidad venezolana, mayoritariamente opositora, en contacto con la población española, que está situando en el imaginario colectivo la idea de una “Venezuela apocalíptica sumida en el caos por culpa de un gobierno dictatorial”. Una exageración, a todas luces, pero que se asume acríticamente ante la falta de contraste con otra versión. Para quienes conocemos la realidad venezolana, se trata de una disociación entre la realidad y la lectura política que, por desgracia, estamos empezando también a vivir en el Estado español. España va camino de ser Venezuela, pero quizás son las élites las que nos van a llevar a un clima político como el venezolano.

La escalada de tensión en las calles va in crescendo pues en muchos barrios obreros del Estado, y también en barrios acomodados, se ha decidido salir a contrarrestar las manifestaciones de la derecha y la ultraderecha españolista con consignas antifascistas y de defensa de la sanidad pública. Aunque estemos lejos de las guarimbas venezolanas, una estrategia de protesta callejera basada en levantar trincheras urbanas, impedir el paso de vehículos o la salida de vecinos de sus casas, que dejó un saldo de muertos a su paso, llegando a la aberración de quemar vivas a personas por ser chavistas, los primeros conatos de violencia ya se están produciendo y pueden ir a más. La derecha española se ha propuesto incendiar las calles y tiene en sus pares venezolanos una escuela. Es inevitable pensar en los paralelismos existentes entre las formas de protesta de las élites españolas y las élites venezolanas, sus gritos de “¡libertad!” o sus denuncias de “¡dictadura!” resonando en las calles de Caracas o Madrid. Para mayor inri, buena parte de los manifestantes que están saliendo para protestar al grito de “¡Sánchez vete ya!” y consideran que el Gobierno del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y de Unidas Podemos (UP) es una suerte de reencarnación del bolivarianismo que pretende, como expresaba el testimonio de un manifestante recogido el otro día en el Financial Times:  “Acabar con España para convertirla en Venezuela”.

Paradójicamente, quienes más temen que España se convierta en Venezuela son los que nos están haciendo sentir estos días en Venezuela

Pero, paradójicamente, quienes más temen que España se convierta en Venezuela son los que nos están haciendo sentir estos días en Venezuela, copiando el comportamiento antidemocrático de la oposición venezolana, trayendo a este país el clima de confrontación en forma de “acoso y derribo” al que las élites latinoamericanas nos han acostumbrado en estos últimos años de gobiernos de izquierda y golpes de Estado en la región latinoamericano-caribeña. Una actitud que, cabe recordar, tiene raíces propias en la derecha hispana actual, heredera política directa de quienes dieron un golpe de Estado en 1936 contra el Gobierno de la II República, instauraron una dictadura de 40 años y, no contentos con el cambio gatopardiano en forma de “Transición a la democracia” que lograron instalar, se permiten hacer pataletas en la calle y chantajes en los despachos ante cualquier leve atisbo de cambiar la correlación de fuerzas existente en este régimen del 78.

Como sabemos, Venezuela se ha convertido en el coco al que acude la derecha y la ultraderecha española para recordarnos, cada dos por tres, lo mal que le puede ir a un país cuando opta por “elegir mal” en las urnas. Nos presentan una Venezuela apocalíptica, en una grave crisis económica y con altos grados de confrontación política, pero nunca nos explican los porqués de la foto fija. Mucho menos se dedican a informar con objetividad o, cuando menos, con un mínimo de ecuanimidad en el enfoque. Por tanto, los propietarios de los medios pero también los periodistas a su servicio, a un lado y otro del Atlántico, son responsables de la imagen distorsionada que buena parte de la población española tiene sobre la realidad venezolana. Pero también son responsables de ocultarnos información fundamental para entender el golpismo permanente que acosa a la Revolución Bolivariana desde sus inicios y cuyo último episodio recibe el título de Operación Gedeón.

‘Operación Gedeón’ o cómo se silencia el golpismo de las élites mundiales contra Venezuela

El pasado 3 de mayo de 2020 en las costas venezolanas del centro del país se produjo un acontecimiento que no recibió la suficiente cobertura de nuestros medios, pese a la gravedad de los hechos. El gobierno de los Estados Unidos, a través de una operación encubierta, intentó derrocar a un gobierno suramericano mediante el uso de las armas. Siguiendo el patrón de las intervenciones militares por delegación aplicado en años recientes sobre Libia y Siria, Washington tercerizó la ejecución del golpe en una compañía de mercenarios estadounidenses denominada Silvercorp USA, cuyo dueño es el veterano ex boina verde Jordan Goudreau. La lógica neoliberal de la subcontratación, una de las características de la guerra híbrida, fue llevada a la práctica en esta ocasión.

Decenas de hombres armados realizarían un desembarco en las costas de Macuto con el propósito de raptar a Maduro e instalar a Guaidó como presidente

Bajo el nombre de ‘Operación Gedeón’ (que hace referencia a un guerrero elegido por Yavé para liderar una “guerra de liberación” de Israel en el Antiguo Testamento), decenas de hombres armados realizarían un desembarco en las costas de Macuto (estado La Guaira, a 30 minutos de la capital Caracas) con el propósito de raptar a Nicolás Maduro e instalar al diputado Juan Guaidó como presidente de facto. La tropa llevaba semanas entrenándose en la Alta Guajira colombiana y mezclaba tanto a desertores militares venezolanos como a mercenarios estadounidenses contratados por Silvercorp. Desde una finca propiedad del narcotraficante colombiano Elkin Javier López, apodado “Doble Rueda”, salieron dos lanchas rápidas hacia Venezuela. Aunque intentaron un desembarco sigiloso en horas de la madrugada del 3 de mayo por Macuto, los cuerpos de seguridad venezolanos desmantelaron la incursión tras un combate.

El intento encalló, trascendió a los medios nacionales e internacionales y, rápidamente, el diputado Juan Guaidó se desmarcó. Indicó a través de sus redes sociales que se trataba de un montaje de Nicolás Maduro. Sin embargo, la hipótesis del autogolpe, que ya se había utilizado cuando el atentado con drones contra el presidente venezolano en agosto de 2018, duraría pocas horas. El mismo día, el ex boina verde Jordan Goudreau filtró un contrato firmado por Juan Guaidó y sus asesores más cercanos con la empresa Silvercorp USA. Se establecía un pago de 212 millones 900 mil dólares por los servicios de una incursión armada que concluiría, según cita el contrato, con la “eliminación del régimen de Nicolás Maduro” y la instalación de Guaidó. Goudreau alegó que el pago no se había realizado, aunque sí hubo un anticipo de 1 millón 500 mil dólares, por lo que decidió emprender la operación de forma apresurada. Luego, en un giro de 180 grados, y otorgándole beligerancia, Guaidó emitió un comunicado exigiendo que se respetaran los derechos humanos de los involucrados en la Operación Gedeón. Hasta ese momento, el diputado, autoproclamado jefe del Estado venezolano, había negado su conocimiento del contrato y su rúbrica en él. Días después, se vino abajo este argumento, pues uno de sus asesores más cercanos, el venezolano Juan José Rendón, confirmó en una entrevista que Guaidó efectivamente sí había firmado el contrato, confirmando su vinculación directa con la intentona golpista. El contrato firmado por Guaidó (y filtrado por Goudreau) estipulaba en sus cláusulas la persecución policial de las personas identificadas con el chavismo independientemente de su estatus, incluso “autorizaba” detenciones masivas, requisas a viviendas e instituciones y ataques armados, de ser necesario, contra quienes ofrecieran resistencia al golpe de Estado. Además, los mercenarios detenidos afirmaron que el objetivo de la operación era asesinar al presidente Maduro y confirmaron los vínculos del narcotraficante colombiano “Doble Rueda” y la libertad con la que realizaban los entrenamientos y preparativos en territorio colombiano.

Los gobiernos de Colombia y de los EE.UU. se vieron obviamente salpicados por las confesiones e informaciones que iban desvelando minuto a minuto el plan. Cada uno por su lado se desmarcó negando todo vínculo o conocimiento de la incursión, pero ya era demasiado tarde. A finales de marzo, EE.UU. había ofrecido una recompensa de 15 millones de dólares a quien suministrara información relevante o capturara a Nicolás Maduro, tras una imputación por narcotráfico encabezada por el Departamento de Justicia contra altos funcionarios del Estado venezolano, en un esfuerzo por apuntalar el relato de que Venezuela es un “narcoestado”. En los últimos meses, los funcionarios estadounidenses encargados de la política exterior hacia Venezuela han escalado su retórica agresiva. El secretario de Estado Mike Pompeo, ha insisto en reiteradas ocasiones en que “Maduro debe irse”.  Por su parte, el afamado halcón Elliott Abrams, representante de EE.UU. para Venezuela, recalcó semanas antes del fallido golpe que si Maduro no aceptaba renunciar a su cargo, eso igual ocurriría pero de forma más “peligrosa” y “brusca”. Resulta difícil creer que el gobierno estadounidense no haya estado vinculado, dado que la incursión subcontratada a Silvercorp encaja a la perfección con los reclamos contantes de Washington sobre una salida abrupta de Maduro.

EE.UU. presiona al Gobierno de España

En sus ataques contra la Revolución Bolivariana, Washington ha actuado de forma unilateral y ha intentado, mediante presiones públicas y notorias, que su campaña de “máxima presión” también sea asumida por el bloque europeo y, en especial, por España. Un primer signo de estas presiones bajo la administración Trump fue el reconocimiento del Gobierno de España a la presidencia sin fundamento institucional de Juan Guaidó a inicios de 2019, conminando incluso al presidente Nicolás Maduro a convocar elecciones en un plazo determinado de días. Pero ya ha pasado un año y Nicolás Maduro sigue en Miraflores para desesperación de EE.UU. y sonrojo de la diplomacia española. Mientras se acerca la campaña presidencial en el país norteamericano, el golpe definitivo al chavismo se percibe como una victoria que puede ayudar a decantar la balanza electoral. Serviría para desviar la atención de la grave situación interna causada por el impacto de la pandemia y, a la vez, podría ayudar a afianzar votos entre el electorado más ultra vinculado al lobby anticastrista y a la comunidad del exilio cubano y venezolano en Florida.

Las presiones de los EE.UU. apuntan también hacia otros campos de batalla que incluyen el uso de poder blando y el chantaje económico. A modo de abreboca de esta estrategia recalculada, Elliott Abrams estuvo en Madrid el año pasado, donde se reunió con autoridades del Gobierno de Pedro Sánchez para exigir que los fondos venezolanos en la banca española fuesen congelados, acorde a las sanciones ilegales impuestas por los EE.UU. Se barajaba la posibilidad de sanciones al gobierno español si no tomaba las medidas exigidas por la Casa Blanca.

Sin embargo, en las últimas semanas las presiones han escalado de forma inaudita y desesperada. Funcionarios estadounidenses han amenazado públicamente con “sanciones devastadoras” a la empresa Repsol con miras a infligir daños económicos a los intereses del empresariado español en Venezuela  si el Gobierno PSOE-UP no toma, rápidamente, una postura pública más enfática que se alinee con el esquema de cambio de régimen de Washington. No les sirve la clara postura de apoyo a la oposición venezolana del anterior gobierno, el refugio a Leopoldo López o la reiterada ayuda a los líderes de la oposición venezolana.  Quieren que el actual gobierno se pronuncie para forzar, de paso, las divisiones en el seno de la coalición en un tema en el que saben que no hay una sola postura, ni siquiera dentro del PSOE, como lo demuestran las declaraciones de José Luis Rodríguez Zapatero.

La ayuda subalterna de los “aliados” estadounidenses en la estrategia de cambio de régimen para Venezuela es fundamental para Washington. Conseguir que el actual gobierno se comprometa activamente tiene un valor simbólico y una utilidad estratégica grande por varios motivos: en su calidad de ex metrópoli, España sigue teniendo cierto ascendente cultural y político entre los países de América Latina y el Caribe, la presencia de las empresas españolas es relativamente importante en algunos países con los que España tiene relaciones comerciales privilegiadas y, un dato no menor, un español, Josep Borrell, está a la cabeza de la política exterior y la diplomacia de la Unión Europea ahora mismo. Un español que en su calidad de ministro de Asuntos Exteriores del anterior gobierno de Sánchez ya expresó su incomodidad con el manejo de la autoproclamación de Juan Guaidó, reconocimiento que justificó escudándose en las presiones que recibió España por parte de EE.UU.

La triangulación de las élites golpistas

Pero hay otro elemento fundamental para el éxito de la derrota del chavismo y pasa por la vinculación entre las élites españolas y las élites latinoamericano-caribeñas, lo que nos remite a la triangulación Washington-Madrid-Caracas. Estos días de protestas se está evidenciando esa triangulación de manera nítida, sobre todo en las redes sociales. Julián Macías, especialista en analizar el comportamiento en redes, ha realizado unos cuantos hilos en Twitter demostrando cómo la ultraderecha española está coordinada con la ultraderecha venezolana para difundir de manera masiva determinados mensajes de los medios opositores, tanto de España como de Venezuela. Lo hacen desde cuentas automatizadas, los conocidos como bots que, teóricamente, están prohibidas en esa plataforma pero que, no obstante, son un arma protagonista de la ciberguerra que se está dando contra la izquierda a escala mundial. Mensajes que piden desde una invasión militar a Venezuela como la dimisión de Pedro Sánchez o acusan a Evo Morales de dictador. Toda una suerte de fake news que se difunden, además, con total impunidad. La parte estadounidense es la que lleva la batuta, desde los consejos de Steve Bannon, ex asesor de Trump y actual gurú comunicacional de la ultraderecha mundial, pasando por la gestión de las cuentas de la mayoría de los líderes de la oposición venezolana a través de servidores de EE.UU., o el sometimiento al atlantismo de los think tanks que marcan línea entre las élites de España sobre cómo actuar hacia América Latina y el Caribe, como la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES) presidida por José María Aznar.

Pero las redes virtuales no dejan de reflejar las respectivas redes de poder nacional y su imbricación internacional que funciona desde hace muchos años en el mundo real. El activismo de Aznar, Felipe González y Santiago Abascal o, lo que es lo mismo, el apoyo del PP, buena parte del PSOE y Vox a la línea que marca EE.UU. sobre Venezuela y a sus aliados de clase de la oposición venezolana, es notorio. También se suma a la ecuación Ciudadanos, que llegó a enviar a su entonces líder Albert Rivera a Caracas en un ejercicio de oportunismo político todavía insuperable. Detrás de las declaraciones, charlas conjuntas, formación de cuadros políticos y comunicados de apoyo a líderes venezolanos de historial democrático cuestionable, se encuentran los intereses de una misma élite que concibe el mundo como suyo y los recursos naturales de los países como un patrimonio para explotación exclusiva de las élites transnacionales. La soberanía nacional, cuando se encarna en gobiernos que están del lado de los pueblos o, cuando menos, que no se pliegan por completo al libreto del austericidio neoliberal, es un estorbo que hay que barrer.  Sea en Caracas, en La Paz, Ciudad de México o, incluso, Madrid.

Una nueva política exterior hacia Venezuela (antes de que sea demasiado tarde)

A estas alturas parece evidente que la estrategia de la política exterior española hacia Venezuela, al menos la desplegada desde las vías gubernamentales, no ha sido exitosa. Ni para resolver la crisis política en Venezuela ni para ayudar a un pueblo al que se envía ayuda al desarrollo argumentando su “crisis humanitaria” mientras se avalan acríticamente sanciones económicas dictadas desde Bruselas o Washington. Pero tampoco lo ha sido para defender los intereses españoles en el país, que es el auténtico interés de la diplomacia española. Aunque la defensa de las empresas de España en Venezuela, como Repsol, no es un tema que deba preocupar a la clase trabajadora española pues no recibe las ganancias de los accionistas de la empresa, sí lo es, en teoría, para las élites diplomáticas. Ellas son las que se están jugando poder ejercer una influencia política que dé algún elemento al Estado español para sobresalir en el marco de la Unión Europea. Una influencia política que está en entredicho por los errores recientes de la diplomacia española hacia Venezuela y por las salidas de tono desde la jefatura del Estado hace unos años. Cada vez que se rompen relaciones con un país, las posibilidades de negocio de las empresas españolas merman, y esto lo saben perfectamente los diplomáticos españoles y la política exterior del Estado, demasiado enfocada en los últimos años a defender el etéreo “interés nacional” que no es otra cosa que el interés por la penetración y expansión de las empresas españolas, con el Ibex-35 a la cabeza, en América Latina y el Caribe. Una defensa que, como estamos viendo, tiene sus límites claros en los propios intereses de EE.UU. en ese continente, al que sigue considerando su “reserva estratégica”, de ahí sus disputas con el capital chino que visualiza como una “amenaza” en el continente, aunque para China sus negocios no entren en conflicto directo con los intereses estadounidenses. Como sabemos, el enfrentamiento de EE.UU. con Venezuela expresa también la disputa por la hegemonía de EE.UU. a escala mundial, un choque geopolítico entre potencias en el que España, e incluso la Unión Europea, juegan un papel de comparsa.

Pero, además, el actual Gobierno de España debe entender que, cada vez que reproduce la versión de la oposición venezolana sobre lo que sucede en ese país no sólo avala la lectura de unas élites golpistas que le adversan, sino que se está dando un tiro en el pie que le impedirá avanzar al validar de manera indirecta el discurso de su oposición política interna. ¿Se puede avalar desde un gobierno de izquierdas, que recibe sus votos de manera principal de las clases populares del Estado, el relato político de unas élites foráneas, aliadas de tus enemigos políticos en tu propio país, para mayor escarnio?

Un gobierno de izquierdas no puede ser rehén de sus verdugos ni puede avalar golpismos de las élites que se le vendrán, tarde o temprano, como efecto bumerán

Lo que está en juego es una pugna por el relato que acaba, al fin y al cabo, en un debate sobre la soberanía nacional y las posibilidades de poder ejercerla cuando llega al poder un gobierno de izquierdas que trata de hacer mínimas reformas al marco político y económico existente. Venezuela nos ayuda a entender la embestida brutal que sucede cuando esas “mínimas reformas” tienen, además, un horizonte de transformación revolucionaria. En España, estando a años luz del proyecto político venezolano, en voluntad y posibilidades, se empieza a observar cómo medidas de redistribución de la riqueza que no tocan para nada los intereses medulares del capital ni trastocan el funcionamiento del sistema, se presentan como inadmisibles por parte de estas élites. Como no quieren debatir sobre el funcionamiento injusto del capitalismo, ni sobre la ética asociada a su proyecto político, utilizan las mismas palabras vacías “¡libertad, democracia!” y azuzan el fantasma del miedo con la palabra “¡Venezuela!”. Una estrategia, nada nueva en la derecha española, que lleva al paroxismo la mentira y el miedo como ejes de la acción política y que es especialmente grave en el contexto de agudización de la crisis económica que nos deja la pandemia.

Modificar la política exterior española hacia Venezuela es hoy un asunto vital de política interna. Implica desarticular desde el Estado las excusas para la injerencia contra la voluntad soberana del pueblo venezolano y, de paso, sirve para mandar una señal a los golpistas venezolanos aliados de la derecha y ultraderecha española, esa que está tratando de hacer estallar por los aires al Gobierno de coalición y, con ello, los pilares de convivencia, más o menos pacífica, y la alternancia democrática que este mismo sistema marca en lo institucional. Si, para estas élites, el “bolivarianismo castro comunista chavista” ya ha llegado al Gobierno de España, démosles motivos para que protesten con razón. Un primer paso de dignidad sería pedir el levantamiento de las sanciones económicas, reconocer los errores cometidos con el reconocimiento de Guaidó, dejar de proteger a golpistas en nuestros recintos diplomáticos o fuera, de financiarlos directa o indirectamente, de darles la razón en público u otorgarles espacios mediáticos para difundir su discurso de odio. Obviamente, esto no sería tener un gobierno chavista en España sino un gobierno apegado a los principios que deben guiar la acción de los Estados conforme al Derecho Internacional. Un gobierno de izquierdas no puede ser rehén de sus verdugos ni puede avalar golpismos de las élites que se le vendrán, tarde o temprano, como efecto bumerán. Abramos los ojos antes de que sea demasiado tarde.

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