Mariana Monteagudo Fonseca* - Alma Mater / Cubainformación.- Alegre y festiva la ocasión en la que nos encontramos; seres queridos atraviesan distancias para un reencuentro, se lucen los aficionados a la cocina con festines, adornos y luces rodean los cálidos hogares. Se trata de una época del año sagrada para la familia, donde todos rebozan de armonía y afecto. Los últimos días de diciembre llenan de esperanza el corazón, y la esperanza que marca este momento del año nunca debería ser manchada ni truncada.
Una madre nunca debería ver desaparecer a su hijo, ni un hijo debería ver la silla de su padre vacía, y sin embargo, dentro del regocijo que traen las fechas, es imposible olvidar el dolor de aquellas familias que perdieron a sus jóvenes en días donde únicamente debió haber existido dicha.
Foto tomada de ahora.cu/
Ya son 64 pascuas desde aquellas que chorrearon la sangre de revolucionarios en el noroeste de Oriente. Fermín Cowley los arrancó de sus hogares; el jefe de Regimiento de la Guardia Rural de Holguín se sentó en la mesa de su casa, surtida de delicias y en compañía de sus allegados en la víspera de navidad de 1956; cenó en paz justo después de entregar la lista de personas que serían ejecutados debido a su relación con el Movimiento Revolucionario o sus actitudes opuestas al gobierno batistiano.
A partir de la medianoche del 24 hasta el amanecer del 26, soldados del Servicio de Inteligencia Militar (SIM), tocaron puertas, hablaron con padres, abuelos y cónyuges, como si no estuvieran ahí para arrojar a sus seres queridos a los brazos de la parca; algunos incluso los saludaron como viejos amigos que tenían que ponerse al día.
Foto tomada de ecured.cu/
Luego los borraban del mundo, como si soplaran una pelusa de sus ropas. Los torturaban para después llenar los árboles con sus cuerpos colgantes, como si fueran adornos de navidad. Hicieron de las calles su lienzo para llenar de rojo a su voluntad: una macabra exposición que todos vieron sin querer.
Los que sobrevivieron no pudieron olvidar el cercano encuentro con la muerte: Julio Guerra no pudo olvidar el estallido de los disparos mientras él y su niña huían de los esbirros; Silverio Núñez no pudo olvidar el olor del cañaveral donde se escondió de sus captores.
Y así fueron los criminales de casa en casa, repartiendo palizas y balazos, deformando rostros y familias. Se quejaban cuando no sabían que excusa utilizar para atraer a sus presas, porque para ellos esos seres humanos que torturaron y despojaron de vida eran solo animales en su camino, pero la historia recordará como las verdaderas bestias aquellas que transformaron las pascuas en una vil cacería.
* Estudiante de primer año de Periodismo, Facultad de Comunicación, Universidad de La Habana.