Flor de Paz.- Bajo el título El hombre que dijo no a la marihuana en Cuba∗ apareció hace algunos años en la revista electrónica Portales Médicos una amplia referencia al Doctor Ricardo Ángel González Menéndez, quien es calificado en el texto como “un hombre fuera de serie” y un “paradigma de la psiquiatría en la Isla”.


Y es cierto. De estas apreciaciones le han hecho merecedor su vasta experiencia asistencial y científica en torno al tratamiento de las adicciones. Porque, frente ciertas admisiones de una supuesta inocuidad de la planta y de la legalización del consumo de dicha sustancia, se afianza su convicción de los profundos daños que ocasiona en el ser humano.

Es un fantasma —asegura— que se expande desde la legalización en algunos países del llamado uso recreativo de la marihuana, sustancia psicoactiva de gran potencia. Como adictólogo estoy convencido de que, con el alcohol y algunos compuestos de prescripción, ya tenemos bastantes drogas legales capaces de transformar al mejor ser humano en la peor de las bestias. Aunque, tras la rehabilitación de los enfermos descubrimos la calidad humana de muchas de esas personas.

Añade que es ciencia constituida que el consumo de marihuana se asocia, con mayor frecuencia de la esperable, a la eclosión de cuadros esquizofrénicos de mal pronóstico o comportamientos agresivos impredecibles (y a veces fatales), surgidos aun en el estado de aparente beatífica complacencia. Así como el inicio del consumo antes de los 18 años, implica un deterioro cognitivo irreversible, sin contar su repercusión genética sobre la descendencia y psicosocial en cónyuges, hijos, madres y padres.

— ¿Lo ha escrito?

— Sí. Muchas veces. Tengo un libro terminado que fundamenta esta verdad irrefutable. A mayor acceso, mayor consumo, y quienes piensen que impedir el uso recreativo de la marihuana es una agresión a los derechos humanos, deben recordar que los derechos de las personas terminan donde comienzan los derechos de los otros.

Dr. Ricardo Ángel González Menéndez. Foto: Flor de Paz

Ricardo Ángel González Menéndez, Académico de Mérito, Doctor en Ciencias Médicas y Especialista de Primer y Segundo Grado en Psiquiatría, nació el 15 de enero de 1936, en Pinar del Río, la más occidental de las provincias cubanas.

Es el segundo de tres hermanos (dos hombres y una mujer), hijos de padre asturiano, comerciante, y madre cubana, maestra. La familia vivía en una sección de un hotel propio, La Flor Asturiana, que el progenitor jocosamente calificaba como hotel de primera… noche.

Cuenta que, a partir de las 12 de la noche los presuntos clientes tocaban a la puerta y que su padre preguntaba: ¿tienen equipaje?, aunque el hotel estuviese vacío. “Desde muy niños intuíamos el propósito de aquella interrogante y también la razón por la que no teníamos un yate. Sin embargo, gracias al esfuerzo de ellos, el modesto negocio permitió financiar los estudios de medicina de los tres hijos, meta que significaba un costo aproximado de 75 mil dólares.

Su primer sueño había sido ser piloto de aviación; el proyecto de convertirse en médico surgió con la muerte sin diagnóstico de una tía materna. Una afección psíquica que padeció su madre estuvo entre los motivos por los cuales eligió la psiquiatría, y también algunas fobias personales que él sufrió en su adolescencia. La posterior especialización en el tratamiento y prevención de las adicciones, rama a la que ha dedicado más de tres décadas de su vida, también tiene sus raíces más profundas en una escena familiar.

Tenía diez años cuando vi llorar a un primo muy querido por no tener un cigarrillo. Recuerdo que pensé: ¡eso no va a pasarme a mí! Y creo que ese “guion” se reactivó en mi mente cuando mi inolvidable amigo, el Comandante y doctor Eduardo Ordaz, me pidió que trabajara en el servicio de adicciones del Hospital Psiquiátrico de La Habana, institución que hoy lleva su nombre muy merecidamente.

En aquel momento, Ricardo González ya había llegado a la cuarta década de su existencia y los primeros contactos que tuvo con toxicómanos fueron suficientes para llegar a la convicción de que ningún ser humano merece sufrir la experiencia del efecto de las drogas. Luego de más de cuatro décadas como adictólogo, y más de 80 años de edad, tiene publicados más de 30 libros.

Su decisión de contribuir a ese campo de la Psiquiatría, contó con la misma motivación que le animó —cinco décadas atrás— a participar en el programa contra la gastroenteritis infantil como médico rural en el poblado de Niquero, a donde llegó para estrenarse como médico.

Recuerda que, luego de un viaje en ómnibus de más de 900 kilómetros, lo esperaba el Hospital Gelasio Calañas y las primeras urgencias: suturar el tendón de un cañero y raer el útero de una madre cuyo sangramiento anunciaba la inminente orfandad de sus numerosos hijos.

Solo unos días antes, el joven aún acariciaba el sueño de dar continuidad al internado en psiquiatría al que había estado vinculado durante el final de su carrera. Pero un requerimiento inmediato a todos los médicos del país, llamados a enfrentar una epidemia de gastroenteritis y otros problemas de salud en zonas rurales, lo situó ante varias disyuntivas.

—Junto al angustioso giro profesional que iba a experimentar, había llegado el momento que mi madre esperaba para cristalizar su profunda vocación médica, a través del inicio en mi ejercicio clínico. Además, desde hacía dos años sufría una enfermedad cardiovascular y me inquietó tener que separarme de ella. Cuando el ómnibus se alejó del andén, el día en que partí para Niquero, tuve la corazonada de que ese sería su último adiós. Y así fue.

—De mi madre (que era casi una santa) heredé la vocación por la medicina; de mi padre (el mejor hombre que he conocido), la autoexigencia, el espíritu de superación, la compasividad y la aptitud literaria. Ella no tuvo tiempo siquiera de leer la carta que le envié desde Niquero, donde le contaba mis incipientes éxitos y la gran satisfacción de sentirme útil ante los demás. Murió apenas unos días después de mi estancia en aquellos parajes orientales. Pero, cuando ya fallecida besé su frente por última vez, surgió una inspiración que marcó para siempre mi ejercicio profesional: cada uno de mis actos médicos serían un homenaje a su memoria.

En 1967 el doctor Ricardo regresó a La Habana y dio continuidad a su anhelada residencia en Psiquiatría en el Hospital Calixto García. Una vez graduado, laboró durante casi una década como especialista asistencial e instructor en la Universidad de Oriente. Poco después aceptó la propuesta del doctor Ordaz.

Como precursor de la docencia en su especialidad en Cuba, el Doctor González ha escrito textos referenciales para estudiantes y médicos generales. Su producción también se extiende al campo de la divulgación científica. Su bibliografía es muy diversa, tanto en libros como en publicaciones científicas, en la que pueden hallarse textos sobre Psiquiatría, Psicología Médica, Ética y Deontología Médicas, humor, Alcoholismo y otras drogadicciones.

— ¿Por qué escribe con esa vehemencia?

— El tiempo y esfuerzo dedicados a la escritura quizá se justifiquen con el aforismo del Apóstol: “Al venir a la tierra, todo hombre tiene derecho a que se le eduque, y después, en pago, el deber de contribuir a la educación de los demás”. Desde que me alejo cada vez más de la guitarra y me acerco al arpa (¿o al tridente humeante?) me he interesado por aportar algo a la filosofía popular.

El 15 de enero de 2019 el doctor Ricardo y su esposa visitan el Hospital Psiquiátrico de La Habana. Allí celebran el cumpleaños del querido Profesor. Foto: Dra. Cristina Elena González de Armas.

En tono de broma dice que ya tiene algunos seguidores de un concepto que ha llamado espiritualidad desarrollada: “mi esposa, la doctora Isabel Donaire, con quien he escrito algunos libros, y mi hijo, Ricardo González Donaire, tres moscas de nombre desconocido y un número indeterminable de guasasas”.

— Y ¿cómo define la espiritualidad desarrollada?

— Es la constelación de virtudes que permiten asumir como propias las necesidades de otras personas y la disposición de contribuir a la satisfacción de ellas, según las posibilidades de cada cual, a partir de una motivación principal: el disfrute de la satisfacción del deber cumplido y de hacer bien sin mirar a quien.

— ¿Desde esa perspectiva prevé el futuro de la psiquiatría?

Por el significado que para nuestra especialidad tiene la espiritualidad desarrollada, creo poco probable que los psiquiatras, en particular, podamos ser sustituidos por los avances electrónicos, informáticos y robóticos.

Consciente de que la psiquiatría y la psicología son las ciencias que más se acercan a la espiritualidad de los seres humanos y de que el clímax de sus potencialidades está en las personas que se forman para atender y tratar las subjetividades, identifica los valores de estas ciencias en la comprensión del significado que tienen las vivencias de las personas y en la capacidad de ponerse en el lugar del otro.

Entonces, ambas disciplinas serán las últimas en sucumbir a los poderes de los robots. Y cada vez será más evidente la necesidad de que todos los médicos cuenten en su formación con un componente importante de conocimientos sobre psiquiatría y psicología.

*El doctor Ricardo González es Académico de Mérito, Doctor, en Ciencias Médicas (Ph. D.) y en Ciencias Generales (Dr. Cs). Especialista de Primero y Segundo Grado en Psiquiatría, Profesor Consultante, Titular e Investigador Titular en la Facultad Dr. Enrique Cabrera de la Universidad Médica de La Habana, Presidente de la Comisión Nacional de Ética Médica, Asesor del Servicio de Toxicomanías del Hospital Psiquiátrico de la Habana Dr. Eduardo Ordaz, ex Presidente de la Sociedad Cubana de Psiquiatría, ex Secretario General de la Aso­ciación Psiquiátrica de América Latina.

(Tomado de Cuba en Resumen)

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