Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- Muchos consideran que los disturbios ocurridos en Cuba el pasado domingo 11 de julio, constituyen la muerte anunciada de la Revolución. A pesar de que fueron realmente impactantes y dañan la imagen de un país que se precia de la tranquilidad ciudadana, no es extraño para el proceso revolucionario haber sido capaz de sobreponerse a grandes enfrentamientos.


En los primeros años, estos enfrentamientos tuvieron expresión en la lucha armada contra el terrorismo, las bandas de alzados y las invasiones organizadas por la CIA, pero incluso superada esta etapa en el escenario interno, no dejaron de producirse conmociones sociales más o menos violentas, cuyo factor común ha sido la participación del gobierno de Estados Unidos y la contrarrevolución externa, en su aliento y promoción.

Lo que ha ocurrido actualmente no cambia sustancialmente este patrón, es difícil calificar de “espontaneas” manifestaciones que ocurrieron al unísono en varias partes del país, que se vienen cocinando desde hace meses y que cuentan con el financiamiento, al menos indirecto, de los cientos de millones de dólares destinados públicamente por Estados Unidos a la “promoción de la democracia” en Cuba.

Estamos en presencia de una nueva agresión norteamericana y ello constituye el elemento central del análisis, aunque la mayoría de los manifestantes no hayan recibido instrucciones de la Casa Blanca y sus objetivos ni siquiera se correspondan con las pretensiones de ese país en Cuba. En realidad, una de las grandes tragedias de este tipo eventos, es que muchos de sus participantes ni siquiera actúan con plena conciencia de lo que quieren, aunque generalmente si saben lo que no quieren, ni son capaces de calcular las consecuencias de sus actos. En ello consiste la diferencia entre la revolución y el caos.  

Al mismo tiempo, sería simplista afirmar que este tipo de conflictos solo responden a una “construcción malévola del imperialismo”, toda vez que son reflejo de problemas económicos, sociales y políticos por los que ha atravesado el país. Muchas veces como resultado de las propias agresiones norteamericanas, en especial el bloqueo, pero también como consecuencia de errores e insuficiencias de la construcción del socialismo en Cuba y las inevitables luchas políticas que un proceso de esta naturaleza genera por sí mismo.

Dicho esto, vale la pena analizar las particularidades de las actuales manifestaciones, expresión de la tormenta perfecta que vive el país. La más importante es que ha cambiado el sujeto político, tanto de la sociedad en su conjunto, como del gobierno que debe regir sus destinos, sin el factor de cohesión que representaba la figura de Fidel Castro.

La “continuidad” puede ser una consigna válida para hablar de los objetivos del proceso revolucionario, pero inoperante si se trata de su conducción. La propia dirección del país ha insistido en la necesidad de cambiar la “mentalidad” y las formas de hacer de las instituciones y cuadros políticos, también lo ha intentado de muchas maneras. Pero la principal crítica a su gestión, ha sido la incapacidad para generar estos cambios a la velocidad y profundidad exigida, incluso para concretar muchas de las reformas que ella misma ha diseñado y gozan de un buen consenso nacional.

Otra particularidad ha sido el nivel de violencia aplicado por las fuerzas del orden en ciertos lugares, sin haber estado justificadas por agresiones contra la policía o el vandalismo de los manifestantes. Aunque han existido momentos de grandes enfrentamientos el gobierno siempre se cuidó de establecer límites a la actuación represiva de los órganos policiales, a sabiendas de sus consecuencias políticas.

Sin llegar a la envergadura que desgraciadamente resulta bastante común observar en otros países, hemos visto escenas de violencia y abuso policial, que no se corresponden con las tradiciones y prácticas de la Revolución. Es cierto que no puede asegurarse que las manifestaciones siempre fueron pacíficas y ordenadas. Igual que pueden verse los videos de algunos excesos policiales, sobran pruebas de expresiones de violencia y vandalismo en varias manifestaciones, que justifican la acción decidida de la policía. El problema es que en si bien en Cuba la represión puede ser mínima comparada con otros países, basta un solo caso para transgredir la ética de los revolucionarios y dañar la imagen del país, con lo que esto entraña para la propia seguridad nacional. Es, además, una mala política.

Esta violencia tiene lugar, además, en un momento de consolidación del proceso de aprobación de una nueva Constitución, la cual contó con el apoyo, otorgado mediante voto secreto, por más del 80% de los electores. Transgredir los postulados de esta Constitución constituye un delito para cualquiera de las partes y no existen razones para hacerlo, toda vez que afecta el consenso que apuntala el proyecto estratégico de la nación.

Otra particularidad son las dificultades de las fuerzas revolucionarias para enfrentar las acciones subversivas canalizadas a través de las redes sociales.  Se trata de un escenario nuevo para Cuba, en desventaja frente a enemigos que cuentan con todo el dinero y la experiencia en el uso de estos instrumentos de comunicación social, tanto para vender un par de zapatos, como para desestabilizar a un país o elegir a un presidente. Con seguridad, los perfiles de la mayoría de los cubanos ya reposan en servidores listos para clasificarlos y decenas de operadores se ocupan de manipularlos. A mí nadie me convocó a las manifestaciones del 11 de julio, pero miles de personas, más dispuestas que yo, seguro recibieron el mensaje.

No obstante, más allá de los problemas del uso de las nuevas tecnologías, está el problema del contenido mismo de la información que se distribuye y los métodos empleados para garantizar la eficacia del mensaje y su credibilidad. Las falencias de la prensa, ha sido objeto de la crítica constante de los dirigentes del país, sin que aparezcan las soluciones. Buena parte del capital humano de la intelectualidad se desaprovecha en los medios y el resultado de las investigaciones sociales continúa teniendo una difusión muy limitada, lo que afecta la certeza y profundidad de los análisis que se transmiten a la población. El debate desde posiciones diversas, presente en otros escenarios, incluso en las colas, es un animal raro en la prensa cubana.

Muchos de los problemas sociales, carentes de una apropiada atención, que el propio presidente Díaz Canel señaló entre las causas de los acontecimientos acaecidos, dígase la pobreza, la marginalidad, el racismo y otras diferencias sociales, han venido siendo estudiados desde hace años por los centros académicos cubanos, sin que sus resultados siempre hayan sido debidamente tenidos en cuenta, para alertar sobre estos fenómenos y su tratamiento.

Aunque faltan investigaciones que confirmen estos datos, también Díaz Canel definió a los componentes fundamentales que considera estuvieron presentes en las manifestaciones e identificó tres grandes grupos: los anexionistas, que actúan plegados a los intereses de Estados Unidos; las personas con actitudes delincuenciales, así como una alta presencia de los jóvenes. Los primeros son fácilmente identificables por sus vínculos y actitudes políticas, los segundos por su conducta, pero los últimos responden a una definición mucho más amplia y compleja, relacionada con problemas mucho más abarcadores de la vida del país.     

Si bien el bloqueo económico no ha sido capaz de derrocar al régimen, como han pretendido sus propugnadores, ha sido un obstáculo determinante para el avance económico del país, así como un desgaste político constante, condicionado por carencias agobiantes para el ciudadano común.

El milagro cubano ha sido sobrevivir en esas condiciones, pero resistir eternamente no satisface las expectativas de vida del común de las personas, especialmente de los jóvenes. Tal nivel de insatisfacción explica tanto el volumen de emigración existentes, como las expresiones de descontento que se observan en diversos escenarios. La causa es económica, pero sus consecuencias son políticas y como tal deben ser tratadas.

Al recrudecimiento del bloqueo, hasta el punto de asfixia económica como resultado de la política de Donald Trump, se han sumado los efectos humanitarios, sociales y económicos devastadores de la pandemia de la Covid-19. No es casual que las manifestaciones hayan sido convocadas en el peor momento de la pandemia, cuando el país enfrenta niveles record de contagiados y muertes, una situación que debe mejorar en los próximos meses, como resultado de la aplicación de las vacunas cubanas.

Tampoco debe ser casual que hayan ocurrido en el momento en que el gobierno de Joe Biden parecía listo para anunciar la tan estudiada política hacia Cuba. Desde su ascensión al cargo, la extrema derecha cubanoamericana viene articulando provocaciones y campañas mediáticas para impedir que se reviertan las sanciones establecida por Donald Trump. Da la impresión que Biden se encuentra acorralado por estas presiones y parece que la política hacia Cuba no tendrá cambios significativos en los próximos meses.

Lo único que depende de los cubanos es Cuba misma. Ojalá que la crisis, madre de las grandes transformaciones, en un clima de diálogo y paz, permita evaluar todo lo que deba ser evaluado y cambiar todo lo que deba ser cambiado. De ello depende el futuro de una Revolución, a la que muchos cubanos hemos puesto alma, corazón y vida. 

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