Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- Las manifestaciones de descontento ocurridas el pasado 11 de julio en Cuba, han reforzado la idea de la necesidad de un diálogo nacional, que sirva para articular nuevos consensos y ampliar los mecanismos democráticos existentes. Como resulta difícil concretar una agenda e identificar a sus posibles actores, conviene tratar de discernir las corrientes políticas existentes en el país y sus intereses más generales.
Desde el triunfo de la Revolución, la vida política cubana ha sido tan intensa y abarcadora, que muy pocos han podido evitar colocarse en uno de los grandes conglomerados en disputa, dígase los que apoyan el sistema socialista o sus adversarios. Analicemos el balance de estas fuerzas y su posible disposición al diálogo que se propone.
Derrotada tempranamente dentro del territorio nacional, el núcleo duro de la contrarrevolución se asentó en el exterior, especialmente en Miami. Para los sectores más extremistas de esta corriente, dialogar es una mala palabra y no han sido pocos los llamados despectivamente “dialogueros”, los que han sido hostigados, agredidos e incluso asesinados, por defender esta posición. Más allá del fanatismo que caracteriza a estos grupos, hay factores objetivos que explican esta conducta: han vivido de una hostilidad alentada, protegida y muy bien remunerada por el gobierno norteamericano.
Son promotores del caos y la intervención norteamericana en Cuba y su objetivo final es retornar al régimen neocolonial antes existente en el país. No se trata de una acusación gratuita, inspirada en fundamentalismos de izquierda, así lo expresa, de manera diáfana, la ley Helms-Burton, instrumento legal que regula las relaciones de Estados Unidos con Cuba.
Estas fuerzas cuentan con algunos seguidores dentro del país, por lo general alentados y dependientes del dinero que reciben desde el exterior. Tampoco estoy revelando un secreto, en un alarde de transparencia, cada año el gobierno norteamericano da a conocer los fondos públicos que destina a la subversión en Cuba y, ya sea de manera directa o mediante sus intermediarios miamenses, estos grupos de extrema derecha forman parte de los receptores de estos fondos.
Sus actividades en Cuba y en el exterior, por lo general violentas y provocadoras, tienen una resonancia internacional sobredimensionada, gracias a la atención que reciben en los grandes consorcios de la información y en las redes sociales, donde se articulan campañas mediáticas, muchas veces diseñadas mediante técnicas muy sofisticadas para la manipulación de estos medios. Por su naturaleza e intenciones, con esta corriente no existen posibilidades reales de diálogo, tampoco es de suponer que estarían dispuestos a aceptarlo, toda vez que conspira contra su propia existencia y sus privilegios.
Sin embargo, no todos los opositores al sistema socialista son renuentes a establecer diálogos con el gobierno y diversos sectores de la sociedad civil cubana. Para algunos, ello responde a una estrategia encaminada a lograr un “cambio de régimen por otros medios”, como fue definida la apertura de Obama en las relaciones con Cuba, pero, para otros, simplemente refleja la intención de avanzar en la satisfacción de sus propios intereses, dígase económicos, culturales, ideológicos, existenciales, incluso humanitarios, sin condicionarlo al derrocamiento previo del gobierno cubano. No es algo extraño, Cuba mantiene relaciones, más o menos armoniosas, con infinidad de gobiernos, instituciones y personas en todas partes del mundo, que se declaran contrarias al socialismo.
Al margen de sus intenciones, la conveniencia de este diálogo para Cuba, es que estas posiciones son mayoritarias en la emigración, parten del reconocimiento del Estado y las instituciones cubanas con las que se proponen negociar, se encaminan a satisfacer asuntos de mutuo interés y tienden a neutralizar las opciones más agresivas, influyendo en las políticas hacia Cuba de los gobiernos de los países en que se encuentran asentados, incluido el de Estados Unidos.
Esta corriente, que pudiéramos caracterizar de oposición pacífica y disposición al diálogo con el gobierno y la sociedad civil cubana, también tiene expresión dentro de Cuba, aunque no se aprecian formas de organización que la representen. Según puede inferirse del resultado del referendo constitucional de 2019, agrupa alrededor del 9% del electorado, unas 700 000 personas, que votó contra el socialismo, cifra que pudiera aumentar, si sumamos algunas abstenciones y votos nulos. Una posición significativamente minoritaria, que no se corresponde con las matrices de la propaganda contra Cuba, lo que no implica que sea justo desconocer sus derechos, ni inteligente subestimar la importancia de tenerlos en cuenta para la construcción del consenso nacional.
Aunque muchas veces pueden expresarse libremente a través de los canales del Poder Popular, las consultas abiertas que usualmente se realizan sobre diversos asuntos, los espacios sindicales y otros mecanismos de participación ciudadana, ya sea por deficiencias o limitaciones en el funcionamiento de estas estructuras o como resultado de la compulsión social que puede generar la intolerancia e incomprensión a sus posiciones, la plena satisfacción de estos derechos se ve muchas veces limitada.
Ante la dificultad para expresarse por vías oficiales, es común que se manifiesten a través de algunas iglesias y organizaciones fraternales, con las que el gobierno mantiene relaciones, o mediante las redes sociales. Para incrementar el diálogo con estos sectores y ampliar sus posibilidades de participación en múltiples aspectos de la vida nacional, basta hacer valer lo establecido en la Constitución y que reciban la máxima protección del Estado y el resto de las instituciones políticas del país.
Paradójicamente, mucho más complejo se ha tornado establecer las agendas y la composición de los diálogos posibles dentro del conglomerado de izquierda que, desde diversas aproximaciones filosóficas y políticas, se declaran favorables al socialismo, aunque algunos pueden cuestionarse el modelo aplicado en Cuba y la gestión del gobierno. Aunque prácticamente todos dicen estar dispuestos a participar en un diálogo nacional, difieren muchas veces en la amplitud de las convocatorias, los focos de atención y las prioridades del debate. Lograr conciliar estas posiciones, resulta vital para articular la unidad del país alrededor del proyecto socialista. Por mucho que se haya degradado el argumento como resultado del abuso de consignas, la historia de la nación cubana es testigo de la importancia de esta unidad para la defensa de la soberanía e independencia del país, punto de demarcación de las tendencias políticas en Cuba.
Los temas en disputa son muchos, entre ellos: la conceptualización del socialismo y su aplicación a la realidad cubana; el funcionamiento del gobierno y la dirección de la economía; el papel de mercado y la gestión privada; los mecanismos de participación democrática y el control popular; el concepto de ciudadano y sus derechos; la política informativa y cultural; el burocratismo y el dogmatismo; los problemas sociales de diverso carácter; el papel del partido comunista y sus métodos de trabajo; la emigración y el vínculo de la nación con los emigrados, así como las relaciones con Estados Unidos y el resto del mundo.
Se trata de asuntos muy complejos, atravesados por fenómenos bastante recientes como el derrumbe de la URSS y el campo socialista europeo, que habían servido de modelo al sistema cubano; la tremenda crisis económica que esto significó para el país, con su secuela de desigualdades, problemas sociales y el deterioro de valores de mucha influencia en la conducta ciudadana; el incremento de la emigración, como resultado de descontentos y la falta de expectativas, especialmente entre los jóvenes, así como la desaparición física de Fidel Castro, factor aglutinador en el plano doméstico y de influencia internacional, especialmente en la izquierda mundial.
A todo esto se suma el recrudecimiento del bloqueo norteamericano, en medio de una pandemia devastadora, así como el agravamiento de problemas estructurales heredados, cuya solución se complica en las actuales circunstancias. Lo extraño no es que se hayan producido manifestaciones de descontento social, sino que el sistema haya sido capaz de sobrevivir a pesar de estos inmensos inconvenientes.
En estas condiciones tan adversas ha tenido que funcionar un gobierno nuevo, que ha cometido sus propios errores. Lo que no lo exime de asumir la máxima responsabilidad de encauzar los diálogos posibles, los cuales en realidad se ha comprometido a estimular y, de hecho, ha intentado hacerlo mediante diversas convocatorias. El problema es que dialogar no solo consiste en establecer espacios para expresar opiniones y debatir sobre diversos tópicos, sino en la solución de conflictos, mediante la confrontación de ideas diferentes, a veces supuestamente antagónicas.
El gobierno cubano no siempre ha tenido la flexibilidad y amplitud que se requiere para este empeño, en parte, porque en el caso de Cuba tiene mucho peso la necesidad real de una actitud defensiva, que no admite brechas. Una consecuencia del acoso norteamericano, ha sido la limitación objetiva del ejercicio democrático en el país. Con todo lo que debe ser reconocido como un derecho y desde esa condición deben ser tratadas cuando ocurren dentro de los parámetros establecidos por la ley, una manifestación de descontento social en Cuba no entraña los mismos peligros para la seguridad nacional que en otros países. Nadie ha pensado en una intervención humanitaria en Colombia, aunque los asesinados por la policía en las manifestaciones de los últimos meses, se cuentan por decenas.
La intransigencia revolucionaria ha sido un componente esencial de la capacidad de resistencia demostrada por la Revolución y forma parte de las tradiciones de lucha del pueblo cubano por la independencia y soberanía nacional. El problema para el diálogo posible es cuando esta intransigencia se asume mediante una mal entendida radicalidad, que confunde principios con coyunturas y objetivos con métodos para alcanzarlos. Cualquier estudioso de la historia de Cuba, tendrá que reconocer que Fidel Castro, el más radical de los revolucionarios cubanos, fue un mago de la dialéctica. En una ocasión le escuché decir, lo cito de memoria, “el arte de la Revolución ha sido la capacidad de convertir a enemigos en amigos”.
Los momentos más conflictivos del proceso revolucionario y la causa de muchas de las peores secuelas políticas ha sido, cuando, amparados en un tergiversado “radicalismo revolucionario”, se impusieron las tendencias más extremistas. Mucha gente se vio enajenada por una lógica perversa, que los maltrató injustamente hasta convertirlos en enemigos, con lo que quedó justificado el abuso original. El extremismo, como alertó Lenin, otro revolucionario radical por excelencia, es caldo de cultivo para el oportunismo, y el oportunismo es un cáncer que corroe los procesos revolucionarios. Basta mirar la debacle soviética, un desastre que se incubó dentro del sistema, para percibir la magnitud que pueden alcanzar estos daños.
El extremismo obstaculiza el diálogo cuando se atrinchera en lo indefendible y, en nombre de la defensa de la Revolución, descalifica cualquier tipo de crítica, así como viola principios éticos de la conducta política socialista, donde el fin no puede justificar los medios. No importaría tanto si simplemente reflejara a una corriente de pensamiento más, que se bate por defender su verdad en un plano de igualdad con otras tendencias, pero puede resultar muy nociva cuando, como ha ocurrido en ocasiones, asume la representación de la línea oficial del partido y el Estado, monopoliza las expresiones públicas y ejerce la capacidad de reprimir a sus adversarios.
De esta manera, en los últimos años, se ha tratado de desprestigiar, incluso sancionar, a intelectuales de izquierda, en su mayoría jóvenes que, con razón o sin ella, asumen posiciones críticas respecto a ciertas concepciones y políticas gubernamentales; se han frustrado opciones de diálogo con sectores no socialistas que, al margen de grandes diferencias, han estado dispuestos a encontrar puntos de encuentro con los sectores de izquierda; incluso se ha tratado de silenciar las voces críticas de militantes revolucionarios, mediante presiones o limitando su acceso a los medios oficiales de información.
Está claro que cualquiera de estas expresiones pueden servir a individuos con ocultas intenciones contrarrevolucionarias y, con seguridad, existen departamentos de la CIA, organizaciones de derecha y “expertos” en muchas partes, tratando de ganar posiciones en Cuba, ya sea dentro de la izquierda contestaría, los seguidores de otras ideologías o, incluso, entre los “comecandela” más extremistas, el asunto es no facilitarles las cosas, fabricando enemigos que no lo son ni quieren serlo. De nuevo, el respeto a la Constitución y las leyes, es la mejor protección frente a la penetración del enemigo y el principal antídoto para que no se cometan excesos amparados en este propósito.
A pesar de que no puede hablarse de la existencia de un diálogo nacional debidamente institucionalizados, muchos diálogos existen en Cuba y están más extendidos que lo que muchos suponen. Tienen lugar dentro del propio partido comunista, en particular en los núcleos, cuya simbiosis con las bases populares debiera ser más escuchada y aprovechada; se desarrollan con mucha intensidad y amplitud en los medios académicos, ya sea entre los estudiantes y profesores, o como resultado de investigaciones sociales que, aunque cada vez son más tenidas en cuenta para el diseño de políticas públicas, no se difunden hasta convertirse en fuente de la cultura popular; ocurre entre intelectuales y artistas dentro de sus propias organizaciones, incluso se observa en las comisiones de la Asamblea Nacional del Poder Popular, aunque el resultado de las votaciones siempre refleja una unanimidad exagerada. Existe entre los emigrados y el gobierno, así con diversos sectores de la sociedad civil, para no hablar de las calles, declaradas foro permanente del debate político en el país.
Quizás, el principal freno al potencial de estos diálogos dispersos para contribuir al consenso nacional, radica en las limitaciones de la prensa y otros medios de comunicación oficiales, para difundir sus resultados e integrarlos en el quehacer político de la nación. Durante años, el propio gobierno ha criticado las deficiencias de la prensa para reflejar la situación del país y satisfacer las necesidades informativas de la población. Pero esta crítica ha estado más centrada en señalar los resultados, que analizar sus causas. La consecuencia más negativa ha sido la pérdida de credibilidad de los órganos públicos y su indefensión frente a las distorsiones que muchas veces se generan a través de las redes sociales o por otros medios extraños.
Ello contrasta con la calidad promedio de los periodistas y otros profesionales de la información, con una alta vocación de servicio social, formados en buenas escuelas y al tanto de las técnicas más novedosas del oficio, ni siquiera son problemas en esencia achacables a los directores de los órganos y los funcionarios que dirigen estas actividades, ya que bastaría su sustitución para superar el entuerto, se trata de un problema mucho más profundo, relacionado con la concepción del papel de la prensa en la construcción de la hegemonía socialista y las normas para su funcionamiento, un viejo problema no resuelto del sistema socialista, a lo que se une el desfase para enfrentar el nuevo escenario generado por las nuevas tecnologías de la información. La solución, entonces, requiere de una revisión a fondo de las políticas estatales y partidistas, así como sus concepciones respecto a la prensa y sus exigencias democráticas.
La frase “es la economía, estúpido”, encabezó la campaña de Bill Clinton en 1992 y fue tan descriptiva de la situación, que algunos la consideran decisiva en su victoria. La misma lógica se aplica para la realidad cubana actual. Ningún diálogo podrá solucionar los impactos de esta realidad objetiva en la vida cotidiana de los cubanos, pero mucho menos puede la violencia. El diálogo es un camino para encontrar soluciones, sobre todo mediante el aprovechamiento del enorme capital humano que ha desarrollado el país; producir el bienestar de la armonía social y contribuir a la cultura política popular. En eso estriba su importancia.