Por Octavio Fraga Guerra* - Cinereverso - Cubainformación.- Los testimonios de anónimos personajes que han sido tocados por la fuerza de un mordaz zarpazo afloran desde la memoria tardía. Tras el trauma, los sueños se truncan, las palabras emergen deshilachadas, dispuestas en delgados telares de tonos y texturas, huecas de muchas voces. Son esas nítidas huellas que retratan los pilares del dolor, resueltas con una impredecible suma de gestualidades y acentos. Todas ellas, curtidas desde las faldas de la angustia.


Con el paso de las heladas, las palabras resultan ser abultados hilos, secundadas por agujas inocuas. Bocetan en la cúspide de su evolución, las llagas en ese telar de plurales desasosiegos y se erigen como inquietantes respuestas de incoherentes adjetivaciones ante el rompimiento de lo imprevisto.

Tras una larga pausa, nacen los diálogos como relatos resueltos de erguidas historias. Se perpetúan y multiplican como narraciones orales en localidades circundantes. Para “entenderlo” todo, nace ese compartir de durezas sacadas de las raíces del llanto, labradas con el filo de las adjetivaciones. Son relatos dispuestos como brazas indomables, anclados en los vórtices de la vida.

El dolor de pobladores embestidos se agolpa en los portales de sus sueños, trunca toda posibilidad de andar por otros insospechados cauces desconocidos. En ese coartado estadio evoluciona la ansiedad de pintar con versos sustantivos relatos, definitivamente, trazados como cercos. Emergen para ser escuchados en recicladas vestiduras, en plurales vocablos, muchas veces desabotonados, sin una horizontal lógica.

En esas circunstancias, donde la negritud lo toma todo, estas voces leñas emergen como palabras inconclusas vertidas en narraciones inconfesables. Son construidas con acentos de imperceptibles brechas apagadas por la fuerza del tempo. Solo es posible entenderlas en todas sus latitudes cuando arropan el espanto que significa la ruptura de traicioneros brazos nacidos desde lo imprevisto.

El tiempo es el signo de este retrato. Un minuto, dos, algunos pocos más. Sobre ellos se escenificó el estremecimiento, la ruptura de una paz sellada.

Los pilares de la tierra estallaron; desplomados, como indispuestas hojas de sal, cayeron los techos de las casas. Las paredes, resueltas para contener el surco de las lluvias y las heladas noches desprovistas de abrigos, no soportaron esas arremetidas.

Se escenificó la escalada de perversos brazos, toda una puesta en escena imposible de predecir para la lente de visores apertrechados con dianas de nuevas tecnologías. Esas que la ciencia moldea en sucesivas hondonadas, pensadas para “anticiparlo todo”.

Se desató la estampida, el correr de muchos para alguna parte, más bien para donde fuese posible. El drama se tornó un gran personaje colectivo. Es el dibujo de un collage de vidas quebradas, la praxis de la aritmética, la suma de muertos y heridos que grafican toda una pátina, piezas desechas, dispuestas “como si nada” en un lienzo dantesco.

II

El 8 de octubre de 2005 un violento movimiento telúrico tuvo lugar en Asia a las 03:50:38 UTC. Sacudió el norte de Pakistán e impactó además en varias regiones de la India y Afganistán. El sismo —de 7,6 grados en la escala de Richter— estremeció a Cachemira, región fronteriza entre Pakistán y la India. El epicentro de este sismo se situó a 80 kilómetros al noreste de Islamabad.

Los estudios, revelados posteriormente, subrayan que esta sacudida se extendió por aproximadamente 2 minutos. En el momento en que se produjo el evento la mayoría de los habitantes de las zonas afectadas se encontraban durmiendo.

Reportes sobre los daños señalaron que la ciudad de Muzaffarabad, capital de la parte paquistaní de Cachemira, estaba totalmente devastada. De las 86 mil muertes ocurridas en los tres países afectados, más de 18 mil correspondieron a Pakistán, donde el número de heridos sobrepasó las 106 mil personas y tres millones perdieron sus hogares. Es el peor terremoto de la historia de la nación.

III

El 14 de octubre, seis días después de la gran sacudida, arribó a Pakistán un primer grupo de médicos, enfermeras y personal paramédico cubanos dispuestos a enfrentar las urgencias de esta calamidad humana. Fue la respuesta inicial del pueblo y el gobierno de la isla caribeña ante la aprobación del presidente pakistaní Pervez Musharraf de recibir un contingente de esta naturaleza.

Es esencial para el cine retratar los testimonios de estos actores y edificar huellas de la vital experiencia, fraguada por la voluntad de los  galenos cubanos que estuvieron en el país asiático por más de ocho meses. Salvar vidas, aplanar el dolor de heridas ancladas a la furia de un terremoto, restablecer la esperanza, pintar de cromatismos la existencia de miles de hombres y mujeres quebrados fueron parte de las encomiendas de esa brigada médica.

El documental En las laderas del Himalaya (2006), del cineasta cubano Roberto Chile, apunta a esas órbitas. Es un filme desarrollado desde los más descollantes oficios del periodismo, de recursos secundados por plurales relatos conexos, reunidos en las brasas de un texto emotivo.

Un equipo pequeño y curtido (Roberto Chile, Fabiola López y Salvador Combarro) bastaron para fotografiar los fríos parajes de una región devastada. También, para documentar la fuerza e hidalguía que distingue a los protagonistas de esta experiencia. Es la singularidad que le asiste al cine de urgencias, desde oficios que se complementan, difuminan sus artes, en torno a una exigida intencionalidad.

Los creadores de En las laderas del Himalaya reverencian a los protagonistas y legitiman sus historias, que son parte sustantiva de las vestiduras del documental. Dispuestas como unidades significantes, y también desplegados en imperceptibles capítulos narrativos para potenciar el acabado del relato.

Una interconexión necesaria se produce en todo el recorrido del filme: el sustantivo contrapunteo entre el abordaje fotográfico que conduce Roberto Chile y la misión indagadora de la periodista Fabiola López, recursos dispuestos como en un mapa para dialogar con el lector audiovisual.

El documental evoluciona desde una arquitectura observacional en llana simbiosis con los postulados de lo participativo. Observacional, porque los realizadores no intervienen en las posturas de los personajes o en la cronología de sus palabras. Toman de los argumentos y significados de singulares testimonios, reforzados por el signo del retrato (individual y grupal). Participativo, por esa conexión entre los realizadores en el terreno y los protagonistas de cada escena, que destraban emociones, argumentos, gestualidades, fortalecidas en el contexto de un escenario apocalíptico.

Las cámaras de Chile y Combarro apuntan hacia la gestualidad o el rostro bocetado por la luz. Pintan las estelas del cansancio y la constancia de una entrega moral que nace de la solidaridad de un pueblo. Las cámaras discriminan planos, desechan escenarios, desconocen objetos o entornos baldíos: son las artes convocadas para relatar las rutas de sus circunstancias.

Los testimonios de cada uno de los entrevistados —los de la brigada médica— se incorporan en una escalonada jerarquía de legítima presencia en los tempos del filme.

No asistimos a esa emocionalidad que soportan las series o telenovelas —tampoco las discrimino—. En las laderas del Himalaya responde a otras narrativas en las que la emocionalidad se afianza, legítimamente resuelta, para jerarquizar el contexto y las circunstancias de una gesta humana. Y claro está, para visibilizar los ardores de personas quebradas, de ciudadanos pakistaníes que son los otros protagonistas de esta pieza fílmica.

El recurso de la emocionalidad —en lo apocalíptico del espacio y los desafíos que entraña documentar puestas derruidas tras los impactos de la naturaleza— subraya los derroteros de estos personajes, también encumbrados como contraparte de la brigada médica.

Las palabras son claves en las soluciones narrativas significadas en las texturas del filme. Es la virtuosa solución de apuntar sobre el antes, el durante y el después de cada uno de los actores de esta pieza cinematográfica con los poderes de las vivencias, la fortaleza de los argumentos. No son palabras híbridas, vacías, moribundas; emergen como vocablos esbeltos que moldean con acierto la dimensión del horror, oportunamente retratado.

En esta estela significativa del documental las artes de Fabiola López emergen bocetando sustantivos diálogos en toda la cartografía del filme. Son superpuestos en los ensanches del filme, desgranados como puntos de giros que comparten respuestas con otras zonas climáticas. Resultan acabadas evoluciones o tránsitos de idas y vueltas, secundados por otras artes cinematográficas convocadas para apuntar el ejercicio de la memoria.

Se impone subrayar sobre las entregas del músico Frank Fernández para este filme, quien compone piezas en cuyas texturas se advierte la evocación, el lirismo dramático. Son arreglos varados en los pliegues del documental para sombrear los escenarios narrados. Regala también, como parte de sus trazos discursivos, potentes metáforas de cuidadas variaciones superpuestas en el guion (Chile y Fabiola son los autores) como significantes actos cinematográficos. Es la fuerza de las simbologías de una banda sonora de cómplices resoluciones y timbres que legitiman las atmosferas.

Los textos del músico se distinguen también porque no perturban o sobresalen por encima de los otros recursos participantes en el filme, apelan a la mesura en cada una de sus aportaciones. Entiende que lo esencial, lo verdaderamente importante, es la gesta del contingente médico.

La fotografía no es un asunto menor en los pilares de esta pieza fílmica. Roberto Chile, con la fuerza del retrato, compone partes significantes de esos escenarios derruidos, protagonizados en cuidados encuadres. Jerarquiza también, en los límites de sus representaciones periodísticas con los acentos del arte documental, los elementos de “utilería” presentes en ese natural proscenio: contrapicando personaje-espacio.

Las huellas de la devastación, la dimensión de los parajes que merodean a los protagonistas del filme o los estamentos del clima, que calan los empeños de dar vida a seres distantes, “extraños” son esas otras requeridas simbologías del documental. La fotografía, secundada por los planos detalles, los primeros planos y los planos generales, participa en esta encomienda, “convocada” para construir identidades en zonas de devastación.

Los sonidos ambientes, los tonos de las palabras, los jadeos, las lágrimas escondidas, estas últimas puestas en las texturas de la pantalla, completan ese necesario cuadro fotográfico desprovisto de misticismo. Responde a la fuerza de los hechos y a la magnitud de la encomienda.

Los elementos que protagonizan cada encuadre, como telones de fondo o partes de la escenografía natural de estos escenarios catapultados, refuerzan las dramaturgias y los distingos del documental —presentes en justificadas apropiaciones— soportados por el empeño de encumbrar historias de vida.

En las laderas del Himalaya cumple, con altura intelectual y estética, también con sentido humanista, la necesidad —siempre urgente e impostergable— de documentar los hechos históricos, donde quiera que ocurran. El filme es una importante contribución a este desafío.

IV

El balance final de esta epopeya fue la participación de 2.564 colaboradores cubanos, de ellos 1.463 médicos, en la asistencia a las víctimas del sismo durante más de ocho meses. Se montaron 32 hospitales de campaña que luego fueron entregados a las autoridades sanitarias del país. Más de 1,8 millones de pacientes fueron curados y se salvaron 2.086 vidas. Los expertos realizaron 601.369 consultas médicas. El contingente cubano fue el primero en llegar y el último en dejar el país asiático.

Ficha técnica

Título: En las laderas del Himalaya. Dirección: Roberto Chile. Periodista: Fabiola López. Música original: Frank Fernández. Director asistente: Salvador Combarro. Dirección de fotografía: Roberto Chile. Cámara: Roberto Chile y Salvador Combarro. Productor de rodaje: Zéner Caro. Edición: Enrique Fleitas y Alain Fleitas. Posproducción: Abraham Torna. Traducción al inglés: Beatriz Muñoz. Productora: Video Plaza. Año de realización: 2006. Duración: 36 minutos. País: Cuba. Filmado con cámaras betacam sp y minidv.

 

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