Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- Para sorpresa de la opinión pública internacional, el Departamento de Estado de Estados Unidos acaba de anunciar un grupo de medidas, que flexibilizan ciertos aspectos de su política hacia Cuba. 

Dicho a grandes rasgos, se compromete a cumplir con los acuerdos de 1994, en lo que respecta al otorgamiento de 20 000 visas anuales; restablecer la concesión de visas temporales; permitir los contactos pueblo a pueblo, mediante licencias generales para grupos con fines educacionales e intercambio profesional; tomar diversas medidas para apoyar el funcionamiento del sector privado en Cuba; autorizar los viajes aéreos a las provincias, así como eliminar los límites al envío de remesas, siempre que se utilicen empresas que no estén sancionadas por el gobierno norteamericano.  


Según dice el comunicado oficial, “Cuba atraviesa una crisis humanitaria sin precedentes y nuestra política continuará enfocada en empoderar al pueblo cubano para ayudarlo a crear un futuro libre de represión y sufrimiento económico”. Llega un poco tarde la sensibilidad norteamericana, después de más de dos años de pandemia, pero no vale la pena discutir su credibilidad, la clave de esta decisión hay que buscarla en otra parte, más bien en la afirmación, también contenida en el comunicado, de que lo anunciado “está en línea” con los intereses de la seguridad nacional de Estados Unidos.

Al parecer, lo que ha determinado esta decisión es el problema migratorio, uno de los asuntos más tóxicos y divisivos del escenario político y social estadounidense, que se ha complicado con la avalancha de inmigrantes indocumentados en la frontera sur del país, la que el gobierno de Biden se muestra incapaz de evitar. Considerado un asunto de seguridad nacional, su solución reviste una importancia decisiva para las aspiraciones de los demócratas en las elecciones de este año y en 2024. 

La violación de los acuerdos migratorios con Cuba, imposibilitando las vías legales para emigrar a Estados Unidos, así como la política de asfixia económica llevada a cabo por las administraciones de Trump y Biden, también ha conducido al incremento incontrolado de los flujos de migrantes ilegales cubanos, ya sea sumándose a las caravanas que atraviesan Mesoamérica para llegar a Estados Unidos o por la vía marítima, con los peligros que entraña en ambos casos. 

Los “buscadores de la libertad” procedentes de Cuba no pueden ser tratados igual que el resto de los migrantes, sin afectar la política contra la Isla. Ni conviene considerarlos una excepción, porque eso daña las relaciones de los demócratas con otros grupos nacionales y sus países de origen. No queda otra opción que tratar de disminuir el flujo de los cubanos y así despejar el problema migratorio en general, de uno de sus inconvenientes políticos más conflictivos para el gobierno. 

Estamos en presencia de una regularidad de la política norteamericana hacia Cuba. En tanto la emigración ha sido utilizada para demostrar las “aberraciones del socialismo”, Estados Unidos siempre la ha estimulado, en especial la que se realiza por vías ilegales, ya que tiene mayores connotaciones mediáticas. El límite ha sido mantenerla a niveles controlables para evitar afectaciones a la seguridad nacional, tal y como ellos la conciben. De resultas, cada vez que se ha quebrado esta capacidad de control, el gobierno estadounidense ha recurrido a los acuerdos con Cuba para restablecerla. Esa es la historia de los acuerdos migratorios firmados en 1965, 1984 y 1994. También explica los afanes reorganizativos, que se observan en la actualidad.

Digamos que estas medidas son muy elementales y constituyen el mínimo necesario para poner cierto orden al caos actual, lo que solo es posible si se facilitan las vías legales y se atenúan las presiones económicas que exacerban el problema. En tal sentido, constituyen un respiro frente a la política “devastadora” aplicada por Estados Unidos en los últimos años, como la calificó el canciller cubano Bruno Rodríguez, y ello basta para recibirlas con beneplácito, aunque el gobierno de Cuba tiene razón en cuanto hay que esperar a las normas que regulan su aplicación, para poder medir su verdadero impacto. 

El momento pudiera estar relacionado con la celebración de la Cumbre de las Américas, a celebrarse el próximo mes de junio en Los Angeles, California. Ya sea para lavar la cara frente a las críticas de algunos gobiernos por la exclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua o incluso para eventualmente revertir esta decisión e incluirlos en la convocatoria, en un clima que esperan menos tenso. Al parecer, el hecho de que coincidentemente se hayan anunciado medidas que también flexibilizan las sanciones contra Venezuela, aunque por causas distintas, también pueden estar relacionadas con este evento.   

Podemos pensar que estamos en presencia de un avance de las fuerzas que defienden la sensatez en la política hacia Cuba dentro de la actual administración estadounidense, por lo que el gobierno cubano debiera hacer lo posible para facilitarles el trabajo. No debe resultar muy difícil, toda vez que lo que se plantea permitir es experiencia vivida y cuando las propias reformas cubanas, así como la estrategia económica aprobada, están en armonía con las medidas que dice Estados Unidos están dirigidas a favorecer el desarrollo del sector privado en el país y que constituyen su intención más claramente subversiva.

Está claro que mientras Cuba sea un país socialista y defienda su soberanía, tendrá contradicciones antagónicas con el gobierno norteamericano. El asunto a debate es valorar el escenario en que se desarrolla el conflicto. El pueblo cubano ha comprobado en carne propia y de la peor manera, que no es lo mismo Obama que Trump. Como Biden se parece más al segundo, vale la pena estimular las señales de cambio.

El gobierno cubano está en lo cierto cuando califica estas medidas de muy limitadas. En verdad no alteran la esencia del bloqueo ni eliminan la designación de Cuba como Estado promotor del terrorismo, lo que constituye una gran dificultad para el funcionamiento comercial y financiero del país. Tampoco ha cambiado la retórica contra Cuba, no existe una sola palabra conciliatoria en la declaración norteamericana. 

Sin embargo, estas medidas contribuyen a destrabar los mecanismos de negociación y estimular el diálogo entre los dos países, una dinámica que también involucra a la sociedad civil de ambos y tiene su propia inercia. A pesar de que no podemos afirmar que estamos en presencia del inicio de un proceso más trascendente e, incluso de iniciarse, bien sabemos que puede ser reversible, no es descabellado afirmar que efectivamente se trata de un cambio de la política de Estados Unidos hacia Cuba, aunque este no haya sido el propósito del gobierno norteamericano y ni siquiera tenga plena conciencia de ello.

Los que sí saben lo que esto significa es la extrema derecha cubanoamericana y sus aliados, tanto republicanos como demócratas, y por eso han puesto el grito en el cielo. También están conscientes los cubanos y sus familiares en Estados Unidos, que abrigan la esperanza de ver superada la agonía de tantos años de separación. Incluso, es posible que, en agradecimiento, algunos cubanoamericanos se embullen y hasta voten por Joe Biden, como lo hicieron por Barack Obama, con lo que ganaría un premio que hasta ahora no se merece.  

 

 

 

 

 

 

 

 

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