Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- Mucho revuelo causó en Estados Unidos el discurso del presidente Joe Biden el pasado primero de septiembre en Filadelfia, donde acusó de “semifascistas” a Donald Trump y sus seguidores del movimiento MAGA (Make America Great Again). Biden se proclamó como el defensor del “alma de la nación” y convocó a votar en contra de los republicanos para “salvar a la democracia” de un “extremismo que amenaza los fundamentos” de Estados Unidos.
El propio Trump dijo que el presidente “debía estar loco”, las cadenas de televisión decidieron no transmitirlo en vivo al considerarlo políticamente motivado de cara a las próximas elecciones, incluso voceros del liberalismo como el New York Times, lo evaluó de excesivamente divisivo y en contradicción con la convocatoria a la unidad nacional enarbolada hasta ahora por el presidente.
La Casa Blanca, acostumbrada a enmendar los desatinos de su jefe, intentó negar lo obvio al decir que “no era un discurso sobre un político en particular o incluso sobre un partido político en particular” y, en otro intento fallido de rectificación, el propio Biden aclaró que no se refería a los seguidores de Trump, sino a los que aceptan el uso de la violencia para sus propios fines políticos. Sin embargo, no pudo haber sido más preciso en sus acusaciones y aunque se viera obligado a enmendar la plana para ser “políticamente correcto”, no deja de tener cierta razón en sus aseveraciones respecto a los peligros que entrañan estas personas para el sistema político que ha gobernado Estados Unidos por más de dos siglos.
Los que se definen como seguidores de MAGA son decenas de millones de personas, el núcleo duro de una corriente política dentro del partido republicano que ya ganó unas elecciones y pudieran repetirlo en la próxima. Una masa con predominio de personas blancas, de origen trabajador o clase media baja, generalmente de escasa preparación cultural con tendencia al fundamentalismo religioso, en su mayoría habitantes de zonas rurales o de centros urbanos donde predominaba la gran industria manufacturera, una de las principales fuentes de empleo de este sector de la población. Han sido los desplazados de la globalización neoliberal, de la revolución tecnológica, del influjo de la especulación en la inversión financiera y por el impacto de la inmigración en el mercado laboral norteamericano. También son portadores de actitudes que reflejan el descrédito de las instituciones, que se supone representan al pueblo estadounidense.
Una encuesta llevada a cabo por la empresa Gallup el pasado mes de julio indica que este año marca nuevos mínimos de confianza para las tres ramas del gobierno federal: la Corte Suprema (25%), la presidencia (23 %) y el Congreso (7%). Otras cinco instituciones se encuentran en sus puntos más bajos en las últimas tres décadas, dígase la religión organizada (31 %), los periódicos (16 %), el sistema de justicia penal (14%), las grandes empresas (14 %) y la policía (45%). El promedio de las calificaciones de las 14 instituciones que Gallup mide cada año (27%), está tres puntos por debajo del mínimo anterior de 2014, precisamente el año que marcó el despegue de la corriente ultraconservadora que llevó a Donald Trump al poder.
El término semifascista utilizado por Biden es muy impreciso para describir a los trumpistas y no permite aquilatar la envergadura del fenómeno. Debido a la naturaleza de sus instituciones políticas, Estados Unidos no puede ser definido como un Estado fascista, ni como tal se identifica la mayoría del pueblo norteamericano, lo que explica la pronta reacción de algunos líderes republicanos a las palabras de Biden, así como el temor de los medios a parecer comprometidos con ellas. Sin embargo, es cierto que el fascismo ha ganado adeptos en Estados Unidos y que tendencias con estas características no son ajenas a la historia de esa nación y a la idiosincrasia estadounidense.
Dogmas como el “destino manifiesto”, el “pueblo escogido por Dios” o la “nación imprescindible”, forman parte de un criterio de excepcionalidad y dominio del mundo que poco se diferencia del ultranacionalismo nazi e incluso lo precede como ideología. A escala doméstica se traduce en una lógica xenófoba respecto a los inmigrantes y un racismo que compite con los más extendidos y despiadados de la historia. El culto a la “supremacía blanca” en Estados Unidos también antecede, en teoría y práctica, la de los “arios” germanos y alimenta niveles de violencia contra los grupos discriminados, que han sido una constante en la historia estadounidense. Aunque tal actitud nunca ha llegado a los excesos de la eugenesia alemana, probablemente está más arraigada en la conciencia popular porque el mundo no lo ha repudiado al grado que lo hizo con los nazis.
Al igual que la Alemania de Hitler, gracias a la segunda guerra mundial, Estados Unidos encontró el camino a la recuperación de la crisis de 1930 mediante el incremento del gasto militar, pero a diferencia de los alemanes que perdieron el conflicto, la producción de armamentos ha continuado siendo un renglón esencial de la economía estadounidense y ello requiere de una ideología militarista que lo sustente. El éxito de esta construcción de conciencia puede medirse en el hecho de que, de las instituciones antes descritas, son los militares los que gozan del mayor aprecio de la población (68%). Por otro lado llama la atención que apenas se producen reacciones de condena al gasto militar, a pesar de que su constante incremento se lleva a cabo en detrimento de inversiones más productivas y los recursos destinados al beneficio social.
Si el fascismo surgió con el objetivo de evitar el desarrollo del socialismo, Estados Unidos ha cumplido mejor que nadie esta tarea y apenas es posible identificar una corriente socialista con peso en las tradiciones políticas del país, como ocurre en Europa. Movimientos de este corte, como el del senador Bernie Sanders, constituyen un fenómeno reciente y excepcional en la vida política norteamericana. En realidad, tanto la tendencia liberal como la conservadora, predominantes en el pensamiento político estadounidense, se han construido sobre la base del temor y la persecución del socialismo, incluso hoy “el miedo al comunismo” es un recurso de la ultraderecha para asustar a los potenciales votantes demócratas.
Para Biden será muy difícil “salvar el alma” de la nación norteamericana porque se trata de una sociedad que ha perdido confianza en el sistema y la polarización ha roto las bases del consenso posible. Efectivamente, como dice Biden, “la democracia norteamericana está bajo el asalto” de estas personas, las cuales no respetan la Constitución, no se rigen por la ley e incluso se cuestionan la legitimidad del gobernante demócrata toda vez que dudan de la limpieza de los mecanismos electorales. Casi incendian el Capitolio con la anuencia presidencial y estuvieron a punto de consumar un violento golpe de Estado, como los que organiza Estados Unidos contra los “gobiernos fallidos” en otras partes del mundo.
La pregunta que se impone es cuántos ciudadanos más se sumarán a esta corriente, hasta dónde el sistema podrá resistir estas tensiones y cuáles serán sus consecuencias para Estados Unidos y el orden internacional vigente. Resultan muy peligrosos los imperios en decadencia. Los cubanos lo sabemos bien, vivimos los últimos días del imperio español y fue terrible.
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