Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- Al escuchar los discursos de algunos políticos norteamericanos, tenemos la sensación de que son víctimas de una especie de esquizofrenia que les impide tener un claro sentido de la realidad que nos cuentan. Esa pudiera ser la primera impresión de lo dicho por el secretario de Estado, Antony Blinken, en su gira por algunos países de América Latina y sus intervenciones en la Asamblea de la OEA, celebrada del 5 al 7 de octubre pasado en Lima, Perú.


Parece un dislate que el secretario de Estado de un país que lideró la guerra fría, llevó a cabo las  guerras contra Corea y Vietnam, no cesa en sus agresiones contra Cuba, ha intervenido contra todo lo que le huela a progresismo y aún vive obsesionado con el comunismo, trate de convencernos de que no les importa la inclinación ideológica de los gobiernos con los que se relaciona, sino su respeto por la democracia y los derechos humanos.

Sin embargo, la metamorfosis de Blinken no es nueva, basta recordar que efectivamente ese mismo país fue aliado de la Unión Soviética para salvarse de los alemanes, terminó por cultivar la complicidad de los socialdemócratas europeos con el objetivo de administrar el neoliberalismo y utilizó a la China de los guardias rojos para combatir a los soviéticos. A eso se le llama el “pragmatismo” de la política norteamericana, una especie de esquizofrenia moral que se remonta a los orígenes de la nación y ha resultado muy conveniente para hacer política sin tener en cuenta los principios.

Lo dijo el exsecretario de Estado John Foster Dulles hace más de setenta años: “Estados Unidos no tiene amigos, sino intereses”. Seguro que Blinken piensa igual cuando, de cara al avance del progresismo en América Latina y el Caribe, salió a vender su supuesta neutralidad ideológica a los gobiernos de Gustavo Petro, Gabriel Boric y Pedro Castillo, al mismo tiempo que elogiaba la gestión del impresentable Luis Almagro en la OEA, un tipo que hasta John Bolton calificó de corrupto e ineficiente, así como trataba de explicar su intolerancia con Venezuela, Nicaragua y Cuba.

Precisamente, quizás por ser el más antiguo, el caso de Cuba es donde más resalta el doble rasero que anima la política estadounidense:   

No es sostenible el argumento de que el problema de Estados Unidos con Cuba es el respeto a la democracia, toda vez que más allá de cualquier discusión respecto a la naturaleza del sistema cubano, el gobierno estadounidense ha sido promotor y sostén de las peores dictaduras en América Latina y el Caribe, para no hablar de todo el mundo. De hecho, lo fue de la dictadura batistiana, origen de la Revolución en Cuba. Han sido los dictadores, no las democracias, los mejores amigos de Estados Unidos en el continente, porque así lo han aconsejado sus intereses.

No es la primera vez que los gobiernos norteamericanos se nos presentan como los defensores de la democracia. Bolívar llamó la atención sobre la ironía de que “los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad”.  Lo novedoso de la situación actual, es que al gobierno de Biden le conviene resaltar el tema de “democracia contra autocracia” y colocarse como el “paladín de la democracia” en el mundo, porque eso está relacionado con la situación interna de Estados Unidos y sus aspiraciones electorales. Toca a su puerta un megalómano con alma de dictador, que ya intentó darle un golpe de Estado y es el líder de casi la mitad de la población norteamericana.

Tampoco funciona el argumento de que la política estadounidense hacia Cuba está condicionada por la represión a las “manifestaciones pacíficas” ocurridas en Cuba el 11 de julio de 2021, donde, según Blinken, el “pueblo cubano fue brutalmente reprimido” y se encuentran encarcelados hasta menores de edad.

Se trató de dos días de manifestaciones de protesta ocurridas en el peor momento de la pandemia, algunas de las cuales registraron actos de vandalismo contra instituciones estatales, ataques a la fuerza pública y confrontaciones violentas, que reportaron un muerto entre los manifestantes. Aunque no puede ser considerada la única causa de estos hechos, la rápida propagación de los disturbios por varias ciudades del país y la intensidad de las campañas alentándolos a través de las redes digitales, muchas veces financiadas públicamente por el gobierno y otras entidades norteamericanas, justifica la sospecha del gobierno cubano de que no fueron totalmente espontáneas, sino que repetían un libreto aplicado por Estados Unidos en otros países.

Según la Fiscalía de la República de Cuba, fueron sancionados 488 personas, entre ellas 16 jóvenes en edades comprendidas entre 16 y 18 años, 15 de los cuales recibieron penas alternativas a la encarcelación. Mientras que la edad establecida para fijar la responsabilidad penal en Cuba es de 16 años, el promedio de Europa son catorce, en el Reino Unido diez y en Carolina del Norte, Estados Unidos, es de siete años.  No hay que excusar posibles actos de brutalidad policial en Cuba, un hecho bastante inusual durante el proceso revolucionario, o el exceso de algunas condenas aplicadas, para destacar la falta de coherencia y legitimidad de la política norteamericana, ni se sostiene la excusa de que es la causa del conflicto de Estados Unidos con la Isla.
Coincidiendo con estas manifestaciones en Cuba, desde abril se estaban produciendo revueltas de estudiantes y trabajadores en Colombia, entonces bajo la presidencia del ultraderechista Iván Duque. Duraron meses y originaron más de 80 muertos y 800 desaparecidos entre los manifestantes. A ello se unía la liquidación sistemática de cientos de líderes sociales y excombatientes guerrilleros, que se acogieron al programa de paz acordado en La Habana durante el anterior gobierno, incluso la realización de decenas de masacres a la población campesina por parte de grupos paramilitares de derecha.

A pesar de la enorme brutalidad policial que signó estos hechos, Blinken fue más comprensivo para juzgar al gobierno colombiano: “Cualquier violación para nosotros no tiene tolerancia, pero también cero tolerancia con el vandalismo, cero tolerancia con los ataques a la Fuerza Pública y cero tolerancia con cualquier agresión a la institucionalidad”, dicho así, esta declaración podría haber sido firmada por las autoridades cubanas, que más o menos han dicho lo mismo para explicar su actuación.

Quien “pide cuentas a Cuba por la represión de su pueblo”, como ha hecho Blinken, es el mismo país que reporta alrededor de mil víctimas anuales a causa de la brutalidad policial, mantiene a 10 000 menores en prisión y es el único en el mundo que puede condenarlos a cadena perpetua, situación en la que se encuentran 79 niños menores 14 años. En 29 estados ni siquiera están establecidas diferencias de edad para juzgar actos delictivos y apenas en 2015 la Corte Suprema estableció la prohibición de pena de muerte para menores de 16 años.

Cualquiera que mire la televisión conoce como se reprime a una “manifestación pacífica” en Estados Unidos, sobre todo si los manifestantes son negros o personas de izquierda. Policías disfrazados de “robocops” se lanzan a pie o a caballo contra los manifestantes, utilizan bastones eléctricos, pistolas laser, balas de gomas o de fuego real, gases lacrimógenos y cañones de agua, capaces de lanzar a una persona por el aire. Si la cosa se pone muy mala, entonces interviene la guardia nacional y las ciudades se convierten en zonas de guerra, con carros blindados circulando por las calles y soldados en atuendo de combate cuidando los semáforos.

Este paisaje se repite de manera frecuente en la mayor parte de los países con los que Estados Unidos se relaciona. Ese puede ser el caso de Israel y el genocidio sistemático de los palestinos, Arabia Saudita masacrando a los yemenitas, Ecuador contra los indígenas o la Francia de los chalecos amarillos y los ejemplares países europeos reprimiendo a los inmigrantes. Incluso ocurre en el Chile de Boric, utilizado por Blinken como ejemplo de progresismo aceptable para Estados Unidos, donde la represión de los carabineros, aprendida en escuelas norteamericanas, constituye una “tradición democrática”, que no cree en presidentes de izquierda.

En Cuba, la policía actuó desprovista de estos artilugios represivos y apenas se reportan heridos entre los manifestantes, a pesar de que los han buscado con ganas. Resulta evidente que la actuación de las autoridades se vio superada por la sorpresa y extensión de los acontecimientos, pero, aun así, fueron hechos condenables, inaceptables en el caso de Cuba, porque están en conflicto con los principios de la Revolución, con una práctica policial que nunca quiso parecerse a otras y una visión de país que no se reconoce en este tipo de imágenes. De todas formas, no se compara con lo que sucede de manera cotidiana en muchos lugares, incluyendo a Estados Unidos, ni justifica la enorme campaña internacional que trata de explotar lo ocurrido. Los “horrores” de Blinken parecen particularmente selectivos cuando se refiere al caso de Cuba.   

Antony Blinken es considerado un político intervencionista, una especie de halcón demócrata que ha apoyado todas las últimas guerras de Estados Unidos e incluso favorecido otras, que ni Obama o Trump se decidieron a emprender. Pero eso fue cuando la política le aconsejó abandonar sus idealismos juveniles. Recién graduado de Harvard, después de recibir una exquisita educación en escuelas privadas parisinas, Blinken escribió su único libro, se llamó Aliado contra Aliado y, para mayor coincidencia con la actualidad, criticaba la política de sanciones aplicada por Reagan a empresas europeas, por participar en la puesta en marcha del gasoducto siberiano, el primero que se negociaba con la entonces Unión Soviética.  

Según Blinken, las sanciones perjudicaban las relaciones de Estados Unidos con Europa, considerada la primera prioridad de la política exterior norteamericana. La misma lógica, con efectos multiplicados, debido a sanciones de la ONU que cuentan con el apoyo unánime de Europa, debiera aplicarse al caso cubano debido al bloqueo. Pero Blinken ha evolucionado y, en la medida en que creció su pragmatismo, disminuyó su adherencia a la lógica y los principios que un día animaron su pensamiento político. Nadie recuerda el libro de Blinken, quizás ni él mismo, se lo tragó una conveniente esquizofrenia.    

 

 

La Columna es un espacio libre de opinión personal de autoras y autores amigos de Cuba, que no representa necesariamente la línea editorial de Cubainformación.

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