Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- Definir la opción de emigrar como un acto contrarrevolucionario, fue una manera de enfrentar la política norteamericana encaminada a promover la emigración en Cuba. Aunque el fenómeno no ha dejado de tener causas y consecuencias políticas relacionadas con el enfrentamiento con Estados Unidos y su impacto en la vida nacional, las consecuencias de esta valoración subjetiva, simplificadora de un fenómeno tan complejo, ha trascendido sus intenciones disuasivas originales, para convertirse en parte de una cultura política, que complica la manera de enfrentar este fenómeno en la actualidad.
La emigración cubana tiene causas objetivas que están relacionadas con las dificultades económicas del país, en buena medida ocasionadas por el bloqueo estadounidense; tensiones políticas y sociales no ajenas a esta situación, así como con la asimetría del nivel de vida existente en Cuba respecto a los países de destino, especialmente Estados Unidos, que además ha facilitado de manera excepcional este proceso.
También es el resultado de una contradicción sistémica particular de Cuba, generadora de frustraciones para un sector bastante amplio de la población, en especial los jóvenes: gracias a su sistema educacional, el país produce un capital humano que el mercado laboral nacional no está en capacidad de absorber a plenitud y satisfacer sus expectativas de vida. Ello, a la vez, determina la alta calidad comparativa de sus migrantes y, en consecuencia, un alto grado de aceptación en la mayoría de los países, lo que estimula la motivación por emigrar y facilita su realización.
Las investigaciones relacionadas con el impacto de la migración en Cuba, indican que se trata de un fenómeno endógeno y endémico de la sociedad cubana, con altos indicadores en el futuro predecible y efectos negativos en la economía, la política y la demografía cubana. Al parecer, el único paliativo disponible para atenuar estos efectos, radica en promover una emigración legal, ordenada y segura, que reduzca el trauma de la aventura migratoria y sus efectos colaterales en las relaciones con el país, así como establecer políticas que alienten una mayor integración de los emigrados a la vida nacional, con vista favorecer su participación y compromiso con el futuro de la nación.
Existe bastante consenso respecto a la conveniencia de esta estrategia y así lo expresan los documentos rectores aprobados en los últimos años, incluyendo la Constitución de 2019, incluso está avalado por el propio discurso gubernamental, en sus más altas instancias. Sin embargo, el tema migratorio y las relaciones con los emigrados continúan condicionados por los prejuicios heredados de la mencionada subjetividad política primigenia y ello dificulta la puesta en marcha de las reformas que requiere el tratamiento de este asunto.
En 1978, Fidel Castro trató de superar esta limitante y aprovechó el primer respiro que dio a Cuba la política norteamericana, durante el gobierno de Jimmy Carter, para plantear una nueva estrategia hacia la emigración. “(Había) cientos de miles de personas en la comunidad cubana, que nunca participaron en actividades contrarrevolucionarias, que nunca realizaron actos hostiles contra Cuba. Sin embargo, nosotros teníamos la tendencia de mirarlos así como un todo”, declaró a un grupo de periodistas norteamericanos y cubanos, antes de la convocatoria al “diálogo con figuras representativas de la comunidad cubana en el exterior”, celebrado ese año, que marcó una transformación determinante en la política existente.
A pesar de las grandes diferencias sociales existentes y los motivos que los han inducido a emigrar, la mayoría de los emigrados también han tendido a percibirse “como un todo” y a relacionar esta decisión con una posición de rechazo al sistema político cubano, aunque muchas veces esta actitud no se justifica por la historia de sus relaciones con el sistema y los beneficios obtenidos del mismo. También a esto se refirió Fidel Castro: “toda la política que nosotros seguíamos hasta aquí –y que no había otra en las condiciones aquellas- contribuía (…) a darles una base a los grupos terroristas, a darles una base a los grupos contrarrevolucionarios, a hacerle un favor al imperialismo, puesto que aquella gente se veía en esas condiciones, sin que nosotros hiciéramos nada constructivo ni nada revolucionario, en las nuevas condiciones”.
El escenario quedó definido por los extremos, de un lado una minoría contrarrevolucionaria se arrogaba la representación de toda la emigración y del otro imperaban las posiciones más intransigentes respecto al tema migratorio en Cuba. Vuelvo a Fidel, para significar la vigencia de un debate que se ha extendido por más de cuarenta años: “los yanquis son los que están más preocupados (con la política de acercamiento a la emigración); y en segundo lugar, los extremistas de allá. No voy a decir los extremistas de aquí, para no confundir los confundidos con los extremistas” dijo en una reunión convocada para explicar la nueva política, ante una audiencia de funcionarios y cuadros políticos, que en muchos casos se oponían a la misma. También explicaba la naturaleza del fenómeno y su sentido estratégico:
“(El) vínculo de esa comunidad, de la gran masa de esa comunidad con el país, es un vínculo de tipo nacional. Y yo diría que empezaríamos a emplear ese espíritu nacional, en este caso, con un sentido positivo y un sentido revolucionario, y que nosotros, un día, Cuba, el país, va a contar con el apoyo - ¡fíjense bien¡ - de la mayoría de esa emigración. O de lo contrario no somos lo que somos, nuestro país no es lo que es, y nuestra Revolución no vale lo que vale".
Otras variables han influido en este devenir subjetivo por parte de los emigrados. La función contrarrevolucionaria asignada por Estados Unidos a la emigración cubana ha sido la fuente de beneficios extraordinarios y ello exige una actitud de confrontación frente al proceso revolucionario cubano. Más allá de contradicciones clasistas, diferencias motivadas por la afectación a intereses personales y rechazos ideológicos, consustanciales a todo proceso revolucionario, el supuesto monolitismo contrarrevolucionario del llamado “exilio histórico”, dígase los primeros emigrados a partir de 1959, extendido en menor medida al resto de los que han emigrado con posterioridad y en buena medida a sus descendientes, se ha cimentado en esta conveniente relación de rol-beneficio con el gobierno estadounidense.
La actitud política predominante entre los emigrados está relacionada con otra singularidad histórica de Cuba: el país de destino por excelencia de la migración cubana es precisamente el principal enemigo de la Revolución y el adversario histórico de los ideales independentistas de la nación. “Mudarse al territorio del enemigo”, por la razón que sea, requiere de una racionalización psicológica que la justifique y una muy conveniente ha sido el mito de “escapar del infierno castrista”. Aunque ya se ha escrito sobre la enfermiza metamorfosis de los comunistas renegados en muchas partes y épocas, uno de los fenómenos más llamativos del proceso migratorio cubano ha sido la fulminante evolución hacia la derecha que se aprecia en algunas personas, especialmente en aquellos que aspiran a “exculpar sus pecados revolucionarios” y ser aceptados por el mundo político miamense.
Estas condicionantes han tenido un peso en las actitudes políticas de la mayoría de la emigración cubana hacia la propia sociedad norteamericana y determinado una inclinación ideológica conservadora, que singulariza a la comunidad cubanoamericana dentro de los grupos latinos en ese país y dificulta su relación con Cuba.
Pero otro ángulo de esta realidad es que, en las peores condiciones, incluso a riesgo de sus vidas, han existido grupos que han defendido al país frente a las agresiones de Estados Unidos, así como personas de izquierda que, al margen de posibles diferencias con el gobierno cubano, tampoco se han plegado a los designios de la política norteamericana y ello facilita el diálogo con los mismos. Hay sectores de la comunidad cubanoamericana que muestran una presencia muy activa dentro de los movimientos progresistas norteamericanos y emigrados en todas partes del mundo que forman parte de los grupos de solidaridad con Cuba. Más importante aún, al margen de sus inclinaciones ideológicas, las investigaciones relacionadas con este asunto, muestran que la mayoría de la emigración está interesada en una relación normal con su patria de origen y ello es el mejor antídoto frente al clima de hostilidad en que se sustentan las posiciones de la extrema derecha cubanoamericana contra Cuba.
Igual que muchos han respaldado políticas muy agresivas de Estados Unidos, cuando esta ha sido la posición oficial del gobierno norteamericano, también la mayoría ha apoyado momentos de mejoramiento de las relaciones, como ocurrió durante el gobierno de Obama, lo que nos indica el peso que puede tener la política norteamericana en uno u otro caso. No obstante, otra verdad demostrada es que, en ocasiones a contrapelo de la política norteamericana, los emigrados han respondido positivamente a las iniciativas cubanas tendientes a facilitar sus relaciones con el país y eso constituye un indicador de la influencia que también puede tener la política cubana en su comportamiento.
Ha sido precisamente la subjetividad política negativa existente en ciertos estratos del gobierno y algunos sectores de la sociedad cubana respecto al tema de la emigración y las relaciones con los emigrados, lo que ha impedido desplegar en todo su potencial esta capacidad de influencia. Medidas como el fomento efectivo de las inversiones de los emigrados en Cuba; la promoción de ofertas atractivas para sus viajes al país; la reducción de los costos de los documentos y trámites que requiere su vínculo nacional, así como otros impedimentos que dificultan esta relación; la amplitud de los intercambios culturales, académicos, educacionales y científicos; el acceso a la salud pública y la propia actualización de la ley migratoria cubana, para definir mejor deberes y derechos ciudadanos, en el marco de lo establecido por la Constitución, constituyen propuestas hace tiempo aceptadas, que duermen el sueño de las indecisiones.
Los prejuicios respecto a la emigración también limitan el tratamiento objetivo y balanceado del fenómeno, por parte de los medios informativos públicos cubanos. Aunque es justo reconocer que la rigidez de esta práctica ha mermado en los últimos años, continúa siendo una aproximación preponderante que mientras se resaltan los aspectos más perniciosos de la vida de los emigrados, sean muy escasos los momentos de destaque para sus éxitos y virtudes. Es cierto que algo más torcido, incluso a veces siniestro, ocurre del otro lado de la ecuación, pero no es buena política imitar el dogmatismo y la insensatez del contrario.
No dejan de existir personas en Cuba que han renunciado a oportunidades en el exterior con tal de ser leales al proyecto social revolucionario y consideran a los emigrados como oportunistas, que no merecen ser recibidos con las puertas abiertas en el país. Mucho sacrificio personal justifica el respeto que merecen estas posiciones y habrá que tenerlas en cuenta a la hora de establecer políticas que la contradigan, pero ya no se trata de que así piensa la mayoría de la población, como en los años en que Fidel Castro tuvo que enfrentar el rechazo a sus propuestas de apertura.
La emigración ha crecido exponencialmente desde esa fecha y prácticamente no existen familias en Cuba que no haya sido afectada por este fenómeno, por los que frenar los cambios tendientes a incrementar los acercamientos con la emigración y facilitar sus relaciones con la sociedad cubana constituye una inercia impopular, que afecta la gestión gubernamental en muchos sentidos, incluso la seguridad nacional, en la medida en que limita la capacidad de neutralizar las posiciones más hostiles contra el país.
De nuevo, estamos en presencia de la necesidad de transformar “mentalidades” para “cambiar lo que deba ser cambiado”. El misterio radica en identificar los cerebros donde habitan esas mentalidades, las que actúan como un ancla de la nación, incrustada en el fondo del Mar Caribe.
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