Por Orestes Martí.- Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó dónde se comía ni se dormía, sino como se iba adonde estaba la estatua de Bolívar. Y cuentan que el viajero, sólo con los árboles altos y olorosos de la plaza, lloraba frente a la estatua, que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo... (1).