Ramón Pedregal Casanova.- (Un conocido de aquel momento me contó lo que había vivido el 11 de septiembre de 1973)
Había quitado la alarma y mantenía la puerta cerrada con la manivela bajada para que no cerrase el pestillo de la cerradura. Con un pequeño golpe, acordado para esa noche, llamaban y el soldado telemetrista abría la puerta un poco, despacio para no hacer ruido. De uno en uno de dos en dos, llegaban, y una vez cruzado el umbral y cerrada de nuevo la puerta encendía la luz del recinto circular que disponía en el centro de un tubo de escaleras de hierro en forma de caracol. El recién llegado empezaba a bajar por ella hasta acabar en la séptima y última planta bajo tierra. Allí, como una raíz profunda, se metían 11 soldados para seguir creciendo. Las reglas eran: no se fumaba, se hablaba en el tono más bajo posible, se llevaba información y se tomaban decisiones y encargos. Todo rápido, y en el menor tiempo posible se empezaba a salir de igual manera a como se había llegado. En caso de detención al ir o al venir cargaba cada uno con su historia propia sin implicar a nadie, por lo que debía prepararse una coartada. Si los localizaban en el telémetro la coartada era que estaban viendo revistas poco decentes, y el telemetrista sabía que le iba a tocar lo peor.