Eliades Acosta Matos - Cubarte.- Tan antigua como la propia historia de la Humanidad es la polémica acerca del valor intrínseco de las culturas. Desde la noche de los tiempos la hegemonía comienza allí donde se disminuye o se hace tabla rasa de los valores culturales de los otros. Es lógico: una de las maneras más seguras y eficaces de dominar es reduciendo o negando, si fuese posible, el valor, significado o trascendencia del legado espiritual del contrincante. Una vez sometido este en el terreno simbólico, lo demás viene por añadidura. 
Todos los imperios que sobre la tierra han sido comenzaron su expansión territorial tras someter a sus oponentes a un meditado proceso de descalificaciones y anatemas. No nos referimos propiamente al ablandamiento de la resistencia militar mediante la artillería, aunque esta también ha sido pródigamente utilizada, sino al que recurre a las comparaciones amañadas y al establecimiento de jerarquías culturales falsas y unilaterales, gracias a las cuales la civilización, el desarrollo y el progreso siempre están del lado del agresor, y la barbarie, el atraso y la oscuridad del lado de quienes resisten la invasión.

No fue Domingo Faustino Sarmiento el inventor de la oposición entre civilización y barbarie, más bien un discípulo americano de la escuela que alcanzó su edad clásica durante el Imperio Romano caracterizado por mostrar un profundo desprecio (y miedo) ante los pueblos calificados como bárbaros, los mismos que habitaban fuera de sus límites, y a quienes imaginaba rondando constantemente las fronteras como enemigos feroces e irracionales del esplendor y el refinamiento alcanzados por su cultura. Claro que la historia y las costumbres romanas no eran precisamente un dechado civilizatorio, baste recordar las crueles peleas de gladiadores para regocijo del populacho y los patricios, la matanza de rivales políticos junto a sus familiares, las persecuciones y crímenes contra los primeros cristianos, la manera de diezmar a los pueblos rebeldes y la decadencia moral de la corte de Calígula o Nerón, por citar sólo algunos ejemplos.
 
Y a pesar de eso, y transcurridos varios siglos, ¿quién osa, alardeando de independencia intelectual, regatear sus simpatías a los disciplinados y marciales legionarios romanos que figuran en los filmes de Hollywood, incluyendo ¨Gladiador¨, en el momento en que aguantan a pie firme, por la causa del progreso y la civilización, la arremetida de las hordas vociferantes de galos y germanos hirsutos, o la de los flemáticos casacas rojas británicos que se enfrentan, por la misma causa y en idénticos filmes, a las nubes de caníbales zulúes? ¿No sería exceso de arrogancia y pedantería, dignos de un aguafiestas, reclamar en ese instante que nos detengamos a considerar quiénes defienden su tierra y quiénes son los invasores, o lo que es lo mismo, de qué lado está la verdadera barbarie, y de cuál el sagrado derecho a la resistencia ante el invasor?
 
La siembra de la mentira previa a las invasiones y las conquistas es arte y ciencia antigua, bien dominada por los imperios, sólo que en nuestros días ha adquirido visos de estafa cínica, por la prodigalidad con que se esgrime y los modernos canales que se utilizan para fijarla en el imaginario colectivo. Hoy es casi imposible discernir entre realidad y realidad virtual, entre ficción y vida, entre lo que ha ocurrido y lo que se nos da como su remedo. Mientras más información ambigua tengamos a nuestra disposición, más vulnerables seremos, y lo que es peor, menos intentaremos llegar a la verdad, por nosotros mismos. La tibia apatía envolvente, la cómoda disolución en el seno de una mayoría que consume acríticamente los mensajes culturales en el mundo occidental son el seguro refugio, la coartada perfecta para quienes no deseen problematizar demasiado su existencia y prefieran ser conducidos a cualquier sitio, siempre que se les garantice de antemano un suave aterrizaje.
 
Astuto para explotar las debilidades humanas y fomentarlas sin piedad, el capitalismo contemporáneo sabe que mentir no es delito, siempre que lo hagan los poderosos. Y para los irreductibles, suspicaces e inconformes de siempre, deja el consuelo de las series de History Chanel o National Geographic donde arqueólogos de New York explican a los peruanos cómo era la vida de los incas, o simpáticas exploradoras de Arkansas convencen a los egipcios actuales de que vivían muy felices y se alimentaban muy bien esos oscuros antepasados que construyeron las pirámides.
 
Pero donde alcanza el grado de apoteosis la manía imperial de mentir acerca de las culturas que sustentan los pueblos que osan enfrentar la expansión ¨civilizatoria¨ que promueven clanes de poder como el de los neoconservadores norteamericanos, es cuando se trata de defender la guerra infinita por el petróleo del Oriente Medio, justificada con los extraños sucesos del 11 de septiembre del 2001.
 
Se sabe que estamos en presencia de una devastadora guerra imperial oculta bajo el manto piadoso de una cruzada por la libertad, la democracia y el progreso. No importa que solo en Irak la cifra de muertos ronde ya el millón, en apenas cuatro años, y que se haya demolido hasta los cimientos una civilización que es cuna de la escritura, el pensamiento y las artes del propio Occidente. Nada significan los millones de tomos de la Biblioteca Nacional de ese país incinerados ante el altar del desarrollo por una fuerza de ocupación que, de paso, ha saqueado o permitido saquear, más de siete mil sitios arqueológicos. Según esta mentalidad, ¿qué importancia pueden tener estas antiguallas en manos de los bárbaros, sino como fuente de una idolatría y un fanatismo que han de ser barridos por el fuego?
 
De los ataques contra los iraquíes y los afganos se ha pasado al ataque contra los musulmanes, en general. Hoy se somete a una revisión ¨racional¨ todo lo relacionado con esas culturas, a las que se denigra como a bárbaras, carentes de respeto por la mujer o la diversidad, fanáticas, violentas e intolerantes, basadas en la envidia, el recelo y la frustración y movidas por un antiamericanismo visceral e infundado. Contra ellas se han acuñado términos en boga, como el de ¨islamo-fascistas¨, especialmente usados por los ideólogos neoconservadores, curiosamente los mismos que han implantado en los Estados Unidos métodos nazis de espionaje, represión y control de la población, como el Acta Patriótica, la legalización de la tortura, los secuestros y asesinatos extrajudiciales, y han vuelto a poner de moda los campos de concentración, como el de Guantánamo, y las guerras relámpagos sin respaldo internacional, bajo pretextos y mentiras.
 
Contra las poblaciones musulmanas de Occidente se agitan campañas y exclusiones que incluyen, como a daño colateral deseado, todo lo que pueda contribuir a debilitar concepciones culturales verdaderamente avanzadas como las que pregonan el respeto a la diversidad cultural y el multiculturalismo. Estos conceptos, fruto de largas y enconadas luchas por el respeto a la diferencia, la convivencia y el diálogo entre civilizaciones, son hoy especialmente atacados por los promotores fanáticos de un Occidente blanco, cristiano y superior a todas las demás naciones y pueblos del planeta. Y esto se dice en serio.
 
El problema, en opinión de quienes así piensan, no radica en que tal postura sea racista por su esencia, y en consecuencia, militantemente opuesta a la convivencia pacífica de culturas diferentes. Lo que se discute no es el choque de civilizaciones que se considera inevitable, como ha ¨demostrado¨ por encargo un neoconservador de la talla de Samuel Huntington, sino los métodos idóneos para acabar con el contrario, sin arrastrar de paso las ventajas de la vida social occidental, entre las que se enumeran ciertas libertades públicas y derechos formales. ¨El problema- según Ian Buruma, en su artículo ¨La extraña muerte del multiculturalismo¨- es que los valores de la Ilustración son a veces usados contra los musulmanes de manera dogmática, convirtiéndose en una especie de nacionalismo o en ¨el conjunto de nuestros valores que deben ser enfilados contra sus valores¨. En realidad-concluye- las razones para defender la Ilustración (occidental, of course, agrego yo- N del A.) radica en que sus valores se basan en buenas ideas (¡) y no en que forman parte de nuestra cultura.¨
 
No se detiene Buruma a explicarnos científicamente en qué consiste la bondad de las ideas en que se basan los valores que dice caracterizan a la Ilustración. En rigor, hace mucho tiempo que los voceros del capitalismo postmoderno no se sienten obligados a razonar ni argumentar ninguna de sus ideas, por irracionales que puedan parecernos: les basta con comunicárnosla, y eso, cuando se dignan a hacerlo, no faltaba más. Tampoco explica por qué las ideas de los otros no son buenas para fundamentar otros valores, ni por qué sólo unas ideas pueden aspirar a la verdad absoluta y las demás están condenadas al error absoluto.
Para cerrar con broche romano su diatriba contra los nuevos bárbaros, el señor Buruma concluye:

¨Si vamos a contraponer a Europa a los musulmanes, entonces impulsaremos a más gente a unirse a la revolución islámica (por supuesto, tampoco se define en qué consiste ni quiénes ni por qué la promueven -N. del A.). Lo que debemos intentar por todos los medios posibles es promover que los musulmanes europeos se asimilen a las sociedades europeas. Es nuestra última esperanza.¨
De eso se trata, a fin de cuentas: las nuevas metrópolis imperiales sueñan con la capitulación voluntaria espiritual de los pueblos que se resisten a su vasallaje y trabajan por hacer que sus culturas, núcleo alrededor del cual se organizan, se disuelvan de manera dócil y ordenada, causando el menor ruido posible y evitándoles el espectáculo de tener que imponerlo por la fuerza. No es que esto último le repugne, ni les provoque pesadillas: siempre que lo han considerado necesario lo han hecho con júbilo y sin remordimiento , como evidencia la historia colonial anterior, pero es un recurso costoso y vende mal, mucho más cuando ya no es solo la CNN quien informa al mundo.

No hay dudas: las batallas del presente y del futuro son y serán primero culturales. Y la Historia enseña que siempre que haya colonialistas y metrópolis habrá libertadores y el sueño de una independencia a conquistar.

En nuestros días, la Batalla de Ayacucho se está escribiendo en páginas multiculturales, en muchas lenguas.

Y está echada la suerte de los imperios.
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