Aurelio Alonso* - La Habana.- Todavía hoy se nos suele presentar como un tema de discusión la cuestión de si el grupo zoológico humano nació en un contexto de abundancia o de escasez. La generosidad de la naturaleza del paleolítico ni siquiera la podemos imaginar desde la erosión que milenios explotación indiscriminada han impuesto al medio natural del ser humano. Pero, en sentido inverso, la humanidad naciente estaba sometida a la ley de la lucha por la vida y la supervivencia del más fuerte, que Carlos Darwin acertó a develar tras la evolución de las especies en el mundo animal. Sería la aparición del trabajo humano y su progresivo desarrollo lo que imprimiría un curso diferenciado a la evolución de la sociedad. 


Tuvieron que pasar miles de siglos para que las fuerzas productivas que el trabajo generaba sacaran al hombre de su total sujeción al medio natural. Con la producción de excedentes para la satisfacción de sus necesidades primarias, y la aparición del comercio, apareció también la apropiación, la acumulación y la diferencia entre ricos y pobres. Por tal motivo se hace imposible referirse, en la práctica, a la pobreza, exclusivamente a partir de la carencia de bienes para suplir nuestras necesidades básicas, y pasar por alto los niveles de desigualdad que la producen y la reproducen socialmente, dentro del tejido de las relaciones humanas. Podemos decir que la carencia aporta los elementos de una definición biológica, en tanto es a partir de la desigualdad que podemos explicar la pobreza como fenómeno social.   Y tal especificidad precede en el tiempo al nacimiento mismo de la modernidad capitalista, que la ha agudizado y llevado a su máxima expresión.

La importancia de este dato no es, en modo alguno, la de una distinción semántica. Implica que la pobreza no puede ser reducida a una condición natural, estática e inmodificable. A un fatum, como se creyó por siglos. Sino que se genera y se reproduce a partir de la configuración y de los cambios en la estructura social. Personas pobres, familias pobres, comunidades pobres, países pobres, son todos expresión, a diferentes escalas, del patrón de desigualdad creado por la mercancía. Pobreza esclavista, pobreza feudal, pobreza capitalista, e incluso pobreza en las sociedades que buscan un curso socialista, son términos que aluden a distintos momentos de la pobreza en la historia,  a distintas formas de explotación del trabajo, con distintos grados de desarrollo de las fuerzas productivas, al acierto o desacierto en la aplicación de alternativas.  

En las formaciones sociales más tempranas, la disponibilidad, cuantitativa y cualitativa, de valores de uso era inferior y, en consecuencia, la brecha entre ricos y pobres menos profunda. Obsérvese que entre las carencias de las capas más empobrecidas de la sociedad contemporánea y las del pobre  de la sociedad feudal no existen en la práctica diferencias apreciables, que sí existen entre las comodidades del rico de hoy y las que estaban al alcance del señor feudal. Estas últimas son, de hecho, descomunales, porque acumulan los beneficios más sofisticados de la tecnología, y hasta permiten satisfacer caprichos con frecuencia ofensivos por el contraste con los desposeídos, y exhiben distancias distributivas muy elevadas.

El desarrollo capitalista ha llevado la abundancia y sofisticación productiva a un punto tal que aparecen dos contradicciones esenciales, nuevas y exclusivas de la modernidad.

La primera contradicción radica en que las fuerzas productivas han alcanzado en el mundo actual la potencialidad para satisfacer las necesidades básicas de toda la población mundial, en tanto la estructura del capital transnacionalizado y los estados modernos se ordenan en un sistema que imposibilita convertir esta potencialidad en metas coherentes y efectivas. 

La segunda contradicción se refiere a la agresividad de la producción y el consumo capitalista hacia el medio natural, la cual ha creado un nivel de erosión y de agotamiento de recursos que amenaza con poner fin a las posibilidades de supervivencia humana –la desaparición es ya una realidad creciente para numerosas especies animales– en el planeta, y que el imperativo de la lógica de las ganancias de las grandes empresas impide contrarrestarlos. No debemos ver esta segunda contradicción como un problema aislado, porque las estrategias de lucha contra la pobreza están íntimamente relacionadas con la lucha por la preservación y recuperación de las condiciones de vida en el medio natural de la humanidad. ¿De qué serviría empeñarnos en proyectos de justicia social y equidad, si continuamos la destrucción de nuestras propias condiciones de subsistencia?

El destino del pobre se vincula a la salvación del planeta, el destino del rico, a su destrucción.

Una vez dicho esto, regreso a afirmar que, de todas maneras, cuando hablamos de pobreza, no podemos evitar partir del rango sustantivo de las carencias. O sea, que desigualdad y pobreza no son conceptos coextensivos o, como se dice comúnmente, no significan la misma cosa, sino que aluden a realidades inseparables, donde debemos distinguir una relación causal: la pobreza es generada por la desigualdad. Tanto para explicarnos su connotación, como para hacerles frente con estrategias sociales, económicas y políticas, que es el verdadero propósito final.

El alcance del pensamiento humano para definir la pobreza, expresado en los indicadores que se utilizan, también ha evolucionado a través de los tiempos. Comenzaría por señalar una definición descriptiva, primaria, aparente, de la pobreza, que pudiéramos llamar incluso premoderna. La pobreza identificada por el hambre, la falta de techo, los harapos como vestuario, la ausencia de higiene básica, el analfabetismo, la desprotección en cuestiones de salud y –no puede faltar– la carencia de propiedad; el pobre no posee tierras ni otros medios productivos. 

La modernidad capitalista, marcada por la conversión de la fuerza de trabajo en mercancía, introdujo históricamente el salario como rasero para medir la pobreza. Y con esta introducción, lo que todavía se maneja como el más universal de los indicadores cuantitativos: el la "pobreza de ingresos". Pero el desarrollo cada vez más desigual de las economías forzaba a tal limitación en la fijación de cálculos fiables, y condujo a la diferenciación entre pobreza absoluta y pobreza relativa, que con anterioridad a la presencia del capital en la historia hubiera parecido forzada. En términos de condiciones de subsistencia no podemos asegurar que la sociedad azteca fuera más pobre que la española de comienzos del siglo XVI que la sometió.  Más bien parece ser al revés.

En la última década del siglo XIX los estudios londinenses de Booth y Rowntree, centrados en la pobreza de ingresos, introdujeron el criterio de fijar una "línea de pobreza", al cual se atienen hoy, como rasero cuantitativo, el Banco Mundial y otros organismos internacionales, y que tenemos que recibir críticamente (pero sin desestimar).

Además de las imprecisiones que ocasiona el desarrollo desigual, el poder de compra del dinero varía en el espacio y en el tiempo. Otros indicadores que tratan de acotar estas limitaciones, en el torrente de preocupaciones que los estudios sobre pobreza han levantado en la segunda mitad del siglo XX, son el que parte del cálculo de una "canasta básica", que pone en juego la medición de la capacidad adquisitiva dentro de la pobreza de ingresos y, más recientemente, el "índice de desarrollo humano", que procura incorporar los indicadores de empleo, salud, educación, seguridad social, en una visión más abarcadora de la "calidad de vida", para buscar caminos de mejoría y de eventual erradicación de las condiciones de indigencia y de pobreza. 

Quien primero introdujo la distinción entre indigencia y pobreza fue Jeremías Bentham, ya en el siglo XVIII, buscando caracterizar situaciones de carencias extremas.  Y esta distinción de niveles se ha mantenido para todos los propósitos.

Creo que hay que destacar el hecho de que la pobreza se haya convertido en uno de los temas centrales de la ciencia social contemporánea, lo cual se debe a que la percepción de las grandes contradicciones de hoy, a las que hice referencia al principio de estas líneas, no escapa como preocupación a ninguno de los estratos de la estructura social. Y tampoco lo intolerantes y explosivas que se pueden convertir sus consecuencias.

El tema de la superación de la pobreza no entró, de manera definitiva, hasta el siglo XIX en los propósitos de la humanidad. Durante la antigüedad, el medioevo, y aún en los albores de la modernidad, predominaba la visión del pobre como una condición inmóvil. La lectura medieval de la caridad cristiana la centró en la mitigación de la indigencia y la consolación del pobre. Devino incluso un paradigma ético que halló entonces su expresión más significativa en la concepción mendicante introducida por San Francisco de Asís en los inicios del siglo XIII. Y que subsiste en las variadas expresiones de la limosna. 

Solo los movimientos sociales que la proletarización generalizada del trabajo hizo nacer seis siglos después, y las conquistas arrancadas al capital a través de las luchas sindicales, abrieron un cuestionamiento creciente hacia la eliminación de la pobreza. 

El esquema liberal comenzó por plantear el problema en términos individualistas, a partir de la competencia capitalista: una sociedad donde cualquiera puede salir de la pobreza y alcanzar la riqueza mediante la libre competencia. Pero se hace cada vez más evidente que el siglo XX ha barrido con cualquier esperanza que quiera cifrarse en un paradigma liberal. Se levanta así ante nuestros ojos la alternativa entre las respuestas asistencialistas, propias de los programas liberales, que concentran esfuerzos en la ayuda, y que no podemos dejar de admitir que a veces han respondido y responden con eficacia a urgencias coyunturales, locales, inmediatas, por una parte. Y por otra, la necesidad de respuestas estructurales, dirigidas a combatir las causas mismas de la pobreza, que son las que pueden conducir orgánicamente a proyectos de erradicación, y que se contraponen en una u otra medida al esquema liberal.

De acuerdo con los indicadores en vigor, la pobreza afecta hoy aproximadamente a la mitad de la población del planeta. Descubriríamos incluso que las proporciones son más elevadas, si nos detenemos a preguntarnos: ¿quiénes son los pobres? ¡No vamos a creernos que la pobreza termina en los dos dólares diarios de ingreso personal! Nos encontramos en realidad ante el más universal de los trastornos sociales.  Estamos obligados a definir también lo que vamos a considerar como "no pobres", es decir, el umbral de entrada y, sobre todo el umbral de salida. Y de diferenciar el status del "no pobre" en la ruta de la depauperación, del "no pobre" en la ruta de la superación de la pobreza.

La propuesta de soluciones estructurales requiere, a mi juicio, detenernos sobre la distinción  entre los conceptos de pobreza y desamparo, que con frecuencia se usan de manera indiferenciada, debido tal vez a la relación de un estado de indefensión que se muestra inseparable de las carencias, cuando estas se hacen  sostenidas. Identificamos como desamparada a una familia pobre, especialmente en la medida en que sus condiciones de vida la aproximan a la pobreza extrema y la marginalidad. La extensión del desamparo se hace notar con el crecimiento de la marginalidad y de la exclusión, que socializan la indigencia en grupos o capas completas de la población, las cuales a veces no logran un solo empleo formal o ingreso estable en toda su vida laboral, y que tienden a compactarse en suburbios urbanos. La población de Cité Soleil, en Haití, una de las concentraciones marginales más tupidas del planeta, se pondera sobre los seiscientos mil habitantes. Se calcula que aproximadamente una cuarta parte de la población urbana mundial habita concentrada  en suburbios definibles como marginales. Incluso el concepto de suburbio se ha visto distorsionado a veces para referirse a áreas que quedan enclavadas en el centro mismo de las ciudades, y no son, en rigor, suburbanas. 

El concepto de exclusión alude, como es obvio, a otro aspecto del fenómeno: la desconexión con el entorno socioeconómico formal del sistema. Marginalidad, exclusión y desamparo acercan la definición de la pobreza a sus causas, a su contextualización socioeconómica, y al complejo propósito de elaborar y ejecutar estrategias. Se trata de aquellas franjas que han sido sacadas fuera, abandonados por el sistema, a quienes no se deja otro vínculo formal que la obligación de responder ante la ley. Al excluirlos, el sistema, que los coloca en condiciones de delinquir, se acuerda de ellos solamente para enjuiciarles cuando delinquen.

No rechazo la percepción que subraya el vínculo entre pobreza y desamparo. Al contrario, me parecen conexiones esenciales en muchos sentidos. Por eso precisamente considero indispensable ir más allá del enriquecimiento adjetivo, y plantearnos la necesidad de elaborar una caracterización más diferenciada del desamparo en el plano macrosocial.

Si la pobreza se nos revela siempre a través de la carencia y la desigualdad, el concepto de desamparo apunta a un tipo específico de relación social de la institucionalidad política y civil de la sociedad con las franjas de la población vulnerable, los pobres confirmados y los potenciales. Cuando usamos el término sabemos con bastante precisión quienes son los desamparados, pero estamos obligados también a percatarnos de la existencia de una sociedad con estructuras que desamparan (gobernantes, clases, instituciones). Cumplen o incumplen una función de protección. 

Al liberalizar los dispositivos de la competencia capitalista y reducir el peso específico del gasto social y del papel del estado en la economía, el paradigma neoliberal forzó a la reducción del gasto social y, con esto, reduce al mínimo los canales de amparo estatal, relegando esta obligación a organizaciones de la sociedad civil.

Del mundo empresarial no puede esperarse una participación orgánica en estrategias de amparo, porque contradice, en su propia esencia, a la lógica de la ganancia. En este plano, el mercado solo admite contribuciones que le reporten algún beneficio y que no se interpongan en sus circuitos de acumulación. De modo que las estrategias de amparo solo pueden generarse y mantenerse desde el estado, y por la institucionalidad civil de manera complementaria. 

El campo de las estrategias de amparo lo integran, primariamente, la educación pública, la asistencia de salud, y la seguridad social. La reproducción de la pobreza en el seno de la familia se consolida cuando los hijos en edad escolar tienen que abandonar los estudios para incorporarse al mercado laboral, o cuando uno de sus miembros se ve aquejado de una enfermedad que le impide trabajar, o el pago de un servicio social costoso (como suelen ser los servicios funerarios) agota los ahorros o endeuda a la familia. Dentro de otro nivel de responsabilidad –que se produce a través de mecanismos económicos en los cuales la triangulación con el mercado es sustantiva– tendríamos que referirnos a la intervención en el aseguramiento del empleo, la correlación entre los ingresos y los precios, el transporte público, la distribución de bienes de consumo de primera necesidad, la respuesta a los problemas de la vivienda. La responsabilidad del estado es, en una palabra, intransferible.

La adopción de estrategias de lucha contra la pobreza tiene a mi juicio que partir de estrategias de lucha contra el desamparo. No es posible la superación de la pobreza sin la superación del desamparo, y cualquier proyecto, por deslumbrante que se pueda presentar, que no parta de este presupuesto, está condenado al fracaso. 

Por esa razón la recuperación de la función reguladora del estado es primordial.  Necesaria, aclaro, pero no suficiente. Un punto de partida, que tiene que complementarse con la voluntad de utilizar esa capacidad de regulación en un sentido determinado. Regímenes despóticos, con elevado poder de regulación, como el de Pinochet en Chile, y algunos de los estados del Pacífico occidental (los NIC), sirvieron en los años 80 a la implantación del modelo neoliberal. De modo que la recuperación regulatoria no constituye un fin en sí misma, sino un medio, porque se sabe de sobra que un estado fuerte puede utilizar su poder para bien o para mal. 

Pero el estado debilitado por los programas de ajuste, queda a merced de los designios del capital transnacional, del FMI y el BM, de la O MC, y deviene un poder subalterno de las políticas de dominación. Carece de la menor importancia que se le pueda definir como democrático o dictatorial, en los términos consagrados por la ideología liberal. El sentido de la soberanía efectiva se pervierte al ponerse el estado al servicio de los dispositivos de la ganancia del gran capital, y anular la posibilidad de dar respuesta al interés común. Está además demostrado el nivel de represión de que es capaz una democracia liberal.

Quedaría mucho por decir, y el espacio no permite ir más lejos. Preservo unas líneas para no dejar de citar el peso de la integración. Los países periféricos, por separado, poco pueden avanzar en condiciones de aislamiento.  Las acciones coherentes contra el desamparo social, y orientadas hacia una superación estructural de la pobreza, requieren de una alianza capaz de contrarrestar la alianza del capital, que hoy domina. 

Finalmente quisiera precisar lo que entiendo por superar, verbo que me parece mucho más adecuado cuando hablamos de la pobreza que el de eliminar. Normalmente todos los indicadores que elaboramos tratan de definir la pobreza, pero la condición del "no pobre" queda un tanto en la penumbra estadística. En todo caso no debemos pasar por alto el hecho de que salir de la pobreza supone la elevación de las mayorías sociales afectadas, a una mejoría estable, que solo puede ser compartida con equidad por ser sustancialmente una solución mayoritaria. Se trata de ser menos pobres, no de abrir el camino a la opulencia, que nos devuelve a la desigualdad.

Las nociones de aliviar y reducir tampoco son siempre indicativas de asistencialismo, e incluso siéndolo, no contradicen necesariamente la aplicación de estrategias de superación a más largo plazo. De hecho la superación se alcanza solo a través de reducciones sistemáticas.  No se trata de suministrar pescado, sino de enseñar a pescar; pero mientras se aprende hace falta algún pescado.

Por último, me gustaría dejar en claro que cuando leemos que en un país o en un período dado el número de pobres se redujo, no siempre estamos ante un caso de superación de la pobreza. Por lo regular se trata de un efecto de elevación temporal del nivel de vida, generado por acciones coyunturales, y en esos casos se repiten los retrocesos. Para saber que una mejoría en los niveles de pobreza indica un avance estable convendría saber en qué medida responde a la superación del desamparo.

Es una verdad dolorosa que lo acordado en las metas del milenio no se va a cumplir con lo que se ha hecho ni con lo que se nos abre a la vista ni en la fecha prevista ni en otra que por ahora podamos predecir.

La Habana, 27 de julio de 2007


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* Sociólogo y ensayista cubano, autor de varios trabajos sobre el tema de la pobreza en el Caribe hispano, subdirector de la revista Casa de las Américas, investigador adjunto del Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas y profesor adjunto de la Universidad de La Habana.
 

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