Fernando Luis Rojas - La Jiribilla.- Los acontecimientos de los últimos meses en la Isla, caracterizados por un aumento de la actividad subversiva de elementos contrarrevolucionarios, en su mayoría patrocinados y financiados por el gobierno de los EE.UU. y sus satelitales organizaciones y fundaciones “para la democracia”, han encontrado por una parte una sólida respuesta del pueblo cubano y por otra, se han replicado en una agresiva campaña mediática y diplomática en que han actuado como punta de lanza algunas naciones europeas. Esta coyuntura me impulsó a desempolvar un artículo escrito hace unos meses.


En noviembre de 1918 la Primera Guerra Mundial daba sus estertores finales. Inevitablemente, la carrera de armamentos, el sistema de alianzas y el “necesario” reparto del mundo habían provocado una guerra sangrienta, larga y costosa.

La conflagración que enfrentó a los dos grandes bloques de la época: la Triple Alianza y la Entente, se consideró en su momento una “guerra total” por los resortes que puso en funcionamiento: la cantidad de naciones participantes, los desplazamientos humanos que implicó, la reorganización de las economías al consagrarse la capacidad de producción al desarrollo de una poderosa industria bélica, la puesta en práctica de nuevas técnicas militares y el papel rector asumido por los estados en el período.

El saldo de la pugna interimperialista que se extendió de 1914 a 1918 pudo apreciarse en la significativa pérdida de vidas humanas y las afectaciones económicas. Como han señalado varios autores “(...) los gastos bélicos no admiten comparación con los de las guerras precedentes, y las destrucciones sufridas por los países sobre los cuales se han desarrollado las operaciones o a causa de la guerra submarina alcanzan cifras impresionantes”[1]. Los daños tocaron todo el sistema productivo de las naciones implicadas y en buena medida, deconstruyeron la primacía europea ante el empuje y los beneficios obtenidos por potencias como los EE.UU. y Japón. Vale recordar que en 1920 los presupuestos nacionales de países como Francia, Italia, Hungría, Austria y Polonia son deficitarios y les obligan a contraer una voluminosa deuda exterior que les ata a la mayor potencia financiera, los EE.UU. De igual forma, el conflicto sirvió en bandeja de plata la experiencia de consagrar las capacidades productivas de las naciones al desarrollo de la industria bélica.

Saltan a la vista la cantidad de nexos, antecedentes y consecuencias que definen esos cuatro años. La Primera Guerra Mundial constituye un fragmento, un episodio en la batalla por la hegemonía que ha marcado la historia de las sociedades clasistas. Ciertamente, por el momento en que se desarrolla, los adelantos científicos y técnicos de la época y la ampliación experimentada en las relaciones internacionales presentan importantes distinciones. Una de ellas — confirmada a la distancia— la certeza de que los vencedores tendrían la oportunidad de comenzar a tejer una suerte de totalitarismo supranacional asentado en la consolidación del imperialismo recién calificado por el líder de la Revolución de Octubre Vladimir I. Lenin. Este esquema totalitario necesitaría otra guerra mundial y una llamada “Guerra Fría” para consolidarse y mostrarse en todo su desarrollo.

Lo que ocurrió después del armisticio mostró a las claras el carácter imperialista y de rapiña del conflicto. Las Conferencias de Paz — paradójicamente— acuñaron la idea de que la herencia mejor de la guerra es la guerra. La construcción ideológica de los países que se enfrentaron a los llamados imperios centrales (Alemania y Austria-Hungría principalmente) presentada como la “guerra del derecho”, fue derrumbada por aquellos al beneficiarse de su triunfo. EE.UU., Francia e Inglaterra no dejaron escapar las posibilidades que se abrieron con la eliminación temporal de las potencias rusa y alemana y la desaparición de los imperios austro-húngaro y turco para consolidar su dominio sobre el mundo.

La Conferencia de París, que iba a establecer los tratados de paz, se extendió de 1919 a 1920. Las conversaciones se realizaron por separado con cada uno de los vencidos, en escenarios diferentes, con el evidente propósito de expoliarlos al extremo. De los tratados firmados, el de Versalles regulaba la paz con Alemania y se erigió como el más importante.

Alemania cedió a Francia las minas de carbón del Sarre y las regiones de Alsacia y Lorena, renunció a sus derechos y títulos sobre las posesiones de ultramar, asumió restricciones militares como la abolición del servicio militar obligatorio, la prohibición de mantener o construir fortificaciones en la zona del Rin y la reducción de su ejército; adquirió el compromiso del pago de reparaciones de guerra y reconoció la independencia del estado checoslovaco, Polonia y los territorios que formaban parte del antiguo Imperio Ruso. Los imperios austro-húngaro y turco desaparecieron a partir de la irrupción de nuevos estados y anexiones de territorios a las potencias vencedoras.

El reconocimiento a la independencia de varias naciones y territorios que habían padecido el dominio de potencias imperiales se vio empañado por las ansias de dominación de los ganadores y los posteriores acontecimientos. Más que eso, fueron concesiones manipuladas y oportunistas al punto de convertirse esas naciones emergentes en satélites de las potencias vencedoras (tal es el caso de Polonia y Checoslovaquia respecto a Francia).

La validez del Tratado de Versalles fue cuestionada tempranamente con la convocatoria en noviembre de 1921 a la Conferencia de Washington. A todas luces Versalles no resuelve las contradicciones entre vencedores y vencidos en la Primera Guerra Mundial —ni siquiera satisface íntegramente a los del primer grupo— y establece las bases de futuros enfrentamientos. Las insatisfacciones de los EE.UU. constituyen la clave de este cuestionamiento: la potencia americana no está dispuesta a ceder en fuerza ante Japón en el Extremo Oriente y se niega a aceptar algunos elementos relacionados con la situación en esta región. En este sentido, se aprueba la política de “puertas abiertas” para China en detrimento del control que ejercía Japón; un paso importante en la pugna por el predominio en el Pacífico. Washington 1921 se convierte en una de las revisiones a las que debe recurrirse.

A la cita en la capital norteamericana no se invita al joven estado soviético. La agresividad de los países imperialistas contra el país de los soviets borra la idea de la distancia entre el término de la Primera Guerra Mundial y la gestación de la Segunda. La invasión extranjera contra Rusia, el estímulo a la guerra civil en ese país y la paulatina exclusión de los soviéticos de las Conferencias de Paz y sus revisiones sucesivas, constituyen un adelanto de la complicidad de las llamadas potencias occidentales con el arraigo de un espíritu de revancha y después con el ascenso del fascismo[2] para utilizarlo como punta de lanza en el enfrentamiento al comunismo.

Tres cuestiones nos resultan ahora muy claras: En primer lugar, el triunfo de la Revolución de Octubre en 1917 condicionó el enfrentamiento entre las potencias imperialistas. La preocupación por la existencia del régimen comunista de Moscú se convirtió en punto de coincidencia entre ellas. A las claras se prefirió la recuperación de Alemania y su incorporación al “concierto europeo” que una revolución bolchevique en ese país; el establecimiento de Hitler como un enemigo del comunismo y el apoyo germano-italiano al franquismo que el triunfo de los republicanos en España. El Plan Dawes (1924), los acuerdos de Locarno (1925) y la admisión de Alemania en la Sociedad de Naciones en 1926 constituían una respuesta de occidente a la amenaza revolucionaria.

En segundo lugar, al mirar el comportamiento de las relaciones internacionales entre el fin de la Primera Guerra Mundial y los primeros años de la década de los 20, se aprecia que las intenciones de ahogar el naciente estado soviético y marginarlo de la política internacional existen desde el propio triunfo de 1917. La agresividad contra Rusia y luego la URSS no están fundamentadas en el establecimiento del estalinismo y la subsiguiente deformación del proyecto leninista, sino en el terror al contagio revolucionario. La guerra internacional que enfrenta el joven estado soviético coincide temporalmente con las Conferencias de Paz; otra evidencia del doble rasero de las potencias imperialistas. El desembarco de tropas en territorio ruso, el envío de armas, dinero y misiones militares en apoyo a los “rusos blancos”[3] es el castigo a las enérgicas, audaces y ágiles medidas del gobierno de Lenin, entre ellas, la petición de una paz inmediata a los beligerantes. Si Rusia quería salirse de la guerra imperialista, había que imponerle la guerra.

En tercer orden, se demostró la capacidad y visión a largo plazo de los círculos de poder de los EE.UU. y las limitaciones de los europeos. No bastó la experiencia de 1914 y solo un cuarto de siglo más tarde Europa se convirtió nuevamente en el principal escenario de un conflicto de gigantescas proporciones. Si con la Primera Guerra Mundial los EE.UU. se convirtieron en acreedores de Europa y hacen tambalear su preponderancia; con la Segunda consolidan su poderío y pasan a ocupar un papel protagónico en el terreno militar. En este último aspecto puso una importante cuota el presidente Truman[4] con la utilización de la bomba atómica.

II.

Los acontecimientos de los últimos años han confirmado que la caída del Muro de Berlín no significó el fin de la historia, las ideologías y la lucha de clases. El capitalismo —de la mano de los EE.UU.— salió airoso en la “Guerra Fría”, desdiciendo los anuncios de “crisis general del sistema” y el “inicio de la construcción del comunismo” que caracterizaron la propaganda de buena parte de los países del llamado bloque socialista en la década de los 80.

Nuevos retos se plantearon a la política exterior de las potencias del primer mundo. Inicialmente se trataba de una reorganización territorial de significativas proporciones al desintegrarse la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), unificarse Alemania, separarse las Repúblicas Checa y Eslovaca y comenzar la balcanización de la antigua Yugoslavia. Este proceso, que significó la aparición de una buena cantidad de estados en Europa Oriental, no es una simple consecuencia de la caída del socialismo; es parte esencial de la deconstrucción del sistema bipolar nacido después de la Segunda Guerra Mundial.

La desaparición del bloque socialista y la desintegración de la URSS liberaban al imperialismo de las ataduras que imponía un mundo bipolar. A los EE.UU. correspondía confirmar su preponderancia en detrimento de Europa. En una planificada y organizada secuencia, a la caída del socialismo siguieron un grupo de conflictos medianamente localizados en que la OTAN emergió como espacio de afianzamiento del papel rector del país de Norteamérica[5]. Los conflictos entre Rusia y algunas de las nacientes repúblicas y sobre todo la situación de la antigua Yugoslavia colocaron nuevamente a Europa como el espacio físico de acciones bélicas, que abarcaban desde el establecimiento de bases militares y armamento hasta la intervención directa de tropas. Evidentemente, los círculos de poder de los EE.UU. y los think tank  previeron que el golpe al socialismo europeo provocaría una importante desestabilización en el viejo continente que les sería favorable. La “Guerra Fría” fue parte de un conflicto histórico europeo y mundial. A EE.UU. le molestó el comunismo, entre otras razones, porque se erigió en un obstáculo a su hegemonía; y si algo tienen claro las administraciones norteamericanas es que el empoderamiento sobre el Tercer Mundo no es el fin de esta carrera, es un paso importante.

Entrados los 90, el afianzamiento de la supremacía de los EE.UU. transitaba por nuevos derroteros. Su posición hegemónica en las relaciones internacionales debía asegurarse a través de la dominación cultural, que para la unión norteamericana significa eliminar el peligro de revoluciones sociales y disidencias y por tanto preservar el sistema.

III.

Europa ha sido un escenario histórico de importantes conflictos. La pugna entre revolución y reacción se manifestó con especial crudeza durante siglos. Sin embargo, los últimos cien años se distinguen por la presencia de una potencia extra-europea cuyo fortalecimiento y consolidación ha ocurrido —desde siempre— en detrimento del viejo continente.

Las condiciones han ido cambiando cualitativamente. Los índices de desarrollo social —asumiendo parámetros como el acceso de la población al empleo, la salud, la educación y la seguridad social— de los países más desarrollados de Europa son superiores a los que exhiben los EE.UU. En el centro de las preocupaciones de los principales líderes del viejo continente se encuentran problemáticas como la integración, la migración —sobre todo la africana— y más recientemente, el impacto de la crisis económica.

Europa trata de mirar hacia ella misma. Hace unos meses la canciller alemana Angela Merkel y el presidente francés Nicolás Sarkozy recodaron juntos el aniversario 92 del fin de la Primera Guerra Mundial. Asistimos con este acontecimiento —ampliamente divulgado por los medios— a otra manifestación del progresivo intento de una rectificación de la política europea hacia Europa.

Pero los EE.UU. también miran hacia el viejo continente. La importancia de tenerlo como aliado aumenta. En los últimos años han surgido nuevos focos de competencia, especialmente China y algunos países de América Latina que fijan posiciones económicas, políticas y culturales que resisten la avalancha totalitaria contemporánea. Europa vendría a ser el rostro de la democracia en las relaciones internacionales, un interlocutor menos agresivo e impositivo, con un “techo” más seguro para hablar de políticas sociales. Podría ser un momento especial —en el terreno político— para los europeos.

A inicios del siglo XXI, considero firmemente que la lucha por los derechos de las mayorías pasa en primer lugar por el establecimiento de un sistema multipolar, por sacudirnos la hegemonía norteamericana. Ya la historia nos alertó —aquel octubre de 1917— que luchar por las mayorías no previene de intromisiones, agresiones, esfuerzos subversivos y acosos mediáticos. Entonces, ¿contribuirá Europa a esta sacudida o cumplirá su papel de banda acompañante de los EE.UU.? Duele decirlo, pero veo en Europa un continente con fuerza para encarar este reto, pero no con voluntad.

Notas:

[1] Crouzet, Maurice. Historia General de las Civilizaciones. Volumen VII. Edición Revolucionaria, La Habana, 1968. p 45.

[2] Esta complicidad se expresa luego en la política de apaciguamiento y no intervención aplicada por EE.UU., Gran Bretaña y Francia durante la década del 30, justo cuando se iniciaba el proceso de expansión de los regímenes fascistas. El sentido de esa expansión se presentaba hacia el este, amenazando especialmente a la Unión Soviética lo que convenía a esas tres potencias. Sin embargo, Hitler rompió todos los cálculos: firmó un Pacto de no agresión con Stalin y entre 1939 y 1941 llegó a ocupar casi toda Europa (incluyendo Francia). Solo entonces invade la URSS.

[3] Oposición contrarrevolucionaria.

[4] Truman sucedió a Roosevelt al fallecer este último en abril de 1945.

[5] En menos de dos décadas se pueden mencionar la Guerra del Golfo y las invasiones a Yugoslavia, Afganistán e Iraq.
 

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