Daniel Díaz Mantilla - La Jiribilla.- Una de las paradojas más inquietantes de las sociedades contemporáneas es la dualidad en que se debaten casi sin excepción sus miembros: sea cual fuere su edad, su género, sus filiaciones ideológicas o el signo político de la comunidad en que vive, cada quien se halla —con más o menos angustia, con mayor o menor conciencia— inmerso en el conflicto entre individuo y masa. 


Esta es una situación que ha venido progresando desde los orígenes mismos de la humanidad, pero que adquiere mayor relevancia en la medida en que las sociedades crecen y se organizan, hasta alcanzar un punto crítico durante el siglo XX, con la aparición de nuevas tecnologías que potenciaron el uso de medios como el teléfono, el cine o la radio, y el desarrollo de otros nuevos como la televisión y las redes digitales. 

El término masa, como sinónimo de muchedumbre o pueblo, que había comenzado a emplearse ya con cierta frecuencia en el ámbito socio-político europeo durante la revolución industrial, alcanza en la primera mitad del siglo XX un relieve y unas connotaciones que resultan significativos. Numerosos títulos dan cuenta del advenimiento de ese ente social colectivo, más o menos amorfo, caracterizado —según Freud— por “la falta de independencia e iniciativa del individuo, la identidad de su reacción con la de los demás, su descenso […] a la categoría de unidad integrante de la multitud”1 El individuo inmerso en la masa, al perder su individualidad, es —según Ortega y Gasset— “el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, […] es todo aquel que no se valora a sí mismo —en bien o en mal— por razones especiales, sino que se siente ‘como todo el mundo’ y, sin embargo, no se angustia”.2 Otros estudios sobre la psicología de masas vuelven sobre estos mismos rasgos esenciales: la masa es siempre “una multitud inerte e indiferenciada”,3 un grupo humano carente de liderazgo y estructura organizativa,4 sobre el que actúan nuevos mecanismos de dominación cada vez más ubicuos y poderosos, “destruyendo la autonomía mental, la libertad de pensamiento, la responsabilidad, y conduciendo a la inercia, la sumisión y la renuncia a cambiar”.5

Fenómenos sociales de una magnitud nunca antes vista caracterizan la primera mitad del siglo XX: la aparición de regímenes totalitarios en Europa y Asia, sostenidos por una maquinaria propagandística que manipula los instintos básicos y la frustración de las masas; el desarrollo de “una industria cultural y una estructura social cada vez más jerárquica y autoritaria [que] convierten el mensaje de una obediencia irreflexiva en el valor dominante y avasallador”;6 y la reproducción industrial de la obra artística hasta el punto en que la cantidad se convierte en calidad y el crecimiento del número de participantes modifica la índole de su participación.7

En este contexto, en un mundo polarizado por nuevas potencias beligerantes y expansivas, entre guerras mundiales, crisis de valores y disolución de los estilos de vida tradicionales, donde el ser individual parece borrarse en la esfera pública, urgido por intereses ajenos que asume como propios hacia una integración social incuestionable, el ejercicio crítico intelectual toma carácter de resistencia:8 una resistencia que a ratos parece condenada al fracaso ante el empuje dominante de los medios masivos pero que, al margen del mainstream, desde fugaces barricadas, intenta subvertir sus pretensiones monolíticas. Así, ganan mayor definición tras la Segunda Guerra dos tipos de intelectuales: uno, que se ha dado en llamar comprometido, “proporciona a la sociedad una ‘conciencia inquieta’ y, por ello, está en perpetuo antagonismo con las fuerzas conservadoras que mantienen el equilibrio que él procura romper”;9 y otro, como una suerte de “intelectualidad cortesana, […] encuentra su razón de ser básicamente en el servicio a los intereses de dominación de las élites en el poder”.10 Esta dualidad, descrita con lúcida ironía por Umberto Eco en el libro Apocalípticos e integrados,11 muestra la compleja fluidez del campo artístico-cultural contemporáneo, donde ambas posiciones, aparentemente antagónicas, confluyen en los canales de la comunicación de masas, contaminándose.

En buena medida, el discurso crítico es asimilado por el mismo sistema que intenta desarticular, pues “la radicalidad, para ser puesta en escena, ha de venderse como un producto más […], y es aquí donde, obviamente, toda potencialidad revolucionaria se diluye”.12 Esta constatación de la capacidad del sistema para neutralizar en el mercado una parte considerable de su oposición, es la causa más visible del estado de desaliento o fatiga que desde fines del siglo XX afecta a muchos intelectuales comprometidos con el cambio social,13 un desaliento que persiste en la primera década del XXI.14 La ausencia de alternativas viables tras el descrédito y la desaparición del socialismo real en Europa, y una suerte de desconfianza del pensamiento crítico respecto a sus propios recursos, son otras de esas causas: “¿Qué hay exactamente de crítico en la teoría crítica? —pregunta amargamente Simon Critchley—. Es como si hubiera adoptado el nombre pero abandonado la aspiración y ambición de su inspiración original”.15

Un elemento importante de esta situación es, sin embargo, la “opacidad” y el “anonimato” de las instancias del poder actual. En este sentido, afirma Néstor García Canclini:

“El carácter misterioso de la actual estructura de poder es, quizá, el principal motivo de la impotencia ciudadana y el desinterés por la política. Al sumarse el carácter abstracto de lo global, la suma de fracasos que —aun distantes— nos afectan y la opacidad de los grandes actores políticos, acabamos instalados en un registro incierto de lo social”.16

Es importante constatar, en estas circunstancias, algunos cambios entre el concepto amorfo de masas que se manejaba durante la primera mitad del siglo XX, y el que se emplea en estos días: “las masas se están convirtiendo en una multiplicidad de públicos […] que observan, escuchan y hablan de manera crítica”, advierte Susan Buck-Mors.17 Decepcionados de la política y la religión, de la economía y de sus padres, varias generaciones de personas han crecido entre el asedio televisado de intolerancias, engaños, corrupciones, bajo la amenaza constante de una guerra nuclear, y han desarrollado un escepticismo saludable ante el estado y sus instituciones;18 contraculturas, minorías, jóvenes rebeldes que comparten códigos y valores propios, al margen de las tendencias impuestas por una educación hegemónica, van creando espacios, grietas en el control, subvirtiendo con su actitud la noción misma de masa. “Todos los esfuerzos para hacer de ella un objeto, para tratarla y analizarla como una materia bruta, […] topan con la evidencia inversa de la imposibilidad de una manipulación determinada de las masas”.19

Simultáneamente, otros cambios, también significativos, se han sucedido en los medios:

“Los medios, para empezar, no son únicamente los medios de masas dirigidos a tenernos mal informados. […] Hay muchos espacios más en los que se pone en acción la actividad intelectual pública, en especial en Internet. De hecho, la aparición y difusión de las tecnologías de la información, aunque no tenían tal propósito en su origen, han llevado a una multiplicación de sitios de producción, intervenciones y activismos intelectuales”.20

Los cambios estructurales en la sociedad que resultan del auge de las tecnologías digitales y la Internet, especialmente con respecto a la información, no han sido todavía comprendidos con suficiente claridad, si bien es conocida la capacidad de los medios para moldear y controlar el comportamiento y las formas de asociación humanos.21 Ya a fines de los años setenta, cuando las redes digitales estaban aún en sus inicios, Jean-François Lyotard advertía en su libro La condición postmoderna que “la multiplicación de las máquinas de información afecta y afectará a la circulación de los conocimientos tanto como lo ha hecho el desarrollo de los medios de circulación de hombres primero (transporte), y de sonidos e imágenes después (media)”, y señalaba que “la cuestión del saber en la edad de la informática es más que nunca la cuestión del gobierno”.22

Quizá lo más interesante de la Internet, junto con su rápido crecimiento, sea que reúne en sí cualidades propias tanto de los medios masivos como de los interpersonales. A medio camino entre ambos, la red de redes permite no solo acceder a una inconmensurable cantidad de información actualizada en cuestión de minutos —lo que es ya un gran salto hacia adelante—, sino que permite a sus usuarios generar información y comunicarse unos con otros a escala global.

Esta posibilidad de evadir, o al menos contrastar, el flujo unidireccional de una información que hasta entonces provenía de manera casi exclusiva de centros monopólicos interesados; y la interactividad, que torna ahora práctico el derecho antes abstracto de debatir o asociarse libremente con otras personas del mundo, permite el surgimiento de nuevas estrategias de resistencia a la manipulación y el control de gobiernos y corporaciones. Surgen así numerosos blogs, comunidades y proyectos alternativos que, en la medida que alcanzan renombre, se ganan también —como Indymedia y WikiLeaks— la discordia de los centros de poder.

En la dinámica de estas relaciones siempre tensas, se desarrolla un amplio movimiento social y cultural estrechamente relacionado con las ciencias y tecnologías de la información. Esta cibercultura, que emerge del uso habitual de las redes digitales con fines de comunicación, entretenimiento, trabajo y comercio; es heredera en parte del punk, la ética hacker y los movimientos contraculturales de los años sesenta.

Es conocido, sin embargo, que estos nuevos espacios de comunicación, que ofrecen una apariencia de libertad ilimitada, no escapan al control de las estructuras de poder tradicionales. Cada nuevo medio que creamos, a la vez que ofrece oportunidades inéditas, trae consigo retos y riesgos pocas veces previsibles, por lo que son necesarias grandes dosis de responsabilidad y prudencia. De hecho, una de las tareas más comunes del intelectual en nuestro tiempo —y una de las más importantes— es precisamente la de educarnos en el uso sensato de los medios y la interpretación de los mensajes.

Con frecuencia es necesario leer más allá de los signos para descubrir sus intenciones ocultas y, como es obvio que no vivimos en el mejor de los mundos, suele suceder que nos confundimos y dejamos manipular. Somos a veces como esa semilla de la que hablaba Jesús en su parábola, que germina en los pedregales y el sol quema y marchita porque no tiene raíz. Es preciso entonces, porque aquí estamos, enraizar en la roca y pulverizarla, y buscar a través de ella el agua vivificadora de la verdad.

Notas:

1- Sigmund Freud, Psicología de las masas y análisis del Yo, capítulo IX, “El instinto gregario”, en: Freud total (versión electrónica).

2- José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Madrid, Revista de Occidente, 1958, pp. 52-54.

3- John B. Thompson: “La comunicación masiva y la cultura moderna. Contribución a una teoría crítica de la ideología”, Versión. Estudios de comunicación y política, No. 1, Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Xochimilco, México, octubre de 1991, pp. 17-18.

4- Herbert Blumer, “Collective Behavior”, en: A. M. Lee (ed.), New Outline of the Principles of Sociology, Barnes and Noble, New York, 1946, pp. 167-222.

5- Herbert Marcuse, La agresividad en la sociedad industrial avanzada y otros ensayos, Madrid, Alianza Editorial, 1981, p.126.

6- Theodor Adorno, “Televisión y cultura de masas”, citado en: Mauro Wolf, La investigación de la comunicación de masas, Barcelona, Paidós Ibérica, 1987, p. 49.

7- Walter Benjamin, “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, Discursos Interrumpidos I, Taurus, Buenos Aires, 1989, p. 17.

8- El tema de la resistencia de los intelectuales a la dominación y el control de los medios masivos ha generado una extensa bibliografía. Véanse, entre los más recientes, por ejemplo: Edward Said, “El papel público de los escritores y los intelectuales”, Criterios, no. 34, La Habana, 2003, pp. 167-181; Beate Müller, Censorship & Cultural Regulations in the Modern Age, Rodopi, Amsterdam-New York, 2004, pp. 1-31; Luis Ochoa Bilbao, “Resistencia o claudicación. Apuntes sobre la labor intelectual en América Latina”, Bajo el Volcán, Vol. 7, No. 11, México, 2007, pp. 127-152; Boris Groys, The time of signs, New York, Columbia University Press, 2009.

9- Jean Paul Sartre, ¿Qué es la literatura?, La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1967, p. 21.

10- Heinz Dieterich, La crisis de los intelectuales, Buenos Aires, Editorial 21, 2000, p. 10.

11-Umberto Eco, Apocalípticos e integrados, Tusquets Editores, 1995.

12- David García Casado, "La resistencia no es modelo sino devenir. Crítica de lo radical contemporáneo", Los mil y un textos en una noche, vol. III, La Habana, Centro Teórico-Cultural Criterios, 2010.

13- Ulrich Oslender, "¿La resurrección del intelectual público? Nuevos espacios de intervención pública y el intelectual colectivo", Tabula Rasa, No. 7, Bo­gotá, julio-diciembre de 2007, pp. 345-351.

14- Cf. Marina Medan, Intelectuales en los medios: alcances de un camino de intervención, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 2007.

15- Simon Critchley, “El futuro del pensamiento radical”, Los mil y un textos en una noche, ed. cit.

16- Néstor García Canclini, "¿De qué hablamos cuando hablamos de resisten­cia?", Los mil y un textos en una noche, ed. cit.

17- Susan Buck-Mors, “Ensueño y catástrofe: la nostalgia política del secreto”, Archipiélago. Cuadernos de Crítica de la Cultura, No. 52, Barcelona, 2002, p. 73.

18- Timothy Leary & Eric Gullichsen, “Digital Polytheism”, www.american-budha.com.

19- Jean Baudrillard, Cultura y simulacro, Barcelona, Kairós, 1993, p. 137.

20- Ulrich Oslender, op. cit., pp. 351, 353.

21- Marshall MacLuhan, Understanding Media: The Extensions of Man, New York, Signet Books, 1964, p. 24.

22- Jean-François Lyotard, La condición postmoderna. Informe sobre el saber, Madrid, Ediciones Cátedra, 1986, pp.14-15, 24.

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